El Debate de las Ideas
La narrativa de las mentiras
El problema es que, si bien la Iglesia perdurará hasta el fin de los tiempos, nada más tiene porqué perdurar, ni siquiera las élites gobernantes corruptas y dictatoriales. Las mentiras deben ser refutadas, pero si son la política de un gobierno, como mostró Orwell, no pueden durar para siempre
En sus Veladas de San Petersburgo, Josesph de Maistre escribió que, durante los trescientos años anteriores, la historia «había sido una constante conspiración contra la verdad». Estas líneas, que aparecieron impresas por primera vez en 1821, son una referencia obvia a las tesis de Martín Lutero en Wittenberg y a las soflamas de los partidarios de la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa. Por desgracia, en 2024 tenemos que añadir dos siglos a ese cómputo.
La correcta comprensión de la historia es absolutamente esencial para la correcta comprensión del presente; sin ella, no sabemos dónde estamos. Orwell escribió que «Quien controla el pasado controla el futuro: quien controla el presente controla el pasado». Estas famosas y antaño familiares palabras son algo más que un acertado comentario agudo de 1984. Son –conscientemente o no– el modo de proceder estándar para gobiernos, medios de comunicación y la industria de la educación actuales. Es por ello que gran parte de lo que esas instituciones presentan como historia es, para ser francos, un conjunto de mentiras.
La superioridad europea no fue fruto del ADN sino de una cultura fundada sobre una religión
La mejor manera de responder a una mentira es refutarla. Esto puede hacerse de dos maneras: mediante un discurso extenso y razonado, con suficientes anotaciones y notas a pie de página para demostrar lo que se afirma, cuando estamos ante alguien que, a pesar de estar errado, busca la verdad; o mediante una réplica contundente y mordaz cuando el objetivo del otro es silenciar o destruir la misma verdad. Es fundamental adaptar la respuesta al interlocutor: a quien busca sinceramente le resultará desagradable una respuesta sarcástica o cáustica, mientras que el mero antagonista ridiculizará cualquier argumentación bien fundada. En este artículo nos ocuparemos de este último tipo de interlocutores, ya que para ayudar a los primeros hacen falta bibliotecas enteras. Destruyamos, pues, algunas mentiras muy extendidas.
La primera es que la civilización europea o la raza blanca es responsable de todo el mal que existe actualmente. Cuando a uno le preguntan si siente culpa por ser blanco, mi respuesta siempre ha sido: «¿Y tú, sientes culpa por hacerme una pregunta tan estúpida?». Lo primero que hay que comprender es que la superioridad europea no fue fruto del ADN (y en esto, los woke y los neonazis piensan, inconscientemente, lo mismo) sino de una cultura fundada sobre una religión. Refiriéndose a la caída de Pekín en la Segunda Guerra del Opio, Dom Gueranger lo expresó muy bien en su Año Litúrgico:
En nuestros tiempos, la sola vista de un ejército cristiano, aunque compuesto de unos pocos miles de hombres, infundió terror en el corazón de un inmenso Imperio de Oriente: su Gobernante, que cuenta con cuatrocientos millones de súbditos y se llama a sí mismo el «Hijo del Imperio Celestial», fue tan vencido por el miedo que, sin ofrecer la más mínima resistencia, huyó de sus palacios y de su capital. Sí, ésta es la superioridad dada por el bautismo a las naciones cristianas; porque sería absurdo atribuir esta superioridad a nuestra civilización sin considerar que la misma civilización no es más que una consecuencia de aquel bautismo.
Esto puede parecer absurdo o extraño para los occidentales modernos, que han vivido un siglo y medio de secularización desde que el buen benedictino escribió esas palabras. Pero un ahijado mío, que es un indio converso del hinduismo, me escribió, estos comentarios sobre las civilizaciones de la India y de China, que son mucho más antiguas que la nuestra, pero que han tenido mucho menos impacto en el mundo en general:
La India que he conocido era esencialmente oscura. No tanto una oscuridad física como espiritual: el Gran Mogol tenía joyas en abundancia. Mi impresión es que era una antigua civilización -gloriosa, poderosa y oscura- que estaba completamente agotada. Una vez más, un agotamiento de tipo espiritual, que nunca fue físico. A la India, a China, a los grandes imperios de Oriente, nunca les faltó ni ocupaciones ni industria, pero me pregunto: ¿fueron sus ocupaciones alguna vez trabajo? ¿Su industria fue alguna vez industriosa? ¿Cómo se entiende su ajetreada actividad y al mismo tiempo su ciega desesperación? He buscado y buscado, pero no he logrado encontrar esa brillante chispa que ilumina el alma del hombre cristiano.
Para evitar que el europeo se sienta demasiado orgulloso de su superioridad espiritual, leamos lo que dice Hilaire Belloc:
Hemos llegado por fin, como resultado final de aquella catástrofe de hace trescientos años [la revuelta protestante], a un estado de la sociedad que no puede perdurar y a una disolución de las normas, a un derretirse del armazón espiritual que provoca que el cuerpo político fracase. Hombres de todo tipo sienten que intentar continuar por este camino interminable y cada vez más oscuro es como acumular deudas. Nos alejamos cada vez más de una solución. Nuestras diversas formas de conocimiento divergen cada vez más. La autoridad, el principio mismo de la vida, pierde su sentido, y este terrible edificio de la civilización que hemos heredado y en el que aún confiamos, tiembla y amenaza con derrumbarse. Es a todas luces inseguro. Puede caer en cualquier momento. Los que aún vivimos podemos ver su ruina. Pero la ruina, cuando llega, no es sólo algo repentino, sino también definitivo. En tal momento crucial persiste la verdad histórica: que esta nuestra estructura europea, construida sobre los nobles cimientos de la antigüedad clásica, se formó a través de, existe por, está en consonancia con y se mantendrá sólo en el molde de la Iglesia Católica. Europa volverá a la Fe o perecerá. La Fe es Europa. Y Europa es la Fe.
Dom Gueranger apunta en el mismo sentido:
Y nosotros, las naciones occidentales, si no volvemos al Señor nuestro Dios, ¿seremos perdonados? ¿Las compuertas de la venganza del cielo, el torrente de los nuevos vándalos, amenazarán siempre con irrumpir sobre nosotros pero nunca llegarán? ¿Dónde está el país de nuestra propia Europa que no se haya corrompido en su camino, como en los días de Noé? ¿Que no haya actuado contra el Señor y contra Su Cristo? ¿Que no haya clamado aquel viejo grito de rebelión: ¡Rompamos sus ataduras, alejemos de nosotros su yugo!? Bien podemos temer que se acerque el tiempo en que, a pesar de nuestra altanera confianza en nuestros medios, Cristo nuestro Señor, a quien el Padre ha dado todas las naciones, nos gobierne con vara de hierro y nos rompa en «pedazos como vasija de alfarero».
Estas dos últimas citas podrían tacharse de sombrías si se leen en el contexto actual. Pero Dom Gueranger nos da algo de consuelo:
«Si, más tarde, nuestra Europa es engañada por falsas teorías y rompe con la Iglesia; si esta amada Esposa de Jesús es traicionada y saqueada, calumniada y privada de sus derechos por aquellas mismas Naciones que ella había protegido durante tantas edades como la más amorosa de las Madres, no temas; el Espíritu Santo acrecentará sus glorias de alguna otra manera. Mirad sus obras actuales en la Iglesia. ¿De dónde proceden, si no de él, las crecientes vocaciones al ministerio apostólico? Por otra parte, mientras que las conversiones de la herejía son más numerosas que en cualquier período anterior, no hay un país infiel donde no se predique el Evangelio. Nuestro siglo ha tenido sus mártires por la Fe, ha oído a las autoridades de China y Cochín, como los procónsules de antaño, acusar a los cristianos; ha oído las sublimes respuestas, sugeridas por el Espíritu Santo a estos valientes confesores, tal y como Cristo había prometido. El Oriente más lejano produce sus elegidos, los negros de África son evangelizados y si los fieles se cuentan ya por millares a lo largo y ancho del mundo, floreciendo bajo una jerarquía de pastores legítimamente nombrados».
Si Europa muere, la fe no morirá con ella
Si Europa muere, la fe no morirá con ella.
De la gran mentira antieuropea fluyen muchas otras mentiras que es preciso refutar. La esclavitud, sin duda, fue algo terrible; pero aunque los europeos compraron, los africanos vendieron. La diáspora africana ha sido, durante la mayor parte de su historia desde la emancipación, una bendición para ellos mismos y para las tierras en las que se ha establecido, incluida la mía. Pero estar orgullosos de los logros de Europa por todo el mundo no es racismo; tampoco lo es, en mi propio país, el orgullo ancestral por parte de los descendientes de quienes lucharon en la «Causa Perdida» de la Confederación, lo cual no quiere decir que no pueda haber racismo entre algunos de ellos. Pero el suyo no es el profundo y generalizado racismo que asola la sociedad actual.
Los Estados Unidos de hoy luchan contra el racismo rampante entre los círculos gobernantes que consideran a las personas de color incapaces de lograr nada por sí mismas; es el racismo que se encuentra entre las personas que no saben o no se preocupan por el colapso de la clase media negra y, lo que es más importante, de la familia negra, durante las últimas seis décadas. Es la complacencia de la clase dirigente gubernamental, educativa y mediática ante la terrible realidad de que la principal causa de muerte entre los jóvenes negros son otros jóvenes negros. Esto no molesta lo más mínimo a nuestras élites, porque en el fondo de su corazón creen que los negros son incapaces de hacer otra cosa. Sin embargo, no se trata de una cuestión de ADN, sino de cultura, específicamente la cultura sin padres que nuestra clase dirigente ha supervisado desde que las leyes de Jim Crow fueron abolidas.
La situación en Europa tiene, por supuesto, diferencias. Aunque el racismo, a imitación de Estados Unidos, se ha convertido recientemente en un látigo con el que la élite flagela a sus súbditos, es el fascismo su arma preferida desde hace décadas. Todo lo que no les gusta lo bautizan automáticamente con la palabra que empieza por «F». En Austria, este uso es particularmente molesto (y también tiene un punto divertido), dada la historia del padre del establishment, Karl Renner: colaborador tanto de Hitler como de Stalin, Renner recibió el Anschluss con los brazos abiertos, exclamando: «¡Vosotros sois nacionalsocialistas, nosotros somos socialistas internacionales; somos hermanos!». Tenía razón; pero el estúpido discurso de hoy de una «dictadura negriparda» bajo los nazis es una absoluta mentira: fue una «dictadura rojiparda», si es que fue algo. La palabra que usan los historiadores izquierdistas para describir el régimen de Dollfuss, «austrofascismo», es una obra maestra de la propaganda más venenosa.
Dollfuss murió a manos de los nazis y Renner colaboró; hay una gran diferencia. Hoy en día, a aquellos grupos de individuos en Europa que expresan orgullo por el continente en su conjunto o por su país en particular se les llama fascistas, «ultraderecha» o cualquier otro término despectivo.
El problema es que, si bien la Iglesia perdurará hasta el fin de los tiempos, nada más tiene porqué perdurar, ni siquiera las élites gobernantes corruptas y dictatoriales. Las mentiras deben ser refutadas, pero si son la política de un gobierno, como mostró Orwell, no pueden durar para siempre. Las mentiras contadas por un grupo así provocan la generación de un profundo resentimiento. Si no se alivia diciendo la verdad, ese resentimiento algún día se lo llevará todo por delante.