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Una mujer en actitud de rechazo

Una mujer en actitud de rechazoPexels

El Debate de las Ideas

La actitud de Matatías

P.Benedict Kiely, publicado originalmente en The European Conservative como versión abreviada de la intervención en la «National Conservatism Conference» que tuvo lugar el pasado 17 de abril de 2024 en Bruselas.

Recientemente el Parlamento Europeo ha aprobado por amplia mayoría que el denominado «derecho al aborto» figure en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Un profeta, escribió Monseñor Knox, ve los «males del momento con mirada clara». Llamar «derecho fundamental» al derecho a asesinar a nuestros no nacidos es un mal, y cualquier país o continente que consagre tal derecho no sobrevivirá. Dios no es sólo un Dios de misericordia, sino también un Dios de justicia.

Me han pedido que hable de 'Fe y familia en crisis', y ¿quién puede negarlo? Sólo aquellos deliberadamente ciegos, los ignorantes o los que ansían esta crisis y la fomentan activamente. No pretendo dar una lista interminable de ejemplos de lo que ha venido sucediendo en los últimos cien años, más o menos, y ha generado esta crisis que se está ahora acelerando. Si abordo ciertas cuestiones es para desafiarnos a todos los que nos llamamos conservadores, pero muy especialmente a los cristianos, a combatir la buena batalla con todas nuestras fuerzas.

Sabemos por la Biblia que, además de ser un momento de destrucción, la palabra «crisis» también puede significar un momento de oportunidad. Etimológicamente, la palabra procede de la raíz griega que significa «punto de inflexión en una enfermedad»: se puede empeorar mucho o mejorar mucho. Más tarde se convirtió en la palabra que designa un «momento de decisión». Los pacientes, en este caso tanto la fe como la familia, están muy enfermos; y de hecho son inseparables en su enfermedad. Cuando la fe está enferma, inevitablemente sufre la familia, y viceversa.

La familia

Entrelazados como están, echemos primero un vistazo al paciente enfermo llamado familia, examinemos algunos de los signos de la dolencia que padece y propongamos alguna medicación que saque al paciente de este momento de crisis. Por supuesto, en todas estas propuestas debemos tener presente la virtud de la humildad, reconociendo que el tiempo, bien administrado, puede ser el gran sanador. Un conservador y un católico saben que nada bueno sucede con rapidez, especialmente cuando se trata de reconstruir una cultura cristiana prácticamente destruida. A menudo pienso, cuando examino Occidente, en lo que debió sentir San Agustín sentado en su diócesis de Hipona, en la actual Argelia, viendo cómo los bárbaros destruían todo lo que parecía civilizado. En una visión menos elevada, recuerdo la escena de El planeta de los simios –la vieja y buena versión de Charlton Heston– en la que, justo al final, las ruinas de la América del siglo XX aparecen enterradas bajo la arena y Heston casi se desespera: somos, en cierto modo, tanto San Agustín como Charlton Heston, con mucho trabajo por hacer, en la fe y la esperanza.

Chesterton, el apóstol del sentido común, llamó a la familia «la única institución anarquista». Dijo que es anarquista porque «es más antigua que la ley y está fuera del Estado». La familia, como sabemos los que creemos en su origen divino, procede de la obra directa de la creación de Dios: «varón y mujer los creó», creados ambos a su imagen. Todo lo que ataca la familia –la ley, el Estado, la cultura– ataca en última instancia tanto la voluntad de Dios como la dignidad intrínseca (aunque quizá no infinita) de la persona humana hecha a imagen de Dios y redimida y dotada de una dignidad aún mayor en la Persona de Jesucristo.

Chesterton también dijo que «la verdad es que sólo los hombres para quienes la familia es sagrada tendrán siempre un estándar o un estatus para criticar al Estado». Esto es muy importante y nuestra primera propuesta positiva es que la familia es sagrada. No es necesario enumerar todas las formas en que sabemos que el paciente «familia» está en crisis para saber que, ante todo, lo está por culpa de quienes no creen en su origen divino y que, por lo tanto, no la consideran sagrada y, en consecuencia, están decididos a manipularla, ya sea con fines supuestamente buenos (pero falsos) o con fines mucho más oscuros.

El «Estado totalitario –y quizás el Estado moderno en general– no se conforma con la obediencia pasiva; exige la plena cooperación desde la cuna hasta la tumba». No son palabras mías, sino del gran historiador católico Christoper Dawson, escritas hace muchos años. ¡Qué clarividente y qué profético! Tenía en mente, por supuesto, los horrores del nazismo y del comunismo, pero fue realmente perspicaz cuando habló del «Estado moderno en general». Vemos hoy la creciente influencia del Estado en todos los ámbitos de la vida familiar, desde la cuna hasta la tumba. No es que la ley o el Estado no tengan su lugar, pero éste debe ser estrictamente limitado y su actual extralimitación, revertida. «Si los individuos tienen alguna esperanza de proteger su libertad, entonces deben proteger su vida familiar»: otra vez la sabiduría de Gilbert. Tenemos que estar en primera línea para defender lo que extrañamente se llama la «familia tradicional». El Estado debe actuar (con apoyo gubernamental al matrimonio y a los hijos, por ejemplo, como en Hungría), pero debe haber en primer lugar una enérgica defensa del carácter sagrado de la familia, resistiéndonos al espíritu de derrota.

Esto nos lleva a la segunda área en la que podemos contraatacar y defender a la familia. Una vez más, Dawson escribió algo profundo, cierto y obvio, aunque a menudo descuidado por la Iglesia y por quienes dicen defender a la familia: «La educación laica universal es un instrumento infalible para la secularización de la cultura». Los comunistas lo sabían; cualquier persona con dos dedos de frente lo sabe. Vemos la evidencia a nuestro alrededor. Es un síntoma de la enfermedad del paciente. Es algo deliberado, intencionado y muy exitoso. La educación cristiana clásica es el antídoto y a esta causa deberían destinarse ingentes recursos, especialmente de la Iglesia, pero también de cualquier persona consciente. Los padres tienen derecho a educar a sus hijos; los padres tienen derecho a resistirse al adoctrinamiento de sus hijos; los padres, incluso con el apoyo del Estado, tienen derecho a enviar a sus hijos a las escuelas de su elección; o, y esto es muy importante en Europa, ya que el Estado sigue intentando eliminar este derecho, los padres tienen derecho a educar a sus hijos en casa.

La cultura

Estrechamente vinculada a la educación, pero también parte de la intersección de la crisis tanto de la fe como de la familia, está la cultura. Conocemos la etimología de esta palabra. Dawson escribe que «el desafío del secularismo debe afrontarse en el plano cultural, si es que ha de afrontarse... de lo contrario, los cristianos serán expulsados, no sólo de la cultura moderna, sino de la existencia física». Bienvenidos a Occidente.

Escribe Dawson: «Ahora bien, el mundo cristiano del pasado estaba excepcionalmente bien provisto de vías de acceso a las realidades espirituales. La cultura cristiana era esencialmente una cultura sacramental que encarnaba la verdad religiosa en formas visibles y palpables: el arte y la arquitectura, la música y la poesía y el teatro, la filosofía y la historia se utilizaban como canales para la comunicación de la verdad religiosa. Hoy en día estos canales han sido cerrados por la incredulidad o ahogados por la ignorancia».

Evidentemente esto es, primaria y principalmente, tarea de los laicos, pero es esencial el aliento y el compromiso de los sacerdotes y, en particular, de la jerarquía. La redención o recuperación de la cultura es obra de la belleza, la verdad y la bondad. Esto no es diletantismo ni esteticismo; es parte del remedio a la crisis de fe y de familia. En su momento yo mismo conseguí pasar seis años en el seminario sin un solo curso sobre arte, música, arquitectura sagrada o cualquier otro aspecto de la cultura. Necesitamos sacerdotes que se preocupen más por Gaudí que por el golf y que crean y promuevan fervientemente en la Iglesia la belleza en todas sus formas. Dawson dice que, dado que la cultura es ahora postcristiana, tenemos lo que él llama una «doble tarea»: recuperar nuestra propia herencia cultural y comunicarla a un «mundo subreligioso o neopagano». Esa recuperación forma parte, sin duda, de la labor de la Iglesia institucional; es positiva y apasionante, y debe considerarse de vital importancia.

De forma similar, la comunicación de esa cultura cristiana clásica es también tarea de la Iglesia, una de las razones por las que San Juan Pablo II escribió su hermosa carta a los artistas. Es, como se ha dicho, principalmente obra de los laicos, apoyados por la Iglesia. Se está haciendo y debo decir que mucho mejor en Estados Unidos que en Europa. Cuesta dinero, pero no podemos escatimar en la restauración de la cultura cristiana. Acabo de estar en Florida visitando una parroquia que acaba de construir una nueva iglesia, muy bonita y con un coste elevado. Pero la belleza es una herramienta mucho más evangelizadora que las presentaciones de PowerPoint o los programas parroquiales. Dawson afirma que la segunda tarea -la comunicación de nuestra herencia cultural restaurada- no es tan difícil como pensamos porque, dice, «la gente es cada vez más consciente de que algo falta en su cultura».

Escuchamos aquí un eco de las palabras de Walker Percy, que decía que, en algún momento, los jóvenes llegarían a estar tan hartos de la cultura que les rodea que vendrían a la Iglesia. Más vale que tengamos entonces algo para ellos, y parte de la crisis de la fe es no ver que en la liturgia, antigua y moderna, la belleza debe cautivar antes de convertir. Benedicto XVI escribió que «los cristianos no deben quedar satisfechos con demasiada facilidad. Deben hacer de la Iglesia un lugar en el que la belleza (y, por tanto, la verdad) se encuentre como en casa. Sin esto, el mundo se convertirá en el primer círculo del Infierno». En la medida en que la belleza, y por tanto la verdad, no se encuentra como en casa en la Iglesia, la fe está en crisis.

El ser humano

Pasemos ahora al último ámbito en el que confluyen las dolencias de la fe y de la familia y donde, tal vez, la crisis, el momento de recuperación o de destrucción, sea más aguda: el significado mismo de lo que significa ser humano.

Hace seis años, en la reseña de un libro en la revista First Things, el teólogo de Cambridge Richard Rex nos dio la explicación perfecta por la que hoy estamos debatiendo esta cuestión. Rex decía, con razón, que, hasta ahora, en la vida de la Iglesia y, por tanto, del cristianismo, ha habido tres crisis, momentos críticos. La primera crisis, abordada a lo largo de un par de siglos, fue la pregunta «¿Qué o quién es Dios?», a la que respondieron los Concilios Ecuménicos, en particular Nicea y Calcedonia. La segunda crisis, provocada por la catástrofe conocida como la Reforma, fue la pregunta «¿Qué es la Iglesia?». Rex escribió que ahora estamos viviendo la tercera gran crisis en la vida del cristianismo: «¿Qué es el hombre?» Y en esta ocasión no se trata de una crisis para cuya solución podamos esperar siglos: la supervivencia de la raza humana depende de ello.

Benedicto XVI escribió que el Estado moderno en Occidente, con su «manipulación radical del hombre y la distorsión de los sexos a través de la ideología de género... se opone al cristianismo de modo particular». Rex escribe que en toda una serie de cuestiones (aborto, fecundación in vitro, eutanasia, por no hablar de la sexualidad humana) la sociedad occidental está «avanzando en una dirección muy diferente a la del catolicismo… el nuevo consenso moral -dice- es totalmente irreconciliable con el catolicismo». Se trata, en efecto, de una crisis de fe y de familia, y es extremadamente grave. ¿Por qué? Benedicto dice que la modernidad, que se considera independiente de la verdad, «hace del hombre su propio creador y discute el don original de la creación... y manifiesta una voluntad de recrear el mundo contraria a su verdad». Esto, dice, «conduce necesariamente a la intolerancia».

Se trata, diría yo, de una forma bastante suave de decirlo. Conducirá, y ya ha conducido, a la cancelación, la pérdida de empleo, el encarcelamiento y, quizás en el futuro, cosas aún peores. Los cristianos, que defienden la doctrina de la Iglesia sobre la creación humana, la distinción de sexos y el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, son ya el equivalente de los dhimmis en el mundo musulmán. Rex los llama «grupos subalternos» que, dice, «aprenden cuál es su posición en la sociedad». ¿Cuántos médicos, enfermeras y profesores cristianos están ya ahora en esos «grupos subalternos»? Aprende cuál es tu lugar, sigue la corriente, no hables y, sobre todo, no lleves tu fe al espacio público. Esta crisis exige que la Iglesia sea sólida en su defensa del plan de Dios para la humanidad, pero es a nosotros a quienes se nos exige que actuemos ante esta corrupción demoníaca de la persona humana y de su vocación como hija de Dios.

En tiempos de confusión, como escribió Michael O'Brien hace muchos años, necesitamos claridad por parte de la Iglesia. Esta crisis necesita una predicación y una enseñanza sólidas, vigorosas y alegres. El mensaje de la Iglesia es un mensaje de esperanza para una cultura que aísla y confunde. La Iglesia que se casa con el espíritu de la época, como dijo Ralph Inge, será viuda cuando llegue la siguiente época. No es que no tenga que casarse, es que la Iglesia no debe coquetear con el espíritu de la época ni comprometerse en devaneos vanos con ese espíritu, para no ser engañada por un espíritu que no le será fiel.

Poco antes de morir, el Papa emérito Benedicto escribió algo extraordinario. Fijándose en la historia en el Antiguo Testamento de los Macabeos, aquellos fieles judíos que se negaron a rechazar su identidad y su fidelidad al Dios de sus antepasados, Benedicto se fijaba en la figura de Matatías, que prefiere morir antes que obedecer a la mentira. Benedicto escribe, y estas son, en mi opinión, palabras impactantes: «La actitud de Matatías, que dijo «no obedeceremos las palabras del rey» es la de los cristianos». Y entre paréntesis, junto a «no obedecer las palabras del rey», escribió: «la legislación moderna».

Vivimos tiempos apostólicos. La fe y las familias que vivían de acuerdo a ella cambiaron la cultura y crearon la civilización cristiana en el pasado. La fe, testimoniada por una predicación y una vida fervientes, les decía a hombres y mujeres, a los pobres, a los oprimidos, a las prostitutas y a los esclavos, que eran hijos e hijas de Dios. Las familias vivían esa fe, transformando una cultura de muerte por una cultura de vida. Eran una minoría creativa con un mensaje de esperanza. Dios, escribió el Cardenal Mueller, es el «origen y el fin de los seres humanos. Él mismo es el fin de nuestra búsqueda infinita de verdad y felicidad. Cuando olvidamos a Dios, perdemos nuestro verdadero ser». Predicarlo y vivirlo hace de esta crisis una oportunidad.

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