Burroughs el Destructor
En la clasificación de los más vendidos de Amazon, Burroughs siempre aparece a la cola de «Ficción clásica» y de «Ficción literaria», pero a cambio es habitual encontrarle en el top cien de «Historia alternativa de ciencia ficción»
La escritora Mariana Enríquez dijo una vez en una entrevista muy circulada por Instagram que era «recontra fan» de la literatura de William S. Burroughs, pero que la persona no le interesaba para nada. Separar vida y obra es siempre la mejor y más sana de las opciones; con Burroughs, es la única posible.
Fue drogadicto durante quince años –en Burroughs se prueba que se puede ser conservador y drogadicto–. La droga –contado por él mismo en la introducción de El almuerzo desnudo– la fumó, la comió, la aspiró, se la inyectó en vena-piel-músculo y se la introdujo en supositorios rectales –¿hay supositorios no rectales?–. Porque la droga «tanto da que la aspires, la fumes, la comas o te la metas por el culo, el resultado es el mismo: adicción».
En la clasificación de los más vendidos de Amazon, Burroughs siempre aparece a la cola de «Ficción clásica» y de «Ficción literaria», pero a cambio es habitual encontrarle en el top cien de «Historia alternativa de ciencia ficción», una categoría que nadie sabe que existe y que sin duda crearon para él.
La influencia de Burroughs es contagiosa. Un usuario de la misma plataforma comenta que su libro «queer» «es muy malo. […] Cuando terminé de leerlo lo rompí». Fueron muchas las cosas que el escritor rompió, en sentido figurativo y literal.
En ese mismo libro confesó lo inconfesable: «nunca me hubiera convertido en escritor de no haber sido por la muerte de Joan» –Joan Vollmer, su segunda esposa, musa de la generación Beat–, un comentario de apariencia candorosa, pero escalofriante para el que conoce los hechos: Burroughs mató a su mujer de un tiro en la cabeza durante una fiesta con amigos; ambos borrachos y colocados, eso seguro; quizá jugando a Guillermo Tell para entretener a la concurrencia, un vaso sobre la cabeza de Joan y William pistola en mano a dos metros.
Ocurrió en Ciudad de México, donde se refugió tras las acusaciones de tráfico de drogas que planeaban sobre él en Estados Unidos. Apenas pasó un par de semanas detenido. Lo que tardó su hermano en llegar y sacarle bajo fianza y soborno –el abuelo había inventado en 1885 la primera calculadora impresora y su fabricación proporcionó grandes caudales a la familia–. Volvió a Nueva Orleans y nunca llegó a ingresar en prisión por el homicidio.
De esta y otras destrucciones se jactó en vida. Por ejemplo, en el relato corto El dedo ficcionará lo que convino en llamar su «momento Van Gogh». A despecho de la frialdad con que le trataba Jack Anderson, un prostituto «queer» del que se enamoró y con el que se obsesionó, compró unas tijeras y se cortó el dedo meñique para impresionarle.