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Catherine Pakaluk

El Debate de las Ideas

Mujeres contra la escasez de nacimientos: una entrevista con Catherine Pakaluk

La autora es socióloga y madre de ocho hijos y decidió investigar por qué el antinatalismo se ha convertido en la norma

Hasta que leí el nuevo y fascinante libro de Catherine Pakaluk, Hannah’s Children: The Women Quietly Defying the Birth Dearth, ignoraba que había crecido en lo que hoy se considera una «familia numerosa». Soy el mayor de cinco hermanos, pero mi padre procedía de una familia de once y mi madre de una de siete. En las comunidades protestantes rurales donde me crie, una familia de cinco hijos se consideraba «media» más que «numerosa». Pero ese tipo de comunidades son consideradas por muchos ahora como una aberración social. Con la excepción de unos pocos focos religiosos, la tasa de natalidad se está desplomando en todos los países occidentales.

Pakaluk, socióloga y madre de ocho hijos, decidió investigar por qué, a medida que las familias pequeñas, las «DINK» (dual income, no kids) y el antinatalismo se convierten en la norma, alrededor del 5 % de las mujeres estadounidenses deciden tener cinco o más hijos. Pakaluk viajó por todo el país y entrevistó a 55 madres con estudios universitarios y familias numerosas para preguntarles por qué habían decidido tener hijos y por qué habían decidido tener más de lo habitual. Pakaluk también da pistas sobre por qué, a pesar de los esfuerzos de algunos gobiernos en pro de políticas natalistas, ninguno ha conseguido elevar la tasa de natalidad hasta el nivel de reemplazo.

Catherine Pakaluk accedió amablemente a una entrevista sobre quiénes son estas madres, qué las motiva y qué enseñanzas nos ofrecen para el futuro de Occidente:

–¿Qué te llevó a embarcarte en este proyecto?

–La convergencia mundial hacia un bajo número de nacimientos durante la vida de una mujer (menos de 2,1 por mujer) es un hecho irrefutable de la demografía moderna. Ocurre en países con generosas ayudas públicas a las familias y en países sin ellas, en países ricos y en países pobres. Se avecinan crisis fiscales para las naciones que pagan las prestaciones prometidas a su población de mayor edad mientras que recurren a un número cada vez menor de trabajadores jóvenes. Los países tendrán que acoger (y gestionar) los crecientes flujos de inmigrantes para evitar el estancamiento económico. Resolver el «problema» de la baja natalidad es la cuestión más acuciante para el Estado moderno.

Empecé a interesarme por la economía en la universidad; había trabajado antes en la investigación del SIDA en los Institutos Nacionales de Salud. Allí conocí a investigadores brillantes que veían con aprobación el esperado efecto despoblador del sida en África. Esto, en cierto modo, me radicalizó. Me hizo ser consciente sobre la incapacidad de tantos «expertos» para emitir juicios acertados. También me hizo plantearme grandes preguntas sobre la población, la carga de morbilidad y las causas de la prosperidad. Así que abandoné la investigación en medicina y salud pública para cursar estudios de doctorado en economía en la Universidad de Harvard. Pronto aprendí que el dogma de la superpoblación era totalmente infundado. La verdad era que las tasas de natalidad ya eran peligrosamente bajas en la década de 1990 y lo habían sido desde hacía años.

Durante mis estudios de posgrado conocí a Michael, mi marido, y me casé con él. Tuvimos varios hijos que fueron una gran alegría para nosotros. Y llegamos a conocer a muchas otras personas como nosotros, ya que las familias numerosas tienden a encontrarse. Mis experiencias profesionales y personales no podían ser más opuestas. Conocí a economistas, demógrafos y políticos de élite que estaban perplejos ante un mundo en el que las tasas de natalidad se desplomaban. Pero conocí también a muchas familias que estaban teniendo hijos y llevándole la contraria a lo que parecía la norma no escrita. Se me ocurrió una pregunta natural: ¿podría el estudio de las familias con tasas de natalidad más altas arrojar luz sobre las familias con tasas de natalidad más bajas? Me convencí de que esa idea tenía fundamento.

He aquí el motivo. Si se pregunta a un alcohólico qué necesita para dejar de beber, algunos de ellos dirán que necesitan más dinero y que cuando sus condiciones económicas sean mejores dejarán de beber; otros dirán que necesitan más apoyo de su familia, y así con otras excusas. En cambio, si preguntas a alcohólicos que han abandonado la bebida las respuestas son totalmente diferentes y no se parecen en nada a lo que dicen los alcohólicos. Las personas que han superado su alcoholismo dicen que tuvieron que tomar una decisión, una determinación drástica, confiar en un alguien y encontrar a personas que les exigían cumplir lo prometido. Para vencer al alcoholismo se necesitan las estrategias de las que hablan los sanos, no las de los enfermos. Lo mismo ocurre con la obesidad: imagínense intentar ayudar a las personas con sobrepeso sin una comprensión clara de los hábitos de dieta y de ejercicio de las personas sanas.

Nuestra aversión a hacer juicios normativos hace que nos sea difícil decir la verdad: el colapso de las tasas de natalidad es una disfunción, un estado de enfermedad; deberíamos consultar urgentemente a las personas que han escapado a este resultado y deberíamos introducir sus puntos de vista en la conversación sobre el descenso de la natalidad.

–¿Consideras que existe una correlación consistente entre las creencias religiosas y tener familias numerosas?

–Sí, pero también no. Me explico. Obviamente, la mayoría de la gente, incluso en un mundo que se seculariza rápidamente, sigue profesando alguna creencia religiosa. Pero no todas las personas que creen en Dios tienen familias numerosas. Así que tenemos que indagar en la naturaleza de las creencias religiosas. ¿Qué tipo de religión está correlacionada con tener hijos?

En mis entrevistas aprendí que las familias numerosas surgen cuando las personas valoran mucho el ser padres en comparación con otras cosas. Tienden a estar motivados por la convicción de que tener un hijo vale más que cualquier otra cosa que puedan hacer con su tiempo, talento o dinero. Para la mayoría de las personas con las que hablé (el 98%) esa convicción procedía de una fe profundamente bíblica: creían que el primer mandamiento de Dios, «creced y multiplicaos» era inseparable de la Providencia de Dios. No sólo en el sentido de que Dios proveería en caso de tener más hijos, sino más fundamentalmente en que los hijos son una expresión de la bondad de Dios y de su plan. Los hijos son bendiciones. Esta convicción tenía diversas manifestaciones: algunos tenían tantos hijos como podían, otros adoptaban un enfoque más prudencial, esperando a ver cuál era el mejor momento. Pero en general, veían su fertilidad como un don, y «no pones un don en una estantería», como me dijo una de las mujeres entrevistadas.

El tipo de religión que se correlaciona con tener familias numerosas es el tipo de religión con un contenido muy específico en relación con los hijos: un contenido que valora la santidad de la vida por encima de la calidad de vida. Acoger a un niño siempre es bueno. Los hijos son la finalidad del matrimonio. Nuestros matrimonios y nuestras vidas adultas deberían organizarse para tener y criar bien a nuestros hijos. Si encuentras una comunidad religiosa que habla vagamente o que guarda silencio sobre el valor de los hijos, una comunidad que pone muchas condiciones para el momento adecuado de tener un hijo, una comunidad que guarda silencio sobre el significado del matrimonio y la procreación en el plan de Dios, entonces no será una religión en la que abunden las familias numerosas.

–En tu investigación, ¿has descubierto que exista un estilo de vida típico de las familias numerosas?

–En realidad, ¡no! Por supuesto que las mujeres de mi estudio se parecían entre sí en que daban prioridad a los hijos por encima de otros aspectos: cosas importantes y buenas a menudo pasaban a un segundo plano ante la posibilidad de tener otro hijo. Así que, en este sentido, podría decirse que la maternidad se convierte en un «estilo de vida», y no sólo durante una breve «temporada de la vida», como lo es para la mayoría de las mujeres hoy en día.

Pero en lo que se refiere a las cosas externas, las mujeres y familias de mi estudio muestran una increíble diversidad: las madres trabajaban a tiempo completo, a tiempo parcial o no trabajaban fuera de casa; los niños hacían homeschooling o asistían a escuelas públicas o privadas; las madres y los padres eran profesionales muy bien pagados (ingenieros, abogados, contables), trabajadores con ingresos medios (fontaneros, obreros de plataformas petrolíferas, músicos) y, en algunos casos, incluso estudiantes; algunos vivían en zonas aisladas, otros en grandes suburbios metropolitanos. Algunas familias vivían en los lugares más caros de Estados Unidos y poseían casas valoradas en varios millones; otras residían en zonas de bajos ingresos y vivían al día.

Dos cosas me llamaron la atención en relación con el estilo de vida. En primer lugar, una cierta actitud hacia el ahorro. Tanto las madres más ricas como las menos pudientes hablaban de las alegrías de la infancia que no cuestan dinero, de la bondad de reutilizar, de compartir cosas. Y coincidían en que, al tener hermanos, sus hijos no necesitaban tantas cosas. «Se tienen los unos a los otros», dijo una madre, «y eso es muchísimo».

Un segundo rasgo común de ese estilo de vida era la aparente ausencia de lo que ahora llamamos «crianza helicóptero». Las madres delegaban responsabilidades de forma muy natural (y deliberada) y daban independencia a los hijos mayores que participaban en el cuidado de los más pequeños. También insistían en una conexión entre las responsabilidades y la felicidad, señalando que cuando los niños, incluso los relativamente pequeños, asumen tareas de cuidado de los más pequeños, saben que tienen un propósito y que marcan la diferencia. Escuché historias en este sentido en casi todas las entrevistas.

–A menudo, en conversaciones con otras personas laicas, les oigo decir aquello de «yo nunca podría tener más de uno o dos hijos» o «no puedo imaginarme tener tantos hijos». Cada vez me doy más cuenta de que lo dicen literalmente: que proceden de familias pequeñas (a menudo de un solo hijo) y que, sencillamente, no creen que sea posible formar una familia numerosa. En Gritos primigenios. Cómo la revolución sexual creó las políticas de identidad (Rialp), Mary Eberstadt describe cómo la reducción/ruptura de las familias ha provocado la ruptura del aprendizaje familiar. ¿Crees que muchas personas no creen que sea posible criar a más de uno o dos hijos porque no lo han visto?

–¡Sí!, creo que esta idea es muy acertada. Una madre contó que estaba en el parque con sus (muchos) hijos. Otra madre con su hijo se le acercó, tímidamente, y le dijo: «¿Puedo preguntarle cuántos hijos tiene?». La madre de mi estudio contestó que su familia era numerosa: si no recuerdo mal, tenía nueve o diez. La mujer la miró y dijo sin comprender: «¿Pero cómo lo haces?».

Creo que la falta de exposición a la vida familiar se autoperpetúa de maneras profundas. En primer lugar, como dices, la gente no sabe que es posible porque no lo ha visto. Pero en segundo lugar, y lo que es más importante, ni siquiera saben que los niños son algo deseable. ¿Y cómo van a saberlo? En una familia con dos hijos separados por un par de años, ninguno de ellos recordará haber tenido un bebé o un niño pequeño en casa. De adolescentes, cuando empiecen a formarse su visión de las cosas, no cogerán en brazos ni mecerán a un bebé, no le cambiarán el pañal, no jugarán a pelota ni recibirán el asombroso cariño y afecto que puede dar un hermano menor. No aprenderán que los bebés y los niños pequeños «proporcionan su propia terapia». No sabrán que puedes soportar las dificultades de criar niños con gran entusiasmo cuando un pequeño se ha convertido en tu «posesión» más preciada.

La buena noticia es que muchas de las madres de mi estudio no habían conocido las bondades de una familia numerosa. Pero gracias a algún acontecimiento de su vida, una conversión religiosa, una historia matrimonial o simplemente la reacción a una infancia solitaria, decidieron tener varios hijos. Esas madres relataron haber aprendido mucho con la práctica y muchas nos hablaron de entrañables mentores y amigos que les ayudaron a descubrir su potencial interior para ser madres de muchos. En mi opinión, merece la pena insistir en esto: si estamos hechos para tener hijos, la habilidad para ser padres es recuperable en el corazón humano.

–En los últimos meses, han aparecido diversos informes indicando que las tasas de natalidad en los países desarrollados siguen cayendo en picado, incluso en países donde hay muchas ayudas públicas y se incentiva tener hijos. En tu opinión, ¿a qué se debe este descenso demográfico?

–Cierto. No creo que el declive se deba a una falta de apoyo social en el sentido de incentivos estatales, aunque creo que las consecuencias no deseadas de varios programas estatales han creado obstáculos a la formación de familias. No, tenemos que adoptar una perspectiva más amplia para descubrir el origen de la situación presente. La vida moderna ha asestado al menos dos golpes críticos al valor económico de los hijos para un hogar: la erosión de su valor laboral a medida que el lugar de producción se desplazaba fuera del hogar y la socialización de su valor para proporcionar apoyo a la vejez. En lugar de que los hijos de una sola familia mantengan a los adultos mayores de una sola familia, el apoyo socializado a la vejez requiere que los hijos de cualquier familia mantengan a los adultos de todas las familias. Como resultado, tener hijos es menos valioso económicamente para cualquier familia: no contribuyen a sus ingresos ahora y no contribuyen a tu pensión más adelante.

Junto a esta pérdida de valor económico, la revolución anticonceptiva del siglo XX trajo nuevas oportunidades para que las mujeres accedieran a profesiones sin renunciar al matrimonio. Desde el punto de vista del cálculo de tener hijos, significó que el coste de oportunidad de tener hijos aumentó rápidamente, tanto en términos de ingresos no percibidos, como en términos de la reputación y la satisfacción que conlleva (algún) trabajo fuera del hogar. Sabemos que la píldora tuvo un impacto causal y negativo en la fertilidad conyugal.

En conjunto, llevamos unos 150 años de disminución de la racionalidad económica para tener hijos, para la unidad doméstica. Ahora bien, las razones económicas no son las únicas para tener hijos, aunque muchos de nosotros hacemos lo correcto cuando aún no somos tan virtuosos (¡sobre todo cuando somos jóvenes!) sólo porque la lógica es ineludible. ¿Para qué trabajar? ¿Para adquirir las virtudes del trabajo? ¿Por ese noble propósito? No, la mayoría de la gente busca un trabajo porque tiene que hacerlo. Más tarde, gracias a nuestra laboriosidad, a la reflexión y a la gracia, podemos descubrir las recompensas intrínsecas del trabajo.

Así que, yendo a lo esencial, yo veo el descenso de las tasas de natalidad como una historia sobre la erosión del valor económico a través de la industrialización, la escolarización no doméstica y los planes de pensiones socializados, y el aumento de los costes de oportunidad para las mujeres. En resumen: el valor bajó, el coste subió y la fecundidad disminuyó en ausencia de una razón no económica de peso para tener hijos. Así es como yo entiendo el que las mujeres con una intensa fe bíblica no hayan entrado en esta dinámica: tienen una razón de peso que supera los nuevos cálculos para optar por la maternidad.

–¿Hay algo que te sorprendiera realmente al escribir este libro?

–¡Sí! Tantas cosas... compartiré sólo una aquí. Fue el descubrimiento de que mujeres de tradiciones religiosas muy diversas (judías, mormonas, católicas, evangélicas, baptistas) habían llegado a «razones del corazón» comunes para tener hijos confiando en la providencia de Dios todopoderoso. Estas mujeres tenían diferentes credos y diferentes creencias sobre el control de la natalidad. Lo que las unía era una actitud de fondo: los hijos son bendiciones y Dios recompensa nuestros sacrificios con una retribución sin igual.