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Gabriel Albiac
Gabriel Albiac

Carta de un viejo catedrático al último socialdemócrata… Si es que aún vive

«Lo que nunca se me pasó por la cabeza es que el calificativo 'socialdemócrata' fuera a quedar tan deprisa desechado. A los viejos del PASOC los barrieron sin la menor clemencia sus herederos sevillanos»

Actualizada 04:30

Felipe González y Olof Palme durante la visita del primero a Suecia en 1985

Felipe González y Olof Palme durante la visita del primero a Suecia en 1985EFE

Querido, de verdad querido, último socialdemócrata… Si es que aún andas vivo… A nuestra edad, ya sabes, eso es siempre dudoso: uno pierde de vista un nombre, en los meandros de este torrente caótico al que llamamos vida, y ya no sabe casi nunca si sigue o si se ha ido.

Sé que en algún momento nos cruzó el vendaval del tiempo. Pudo ser en aquel París de 1972, en el que los últimos de la generación de nuestros padres seguían arrastrando una derrota vieja de treinta y tres años, y mantenían en alto los emblemas de una fe que, en lo más hondo, sabían irrecuperable y que, a nosotros, que, más que de nuestros padres, éramos hijos del desorden sin genealogías que vino del 68, a nosotros que éramos huérfanos políticos, nos imponían una melancolía que, con la mayor torpeza, enmascarábamos de desprecio.

Hacia su propio abismo

Eran los viejos socialdemócratas del gobierno republicano en el exilio. Vivían una pobreza digna y, pensaba yo ya entonces, que por completo exenta de esperanza. Mantenían, sin embargo, los símbolos, los emblemas, las dignas regularidades. No porque fantaseasen que conducirían a nada. Se sabían condenados a extinguirse en el exilio, y el último de sus lujos era ya morir exactamente igual que vivieron: dignamente. Su exilio era metafísico mucho más que político; más que a una apuesta ética, se habían anclado a una teología inaccesible: la del retorno al tiempo que inventaban al añorarlo. Caminaban serenos hacia su propio abismo. Y esa serenidad, y ese saberse sin mañana, los hacía grandes.

Yo, que tenía en aquel tiempo 22 años, no supe entender a los viejos socialdemócratas del exilio. Hoy sé que me equivocaba. Pero, ¿quién podría a los veintipocos entender que solo la apuesta por la derrota tiene valor estético, esto es, envergadura verdadera? Ellos tenían entonces la edad que ahora tú y yo tenemos. Podemos comprenderlos. Tú, que perseveraste en aquella Iglesia sin paraísos que es la socialdemocracia clásica. Yo, porque, al cabo de este medio siglo, no he vuelto a conocer en otra gente española aquel simultáneo amor de la política y odio del enriquecimiento.

Felipe González y su cuadrilla sevillana los ejecutaron el 13 de octubre de 1974 en Suresnes. Con la inestimable ayuda política del Departamento de Estado norteamericano, el dinero de Willy Brandt y el sustento moral del más inmoral de los políticos franceses del siglo XX, François Mitterrand. Algunos de aquellos viejos cedieron. Y fueron envilecidos con un carguito bien pagado por sus jóvenes liquidadores. Nada cabe reprocharles: querían morir en España, al menos, ya que vivir les había sido vetado. Otros se anclaron definitivamente en un incorruptible exilio que era muerte anticipada.

«Hipercorrupto»

Recuerdo haber acompañado a mi padre a alguna de sus entrevistas parisinas con sus viejos compañeros. Él era un viejo militar, cuya pena de muerte no llegó a ejecutarse en 1939. Nunca hablaba de sus años de cárcel. Por aquel inicio de los años setenta, los de nuestra edad veíamos a aquellos venerables abuelos como reliquias de un tiempo que había caducado. Admitíamos que, después del franquismo, en el caso de que hubiera un después del franquismo, en España se asentaría una hegemónica Democracia Cristiana, cuyo germen creíamos ver en el entorno de Ruiz Jiménez. Y, si alguna vez, barruntábamos que pudiera reaparecer alguna forma de socialismo, la dibujábamos más bien bajo los rasgos del grupúsculo hipercorrupto de Bettino Craxi en Italia. Acertamos al cien por cien en lo de «hipercorrupto», pero no teníamos ni pajolera idea de lo que puede hacer una inversión de dinero lo suficientemente alta con una banda de pícaros avispados.

Felipe González y Alfonso Guerra en el Congreso a finales de los 70

Felipe González y Alfonso Guerra en el Congreso a finales de los 70©RADIALPRESS

Lo que nunca se me pasó por la cabeza es que el calificativo «socialdemócrata» fuera a quedar tan deprisa desechado. A los viejos del PASOC los barrieron sin la menor clemencia sus herederos sevillanos. El PSP de Tierno jamás pasó de ser eso: el partido de Tierno, que al final se compró el PSOE, pagando sus insalvables deudas económicas al contado. El deslumbrante Dionisio Ridruejo vio estrellarse enseguida su Unión Socialdemócrata Española contra el muro de las redes de poder que, desde Europa y desde los Estados Unidos habían decidido ya cuál sería el mapa exacto de la transición española. Y, desde Langley, se dictó que el timonel sería aquel joven ambicioso, que había desposeído a Llopis y los suyos del partido que mantuvieron en la sombra y el exilio durante cuarenta años: porque sólo en aquel González cabía fiarse para que el lampedusiano cambiar para no cambiar triunfara. Era una apuesta sórdida, desde luego. Ahora que somos viejos, tal vez nos resignemos a aceptar que fue la sordidez menos sanguinaria de las posibles. Ya es algo, quede constancia.

«Borrada del diccionario»

En el desbarajuste de aquellos años, que van del 13 de octubre del 74 en Suresnes al tan turbio 23 de febrero del 81, «socialdemocracia» quedó borrada del diccionario. Ignoro en qué momento alguien, aquí o en otro sitio, decidió que el término no era electoralmente lo bastante sexy. Se siguió hablando de socialismo, claro. Pero sólo una vez que fue borrada cualquier referencia marxiana del programa socialista, la vía hacia la toma del poder quedó expedita. Y todo, absolutamente todo el programa del nuevo PSOE se redujo a los juveniles mofletes de un líder infinitamente vulgar, infinitamente astuto, infinitamente populachero.

A Felipe González se le permitió todo en esos años. Los más viejos de la aldea soñaban ver en él al nietecito mono del añorado socialismo; los más jóvenes lo despreciábamos como el inculto mastodóntico que era. Pero el destino estaba echado. Sus más de trece años de gobierno corrompieron hasta la médula el Estado. Referéndum OTAN, GAL, Filesa, PER, financiación del partido con cargo a la recalificación del suelo… sellaron para siempre la España en la que aún vivimos. Encontraron una España virgen. Podían hacer con ella lo que quisieran. Hicieron lo peor. Hoy, todos sabemos que nada distingue ya, en nuestros privados diccionarios, los vocablos «corrupción» y «socialismo».

Me dices, querido viejo amigo socialdemócrata, que Sánchez os ha triturado a todos, que ha disuelto toda la estructura organizativa de lo que fue vuestro partido, que el aparato al cual siguen llamando PSOE no está compuesto más que por una trama bien disciplinada de asalariados de Pedro Sánchez, que eso no es ya un partido sino una empresa inimaginablemente turbia. Que, luego, algún día, cuando esa red de capataces se venga abajo, habrá llegado el momento de recuperar los ideales socialdemócratas perdidos. Te escucho con la lejana ternura de quien creer recobrar el eco de aquellos viejecillos que tenían en París la edad que nosotros ahora tenemos. Pero tú sabes, yo sé, que el tiempo nunca vuelve. Y que la socialdemocracia española, que hoy evocamos con el indolente cariño que entonces no tuvimos, fue asesinada en Suresnes hace cuarenta años. Que no queda ni su nombre. Y muy pronto, cuando tú y yo ya no estemos, no habrá ni su recuerdo. Porque «el ángel», ha escrito Auden, «no volverá». Nunca vuelve.

Y, créeme, lo lamento.

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