Cuando Sorolla o Rusiñol casaban la tradición hispánica con el mediterráneo y el costumbrismo social
La Fundación Cristina Masaveu explora el fondo del Museo de Bellas Artes de Valencia, un centro creado a mediados del siglo XIX y donde se aprecian esculturas y pinturas de diferentes épocas, entre las que destacan aportaciones de Velázquez, Goya y Sorolla
Dice la canción que «Valencia es la tierra de las flores, de la luz y del amor». Bastante de lo que cuenta este verso concuerda con lo que ha trasladado Ester Alba Pagán, profesora de Historia del Arte y vicerrectora de Cultura y Deportes en la Universidad de Valencia, durante su visita a la Fundación María Cristina Masaveu Peterson (Madrid).
Dentro de un ciclo de cinco conferencias sobre la Colección del Museo de Bellas Artes de Valencia –que abarcan desde El Bosco hasta Sorolla– organizado por esta Fundación, la profesora Alba Pagán se ha centrado en el siglo XIX español, un periodo que conoce a fondo, pues, como asegura Pablo González Tornel –director de este museo valenciano y profesor de Historia del Arte en la Universidad Jaime I de Castellón–, lo ha estudiado en facetas bien diversas.
Por ejemplo, el arte durante la guerra contra Napoleón y su plasmación en la prensa, lo cual ya nos coloca en un periodo en que se evidencia la relación entre política y arte. O también la industria textil, gracias a periodos de investigación que suman cinco años y que han incluido estancias en Sicilia o Azerbaiyán. En palabras de González Tornel, el siglo XIX, que a veces se ha despreciado como algo intermedio que «ni es clásico ni es moderno», supone la «base de la cultura visual» que hemos recibido.
La profesora Alba Pagán sostiene que «el siglo XIX ha sido denostado», pues es un periodo del que sólo se ha destacado «la figura de pocos artistas, como Goya o Sorolla», cuando en realidad es «un siglo interesantísimo y complejo, poliédrico y rico en matices». Antes de entrar en materia, Alba Pagán ha recordado que el Museo de Bellas Artes de Valencia se crea a mediados de ese siglo XIX (1845) a partir de fondos procedentes de la Academia de San Carlos –fundada en 1778, después de la equivalente madrileña de San Fernando– y, de manera particular, de obras de arte religioso que se extraen de conventos e iglesias que fueron expropiados mediante la «desamortización».
Dentro de este tipo de obras destacan algunas de Goya sobre la vida de san Francisco de Borja, como el lienzo en el cual el santo asiste a un moribundo impenitente rodeado de demonios –cuadro que actualmente se admira en la Catedral de Valencia. Con el paso del tiempo, el Museo se fue enriqueciendo con obras de nueva factura, entre las cuales destacan las de autores levantinos decimonónicos. Asimismo, merecen mención especial, dentro de este museo, el Autorretrato de Velázquez (ca. 1650) y el retrato de santa Teresa de Jesús de Ribera (ca. 1644).
Precisamente de discípulos de Goya descuellan óleos que se exponen este museo, como El náufrago, de Asensio Julià, en el que se muestra una «mirada conmocionada por el horror de la guerra». En este sentido, la profesora Alba se refiere a unos dibujos del valenciano Andrés Crua –luego grabados por Miguel Gamborino y que representan a cinco monjes fusilados por las tropas francesas– que pudieron influir en Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, cuadro pintado por Goya en 1814. Se trata de un tipo de arte que reivindica lo costumbrista y nacional, pero también lo local, lo pintoresco como heroico.
Lo cual no implica, según Alba, que la época de Fernando VII se aplicara al revanchismo contra los afrancesados; ejemplo de ello es Vicente López Portaña, quien, a pesar de haber retratado al mariscal galo Louis-Gabriel Suchet (1813), fue primer pintor de cámara del monarca, y luego llegó a retratar al general español Ramón María Narváez (1849). Ambos cuadros de López Portaña se disfrutan en este museo valenciano, igual que un busto de Goya cuyas réplicas son el galardón que se entregan en los premios españoles equivalentes de los Oscars de Hollywood.
La temática histórica es otro de los puntos que ha abordado la profesora Alba Pagán. Aquí se imbrica lo popular, lo literario, lo romántico e incluso el aire fantástico. Dentro de este museo hay obras que encajan en este género, como La herida del rey don Jaime en la conquista de Valencia, de Salvador Martínez Cubells (1868), o Un lance, siglo XVII, de Francisco Domingo Marqués (1866), óleo procedente del depósito del Museo Nacional del Prado. Son cuadros con el mismo aire que otros tantos de la época y en que aparecen, con gran patetismo e incluso tragedia, escenas medievales de toda índole –aunque también de las guerras carlistas– y que ensalzan con gran emoción el pasado hispánico. Los Benlliure son otros de los artistas que aportan obras de gran impacto en este género, lo cual, por su tono humano y cercano a la tierra, enlaza con el género más propiamente costumbrista, que, en este caso, muestran «el Levante feliz y luminoso».
Según la profesora Alba Pagán, el pintoresquismo decimonónico, más que realista, resulta idealizado y establece la «imagen creada» que se asienta en esta «Edad de Plata» del arte español: Sorolla, Rusiñol, los Benlliure, los Madrazo, Fortuny, Zuloaga, etc. Se trata de un costumbrismo repleto de nostalgia ante los cambios que introduce la industria y la expansión de una nueva forma de estado, más centralista, más urbano, más técnico, más moderno y eficiente y menos rústico y apegado al terruño. Los lienzos de paisajes, pastoras, pescadores y agricultores, al igual que el Ángelus de Millet (ca. 1858), repletos de esfumado dulce, son una reivindicación de costumbres y tradiciones que se están perdiendo. Abunda la «mirada bucólica», la perspectiva de un Mediterráneo que representa una suerte de «infancia perdida».
Uno de los muchos cuadros que encajan en esta dinámica sería Yo soy el pan de la vida, de Sorolla (1897), pues, a pesar de ser de evidente temática religiosa, el ambiente en que se muestra a Cristo y su barca parece mucho más la Albufera valenciana que el mar de Galilea. Se trata de cuadros en que se mezclan la evocación del mundo antiguo griego y latino con el día a día valenciano, unidos en lo mediterráneo y en una luz tan dulce como penetrante, en playas cristalinas y cielos lúcidos de nubes blancas y resplandecientes. Ese punto lírico da pie a otros lienzos centrados en la vida íntima, doméstica y familiar.
Este enfoque mediterráneo y costumbrista enlaza con el gusto por lo popular y la denuncia social, que es otro de los argumentos que ha destacado la profesora Alba dentro de la temática de pintores valencianos. Quizá el lienzo más emblemático sea Aún dicen que el pescado es caro, de Sorolla (1894, Museo del Prado). Dentro del fondo del Museo de Bellas Artes de Valencia cabe aludir al cuadro El amo, de Antonio Fillol Granell (1910), composición en que un labriego camina amenazante con la hoz ensangrentada tras vengarse en el patrono de la agresión que ha padecido una mujer. La gente del campo se representa como «el héroe moderno»: son «figuras heroicas» tanto en su rebelión contra el francés como en su repulsa ante las injusticias sociales.
Por otra parte, el «valencianismo» se aprecia también en lo lumínico, lo floral, las artes decorativas, su influjo en lo textil, la importancia de la Lonja y la seda, en un mundo que camina hacia la mecanización y la industria. Aquí abunda el gusto por el ornato, las cenefas, los ramilletes, y también por las ruinas y los jardines que muestran estanques, reflejos acuáticos, arboledas umbrías y soles crepusculares, como son algunos óleos de Joaquín Agrasot.