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J.R.R. Tolkien

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El Debate de las Ideas

Tolkien, la moda y la agonía de la Modernidad

No sorprende que esté de moda. Más bien parece que esto tiene algo de inevitable pues, para el hombre enfrentado al vacío, su obra se presenta como algo ferozmente deseable y ahí reside su singularidad

Decir que J.R.R. Tolkien está de moda no es una exageración, por muy desconcertante que pueda resultarnos a aquellos a quienes nos entusiasmaba el autor allá cuando compartir dicha admiración podía valerte el sambenito de rarito o inmaduro. No dejan de anunciarse relatos nuevos y heterogéneos que exploran su vida y obra. Ante esto, procede preguntarse: ¿Por qué?

No es difícil, vivimos en una época hambrienta de historias.

Esto lo atestiguan tanto la inverosímil abundancia de relatos que atestan el espacio mediático en todo formato y soporte como el entusiasmo general que suscitan; por no mencionar la aceptación social de que se experimenten intensos vínculos personales con estos relatos, en los que se sustenta el fenómeno «fan». Esta aparente fecundidad, sin embargo, viene acompañada de una profundísima insatisfacción, manifiesta en cómo el destinatario de estos relatos está afectado por una acuciante necesidad de novedad que coexiste, en aparente paradoja, con el gusto por formatos seriales y la construcción de «universos» que prolongan la vida de esa novedad en el tiempo.

En este contexto se habla de «consumir cultura».

Es algo desconcertante que se emplee con normalidad el término «consumir», vinculado a la merma, para una realidad a cuya etimología (cultus, colere) subyace una reflexión sobre lo que se cuida, arraiga y crece. Empero, vivimos en un periodo de desgaste, definido por un omnipresente sentimiento de deterioro y agotamiento tanto en lo material como en lo espiritual: tal vez el único gran consenso contemporáneo sea la impresión de que el mundo va a peor. Esto entronca con cómo la narración de nuestra existencia provista por la Modernidad (prolongada en la Postmodernidad) y que ha permeado el pensamiento de los últimos siglos se ha mostrado incompetente e insuficiente para permitir a las personas construir una vida individual floreciente y llena de significado. Así, enfrentados a nuestra intimidad tornada en un vacío nos vertemos en historias otras ―de extraños en lugares distintos― y tratamos de habitarlas, pues se nos presentan revestidas de una belleza o relevancia a las que responden nuestro deseo y emoción, porque están dotadas con mayor o menor perfección del sentido y consistencia que demanda una configuración narrativa.

No es ajeno a esto el que una meta del pensamiento moderno haya sido la subyugación o el amansamiento de la otredad del mundo a la voluntad humana, la relativización de su valor y su sentido a ésta. No obstante, con el desenlace de la Modernidad estamos redescubriendo que no dominamos el sentido de las cosas, que no tenemos el señorío de determinar el significado de la realidad desde el imperio de nuestra voluntad de poder. El deseo contemporáneo de historias manifiesta cómo algo se solivianta en lo profundo de nuestro existir, se rebela ante estos relatos desbravados que ya no sacian. Por eso es de particular interés cómo este anhelo se vierte hacia la fantasía mucho más que hacia otros géneros, pues la fantasía permite a quien entra en relación con ella recuperar, aunque sea parcialmente, una visión del mundo en la que el hombre no es la medida de todas las cosas. Por esta misma sed, cada vez vemos más historias que se ocupan de lo extraño y, de pronto, están de moda autores marginales, de relatos nada pragmáticos y antes denostados, como Tolkien. Es allí donde un atavismo de la memoria, una poderosa intuición, nos mueve a buscar esa otredad que enciende el más profundo anhelo del hombre.

Eso no es un mero ensayo ficticio de evasión, sino la vivificación de una cosmovisión cuyo marco más fundamental ha compartido toda la humanidad hasta donde tenemos noticia, siendo la Modernidad la anomalía. Pero no es fácil rescatar al hombre de la prisión que ha construido para él una subjetividad hipertrofiada. Nos empecinamos en la lógica moderna según la cual podemos contar historias siempre que éstas tengan «moraleja», sean «útiles» a un fin o a su promoción; en consecuencia, no deben ser habitadas por el símbolo, que exige misterio, desproporción y reciprocidad, sino existir en ellas una adecuada alegoría, metáfora a lo sumo. Por eso ahora la Modernidad agoniza, es decir, lucha por sobrevivir ofreciendo «relatos», construcciones mecanizadas que intentan reducir las historias a poder y sociedad pero que carecen conscientemente de la capacidad para hablar del mundo en sí mismo y de abordar la ferocidad irreductible de la vida singular, la verdadera materia de las historias.

El caso de Tolkien, sin embargo, destaca por la extrema dificultad que presenta su obra para ser domada en forma de «relato», en forma de discurso ideológico. El conjunto de sus historias nos hablan de un mundo movido íntegramente por el deseo amante de entrega a una otredad verdadera, que rebosa ―bella, terrible, monstruosa― una y otra vez sobre cualquier intento de dominio o reducción. Es un mundo últimamente indomesticable, que sale al encuentro del hombre, cuyo corazón corresponde en enigmática reciprocidad proclamándolo creativamente. En esta proclamación redescubrimos la experiencia de una palabra que es más que autoexpresión, performatividad o consenso, una palabra capaz de hablar del mundo que es. Tolkien recrea (subcrea, diría él) la experiencia hierofánica que alumbra al mito vivo. Vida que es la clave de su irreductibilidad y que engendra al logos, el lenguaje con el que el hombre corteja a la sabiduría. Porque el logos nació del mito, floreciendo desde éste y no matándolo, como dicen algunos.

No sorprende, por tanto, que Tolkien esté de moda. Más bien parece que esto tiene algo de inevitable pues, para el hombre enfrentado al vacío, su obra se presenta como algo ferozmente deseable y ahí reside su singularidad. Tolkien nos lega un mundo literario repleto de historias extrañas que, indómitas, no agachan la cabeza y se dejan agotar; ajenas a la necesidad de poner brida y ronzal a lo que su sentido tiene de salvaje. Esto lo hacen posible una consistencia y un amor que vivifican nuestra capacidad para habitar el mundo significativamente. Una capacidad que, como un miembro entumecido, hoy nos pica y duele.

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