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16 de septiembre de 2024

El sacrificio de Isaac

El sacrificio de IsaacMuseo Nacional del Prado

El Debate de las Ideas

Kierkegaard y el silencio de Abraham

Abraham no es un héroe de la ley; Abraham es un caballero de la fe. No permanece en lo oculto del deber, se sitúa en la paradoja, en lo paradójico, en la fe

Kierkegaard, en el último problema de Temor y Temblor, presenta un dilema filosófico donde sitúa a Abraham en una trinchera entre una actitud ética y una actitud religiosa. Para explicar la coyuntura, el filósofo danés introduce tres estadios de vida: el estético, el ético y el religioso. Y nuestra tarea será descifrar en cuál de estos se encuentra Abraham, nuestro protagonista. Con las siguientes líneas se reflexionará sobre si puede justificarse moralmente el silencio de Abraham frente a Sara, Eliezer e Isaac. ¿Es Abraham un hombre de recta moral que sigue firmemente los mandatos divinos simplemente por deber?, ¿Es Abraham un hombre ético?

Kierkegaard sostiene que el hombre común configura su vida a partir de lo general, es decir, de lo institucionalmente aceptado y de las morales que dan orden. Pero el filósofo señala también que no hay nada más impersonal y tiránico que ese estadio ético, el cual se rige por normas y deberes consensuados por la sociedad, ya que, al seguir estrictamente este gran sistema, el individuo olvida su condición particular y su existencia. En esta ciega confianza en las reglas del mundo, algo queda oculto en hombre, se sacrifica su intimidad y su vocación más auténtica.

Kierkegaard se da cuenta de que permanecer de lleno en un estadio ético, sin permitirse apuntar hacia otra dirección que incluya ya no sólo lo general, lo que nos viene dado, es, en cierto sentido, atentar contra sí mismo, es caer en pecado.

En una línea luterana y muy cercana a Kant, Kierkegaard no se interesa por los deberes éticos concretos. Para él, lo esencial no es enumerar los deberes a cumplir, sino experimentar la intensidad del deber, que se vuelve personal. ¿Pero es viable esta tarea en una realidad que, a menudo, es ajena y adversa a la felicidad individual? Seguir el deber para dar sentido y personalizar el mundo, ¿no es un sinsentido? En otras palabras, el deseo de entender(se), ¿puede realizarse en un universo que aplasta lo más íntimo de cada persona? Vemos, pues, que en la ética se sanciona lo más íntimo de sí y se exige lo general.

Abraham calló ante Sara e Isaac. Pero él no es un hombre de ética, ni se movió en términos de la lógica social general. Abraham no es un héroe de la ley; Abraham es un caballero de la fe. No permanece en lo oculto del deber, se sitúa en la paradoja, en lo paradójico, en la fe. Abraham, como hombre, se vincula de manera absoluta con lo absoluto, con Dios, y se resigna. Podríamos vernos tentados a pensar que la paradoja resulta ser la salida fácil, donde el particular se resigna y se entrega a la fe poniendo su propio ser en segundo plano, y así supeditándose a Dios sin más. Pero caeríamos en un craso error al olvidar que la fe, como paradoja, resulta ser el estadio más difícil al que se podría aspirar. «Abraham calla… pero no puede hablar; ahí es donde residen la angustia y la miseria.» Aunque Abraham exteriorizara el mandato de Dios de la manera más inteligible posible, no conseguiría felizmente comunicarlo sin que sonara como un magno sinsentido. ¡¡¿Matar a Isaac?!! El lenguaje se presenta como problemático porque no comunica y no es coherente con la lógica de fe.

Abraham no es un héroe de la ley; Abraham es un caballero de la fe

La paradoja de la fe revela una brecha entre la incapacidad del lenguaje como instrumento para comunicar y la verdad religiosa. Por eso Abraham opta por el silencio. Y éste es su cruz. La congoja con la que vive Abraham es un padecimiento íntimo en el que se crucifica, pero, paradójicamente, acentúa su libertad. Su sufrimiento es un agridulce que se debate entre lo ético y lo paradójico, entre la lógica establecida de los hombres éticos y la lógica de la fe. El silencio al que tuvo que enfrentarse Abraham es descrito poéticamente por Unamuno en 1910, destacando el secreto que guarda en su alma quien acoge a Dios:

No me preguntes más, es mi secreto

secreto para mí terrible y santo;

ante él me velo con un negro manto

de luto de piedad; no rompo el seto

que encierra su recinto, me someto

de mi vida al misterio, el desencanto

huyendo del saber y a Dios levanto

con mis ojos mi pecho inquieto.

(…)

Hemos visto que a Abraham no le queda otra opción que el silencio ante su esposa y su hijo, pues de haber articulado palabra alguna con el fin de expresar la voluntad de Dios, la fe de su familia se habría tornado en una actitud cavilante que desterraría cualquier afecto por Dios. El secreto y el silencio pueden conferir a un hombre auténtica grandeza, en la medida en que son signo de la interioridad. Apunta Kierkegaard que Abraham es incapaz de hablar porque ya no habla una lengua humana. Abraham basa el sacrificar a su hijo en virtud de la fe, ese absurdo donde lo divino trasciende toda razón y es, al mismo tiempo, toda razón, es logos, en el sentido amplio del término griego. Esta razón no ha de entenderse en sentido hegeliano, es decir, en términos estrictamente lógicos, sino como aquel saber que le da un sentido al absurdo que es la fe. Aunque la fe no tiene ni sigue lógica alguna, sí se configura bajo un sentido que no se sigue por azar.

Ahí yace el caballero de la fe, en un punto turbio pero sereno, en el que no hay punto de reposo, y en quien el movimiento de la fe se da en virtud del absurdo. «Si no hubiera nada de eterno en nosotros, entonces nos sería imposible desesperarnos» , porque toda desesperación acontece en virtud de lo eterno. Era necesaria la experiencia de la desesperación para acceder a una conciencia más profunda de sí mismo.

Abraham, como caballero de la fe por antonomasia, no partió nada más que de sí mismo para acometer su difícil empresa, siguió la voz que emergía de su interior y que, para un hombre atento como él, era la misma voz de Dios. La libertad de Abraham crece hacia dentro; se arraiga en aquel silencio. Sin interioridad no hay libertad y no habría suelo fértil de arraigo para la fe. La duda y el escepticismo para la fe serían tan inviables como un árbol intentando clavar sus raíces en el aire. Como se observa, la experiencia religiosa se vuelve algo profundamente íntimo e inexplicable. Se encuentra entre la delgada línea de presenciar y vivir a Dios dentro de sí mismo y simplemente experimentar la infinitud del propio sentimiento proyectado hacia el exterior. A este paso angosto es a lo que llama Kierkegaard «salto», en oposición a la transición dialéctica a un estadio superior; la ética es superada, pero no en sentido hegeliano, sino en sentido teleológico, por lo religioso. Todo mandato divino queda por encima de cualquier ley de orden humano y social.

No hemos perdido de vista la pregunta que da la razón de ser a estas líneas, ¿queda, pues, justificado el silencio de Abraham ante su mujer y su hijo? Sí. En virtud de la fe queda justificada la suspensión de la voluntad y la razón humana. Ya en el evangelio de san Lucas se recogen las palabras del Cristo: «Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y que me siga» (Lc 9, 23). En el monte Moriá, Abraham demuestra ser un verdadero caballero de la fe, abraza la paradoja que le supone dicha renuncia y vive en el absurdo. La ética humana no es aquello que mueve su corazón y su razón, es, por el contrario, su fe.

Haciendo una primera lectura del libro del Génesis, nos podríamos preguntar ¿por qué Abraham inmolaría a su tesoro más preciado, a su hijo, Isaac, por mandato de Dios? Nos dirá Kierkegaard que, para el común de los hombres, este acto que, entendido desde el sentido común, esto es, desde lo ético, nos haría llevarnos las manos a la cabeza y replantearnos nuestra creencia hacia aquel que, visto de manera soez, nos solicita un homicidio. Pero para Abraham se trataba de una petición absolutamente legítima y lejos de una intención que no persiguiera el bien. Un homicidio, leído con los ojos de la fe, se transforma en un acto de entrega por amor, ¡vaya absurdo! Sí, eso es la fe: un absurdo. Un absurdo entendido como un inefable, un indecible, una mística que se transforma en actos, una ruptura con cualquier lógica humana.

El caballero de la fe acepta su pérdida y cree que, a pesar de la renuncia, todo le será devuelto por la gracia divina. Esta creencia en la restitución divina es lo que lo distingue y lo hace vivir en una serenidad y plenitud que el resignado no puede alcanzar. Ya para terminar, no está de más traer las sentidas palabras que le escribe Unamuno a Zulueta en una de sus cartas refiriéndose a su lectura de Kierkegaard: La puerta de la verdad es la congoja a la que nos lleva la tristeza trascendental.

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