El Debate de las Ideas
La necesidad de lo imperfecto
Este tiempo enfermo de esteticismo y subyugado por la perfección superficial de las apariencias está decidido a proscribir. Sería, si llegáramos a permitirlo, una amputación vital. Una forma de empobrecimiento de la que jamás nos recuperaríamos
Si sólo toleráramos la perfección, muy pronto el mundo se nos haría insoportable. Cualquier disonancia, por pequeña que fuera, se nos antojaría una amenaza para el equilibrio de nuestra sensibilidad. Al mirar las cosas, lo haríamos como a través de una lente aumentada, predispuestos a descubrir en ellas la tara infinitesimal que nos empujaría a desestimarlas. Poco a poco, nos iríamos convirtiendo en esa clase de seres que transitan por la vida con el rostro emborronado por un gesto de tensa insatisfacción. Saldríamos al encuentro de la realidad poseídos por un desencanto anticipado. Y en lógica correspondencia con el cariz inalcanzable de nuestras expectativas, no puede descartarse que acabáramos confinados en el estricto perímetro de nuestro círculo más íntimo, allí donde creemos que las pequeñas irregularidades del entorno todavía permanecen sujetas al dominio soberano de nuestra manipulación.
Ahora bien, ¿no es acaso la perfección el ideal al que debemos tender? La exhortación aparece en Mateo 5:48: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». En un contexto de revelación como el que acoge la frase, la perfección alude a la búsqueda de la plenitud que se deriva de la insistencia en una vida virtuosa. No postula unas vidas sin mancha, lo que convertiría la práctica del cristianismo en un experiencia tortuosa, frustrante y, en última instancia, sobrehumana, sino que abre la puerta a una tesitura donde cada debilidad moral se resuelve en un movimiento por el que la persona se sobrepone a su condición falible en razón de una dinámica redentora.
Sin embargo, cuando nuestro mundo piensa en la perfección rara vez tiene presente tales consideraciones. Su obsesión es puramente formal, es decir, estética. Aspira al género de belleza consagrado por los cánones de un tiempo sometido a la fascinación de los estereotipos que difunde el mercado. Se crea de ese modo un clima de culto a las apariencias que con extrema facilidad se desliza hacia el terreno de lo kitsch. Lo kitsch es, en esencia, el estilo de una época sin estilo; la materialización de un tiempo despojado de jerarquías estables; el producto de una realidad saturada de artificios astutamente manipulados, y a los que la publicidad y el imperio de la industria del ocio revisten de un aura de falsa ejemplaridad.
Como no podía ser de otro modo, este espíritu de emulación ostenta un correlato económico. El negocio multimillonario de la cirugía estética y el ansia compulsiva por plegarnos a la tiranía de las modas son su consecuencia más visible. Pero también se da, a un nivel menos evidente, un malestar soterrado, ese sentimiento de repulsa hacia uno mismo que aflora cuando el sujeto es incapaz de sobrellevar las evidencias de su propia condición limitada.
Por eso, la disposición a aceptar la realidad en su conjunto redunda no sólo en beneficio de nuestra salud psicológica, sino en la salvaguardia de nuestra integridad moral. Anhelar la belleza no significa tomar partido por ese esteticismo neurótico que es uno de los rasgos definitorios de toda época decadente; significa, por el contrario, ser capaces de descubrir que incluso lo irregular y lo deforme participan de la grandeza que es común a todo lo creado.
Para explicar lo que intento decir, creo que será adecuado recurrir a una anécdota. Su protagonista es Nathaniel Hawthorne, un escritor norteamericano de mediados del siglo XIX. Hawthorne es conocido ante todo por ser el autor de La letra escarlata, una novela que recrea el opresivo ambiente en que se desarrollaba la vida dentro de las comunidades puritanas de Nueva Inglaterra a principios del siglo XVII. Allí es posible encontrar párrafos que acreditan una capacidad de penetración psicológica fuera de lo común. Párrafos como éste: «A pesar de sus altos dones y de sus logros como hombre sabio, había en el joven ministro un aire, una aprensión, una alarma, una mirada medio temerosa, como la de un ser que se sintiese extraviado por completo en la senda de la vida humana y no pudiera estar a sus anchas sino en su propio retraimiento».
Pero Hawthorne es también el autor de un conjunto de relatos admirables. Son narraciones que, de manera alegórica, prefiguran el sombrío universo kafkiano de conductas intrigantes y sucesos que acontecen en el espacio de un absurdo verosímil. En La marca de nacimiento, Alymer, un científico eminente, repara un día en la pequeña mancha que apenas se insinúa en la mejilla de Georgiana, su bella mujer. Ese mínimo defecto no tarda en convertirse -para él y también para Georgiana, a la que consigue arrastrar en su desvarío- en una afrenta insufrible. La obsesión por borrar del rostro de su esposa lo que para ambos se ha convertido en una excrecencia repugnante alcanza extremos de delirio. Finalmente, Alymer consigue lo que tanto ansiaba: el sueño de una belleza sin defecto. Pero el prodigio dura sólo un instante. Y el precio que paga por su efímero disfrute, que es nada menos que la vida de su joven esposa, nos transmite una enseñanza definitiva, a saber, que el impulso por abolir la imperfección aboca a la eliminación de la vida misma.
Sin embargo, lo más extraordinario del caso es que la enseñanza que se deduce de este relato de nítido trasfondo moral encontró una aplicación concreta en la vida del escritor. En un texto autobiográfico publicado tras su muerte, Hawthorne relata su visita a un orfanato de Liverpool. Él, que era una persona distante y reservada, y que experimentaba una instintiva aversión hacia todo lo que le resultaba feo, se encontró de repente con que uno de aquellos niños se dedicaba a seguirle por cada una de las dependencias del edificio que estaba visitando. Su experiencia aquel día contiene esa rara cualidad de purificación íntima que es susceptible de transformar el signo de una vida. Así lo cuenta él: «Después de esto, fuimos a la sala donde tenían a los niños y, entrando allí, vimos en primer lugar a dos o tres pequeños diablillos desgarbados y enfermos que jugaban juntos con torpes ademanes. Uno de ellos (de unos seis años de edad, pero no sé si niño o niña) se encaprichó extrañamente de mí. Era una cosa pequeña, miserable, pálida y medio aletargada, con un humor en el ojo, que el director dijo que era el escorbuto. Yo nunca había visto un niño al que me sintiera menos inclinado a acariciar que aquél. Pero este pequeño adefesio enfermizo rondaba a mi alrededor, agarrando mi ropa, siguiendo mis pasos, y al final levantó las manos, me sonrió y, poniéndose justo delante de mí, insistía en que lo cogiera. No dijo una palabra, por lo que me inclino a pensar que era subnormal y no sabía hablar; pero su cara mostraba una confianza tan grande en que lo iba a coger y a acariciar, que era imposible no hacerlo. Era como si Dios le hubiera prometido al niño ese favor de mi parte y yo tuviera que cumplir esta promesa. Sostuve en brazos mi indeseable carga un rato y, después de dejar al niño en el suelo, todavía me seguía, cogiendo dos de mis dedos y jugando con ellos, como si fuera un hijo mío. Era un niño expósito, distinto de todo el género humano. ¡Me había elegido para ser su padre! Subimos a otra sala, y, cuando bajamos otra vez, estaba el mismo niño esperándome, con una sonrisa enfermiza en su boca desfigurada y en sus ojos rojizos… Nunca me hubiera perdonado a mí mismo si hubiera rechazado sus requerimientos».
Años más tarde, la hija de Hawthorne, Rose, que, tras convertirse al catolicismo, había ingresado en una orden religiosa, comentaría que aquel instante de mudo estremecimiento en el que su padre aceptó lo deforme como parte insustituible y preciosa de la verdad del mundo, fue sin duda el momento más importante en la vida del escritor. Al sostener en sus brazos aquella «cosa pequeña, miserable, pálida y medio aletargada», Hawthorne miraba por fin el rostro de aquello de lo que siempre había procurado mantenerse a distancia y se enfrentaba a la súbita revelación de un bien y una belleza más puros de lo que seguramente nunca había imaginado que pudiera existir. Y ahora es justo el aprecio por ese bien y esa belleza lo que, tal y como Hawthorne fue capaz de anticipar a través del trastornado personaje que protagoniza La marca de nacimiento, este tiempo enfermo de esteticismo y subyugado por la perfección superficial de las apariencias está decidido a proscribir. Sería, si llegáramos a permitirlo, una amputación vital. Una forma de empobrecimiento de la que jamás nos recuperaríamos.