El Debate de las Ideas
La corrupción del parlamento (II)
Es lógico que a Montesquieu se le declare «muerto y enterrado», y su separación de poderes con él
Señalábamos la semana pasada los problemas que aparecen cuando desaparece la crucial distinción entre gobierno y representación. Pues, si la representación se convierte en poder, ¿quién representará al pueblo frente al poder?
La representación, observa d´Ors, «supone una identidad de lo distinto, un aliud pro alio, pero siempre en relación con un tercer término: un destinatario de la representación, espectador de la presencia del representante. En este sentido, el algo representante es siempre un intermediario» . Referido al concreto ámbito jurídico, señala, se trata de un homo pro persona, porque sólo puede ser representante quien pueda «personarse» en Derecho. El hombre, en el ámbito de la representación, se persona para actuar en nombre de otro frente a un tercero. Se trata de recordar la necesaria existencia de la persona frente a la que el representante ha de actuar en nombre de otro y, por tanto, del carácter trimembre que acompaña siempre a la acción de representar. El objetivo es «evitar la confusión muy corriente de pensar que quien gobierna a una comunidad lo hace como representante de la misma». Gobierno y representación se mueven en planos diferentes, hasta el punto de que la idea de representación «es inservible para justificar el hecho del gobierno». E insiste d´Ors, «no se gobierna en virtud de una representación». La idea de que el mandado manda mandar al gobernante le parece sencillamente absurda. Si la cabeza manda sobre el cuerpo no es porque represente al cuerpo, sino porque está en la naturaleza de la cabeza mandar al cuerpo. Si acaso lo que puede afirmarse es lo contrario, que la cabeza representa al cuerpo en cuanto lo gobierna, no que lo gobierna en virtud de que lo representa. Llegados aquí, surge la pregunta, ¿de dónde proceden todos estos errores tan crasos a la hora de concebir la categoría de representación? d´Ors lo tiene claro. Todos estos errores proceden de separar la representación política de su origen jurídico civil. Y en clara alusión a su amigo y admirado Schmitt observa: «Como siempre, las nociones de derecho público se aclaran mejor partiendo de su origen en el derecho privado, y un derecho público que pretenda liberarse de esa vinculación difícilmente podrá seguir siendo derecho y no convertirse en una organización de hecho, es decir, en un establecimiento de pura voluntad» .
En suma, los principios sobre los que asentaba la libertad política en la época de san Raimundo de Peñafort gracias a la mediación de los parlamentos eran claros. Primero, nadie puede tomar de otro nada que sea suyo, ni siquiera el rey, sin su consentimiento o el de su representante. Segundo, el representante no se identifica en ningún caso con el poder, sino que ejerce su representación precisamente frente al poder de cara a parlamentar cuánto y cómo ha de ser su contribución. Pues bien, este modelo se va a ver profundamente alterado con la Modernidad cuando Hobbes introduce la idea de que el que gobierna lo hace en nombre de la sociedad, y en su representación, con el resultado de que cuanto manda el gobernante lo hace en representación de la comunidad y con su aprobación. La consecuencia lógica de este planteamiento es que cuando el gobernante toma para sí cualquier bien o derecho de los ciudadanos lo está haciendo en representación de ese mismo ciudadano y, por tanto, con su consentimiento. No resulta casual tampoco que fuese Hobbes el que culminara el moderno concepto de soberanía anteriormente esbozado por Bodino, consagrando de este modo la subordinación del Derecho al Estado y no al revés como correspondía al modelo medieval . Estas ideas de soberanía y representación pasaron, desgraciadamente, a la Revolución francesa de la mano del Abate Sieyès. El único cambio fue que esta confusión de representación y poder debía recaer en una Asamblea electiva y que, de esta Asamblea saldría elegido el Poder ejecutivo. Pero con esta apariencia de democracia, la confusión de representación y poder se convirtió en un mal incurable.
Al menos en los antiguos parlamentos liberales del siglo XIX todavía se conservaba un espacio para el debate y la discusión en aras a convencer al contrario, pero desde la pasada centuria, los parlamentos se ha convertido en sedes donde se reflejan meros algoritmos que no son sino el trasunto mecanizado del sufragio universal. Bloques parlamentarios férreamente disciplinados actúan no sobre criterios de persuasión y racionalidad sino a través de consignas partidistas. Ahora, el objetivo si no único sí predominante, consiste en componer mayorías numéricas en función de un interés conveniente a los diversos partidos en liza, al margen de toda persuasión razonada acerca de lo más verdadero y justo en sí mismo. Así, el viejo liberalismo decimonónico dio paso, en gran medida inadvertidamente para el gran público, a otra forma política bien distinta de la liberal, dio paso a una social-partitocracia.
«El Parlamento francés, como el de Inglaterra, es hoy todopoderoso», afirmaba con rotundidad Carre de Malberg tras la Primera Guerra Mundial. Y, sin embargo, como supo constatar Bertrand de Jouvenel, «la victoria del Parlamento sobre el jefe del Estado, que fue total en Europa, lo condujo a su propia decadencia». Sucedió, en efecto, que esta primacía de los parlamentos provocó un periodo de inestabilidad en los Gobiernos europeos que les hizo incapaces de frenar las crisis políticas y económicas acontecidas durante el periodo de entreguerras, y que tanto hubieron de favorecer el ascenso de los totalitarismos y el desencadenamiento consiguiente de la Segunda Guerra Mundial. Terminada ésta, y aprendida la lección con la dura experiencia vivida, los hombres fuertes de los diversos países europeos optaron por modelos constitucionales en los que se buscó reforzar el Poder del Ejecutivo. El resultado, deseado o no, fue convertir a los parlamentos europeos en una proyección del Ejecutivo, en «la cola de un cometa cuya cabeza es el Gabinete», por utilizar la afortunada imagen empleada por Jouvenel. Formalmente, el sistema político dominante en Europa seguía siendo el parlamentario, al nacer el Ejecutivo del parlamento, del que teóricamente depende. Pero, de hecho, las elecciones legislativas se han ido convirtiendo, por la vía de los hechos, en elecciones al Gobierno, más concretamente a su Presidencia, desnaturalizándose por completo su carácter legislativo y representativo. Finalmente, la elección de representantes al parlamento ha quedado reducida a un reflejo –«pálido y pasivo»– de la verdadera representación, que es asumida ahora por el candidato a liderar el Gobierno. En esta dinámica polarizadora de la representación en manos del Candidato llamado a ocupar el Ejecutivo, fue percibiéndose cada vez con más claridad que la victoria del Partido descansaba, en un grado considerable, en «la popularidad personal del hombre colocado a su cabeza, hombre cuya imagen, por hablar como los «publicitarios», desempeña el papel de remolcador». El pueblo, ahora, vota a los poco o nada conocidos candidatos al parlamento de su circunscripción con el único propósito de que estos elijan a un Presidente de Gobierno ya predeterminado. Pero con ello el parlamento se ha acercado peligrosamente a una Cámara cuya función más decisiva es votar un Presidente de Gobierno, asimilándose cada vez más al Colegio de electores designados por el voto popular en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, cuyo objeto único es proceder al nombramiento del Presidente . Pero no es sólo esto. Con la actual profusión legislativa de los Gobiernos, los parlamentos, incapaces de examinar con tiempo y seriamente todos y cada uno de los proyectos de ley procedentes del Ejecutivo, y carentes del inmenso cuerpo técnico de la Administración puesto a su servicio, se han ido convirtiendo cada vez más en una simple Cámara de ratificación de la siempre creciente iniciativa gubernamental. Pero como observa Bertrand de Jouvenel: «Si el Parlamento mejor es el que vota sin vacilación los créditos y las leyes que solicita el jefe del ejecutivo, el Parlamento no tiene razón de ser». En parecidos términos se ha expresado Dalmacio Negro. A su juicio: «Los parlamentos, teóricamente soberanos, dependen del ejecutivo (sobre todo en el Estado de Partidos) y la representación es nula dado que se prohíbe el mandato imperativo, con lo que se sustrae a los representados la libertad de vigilar y controlar directa y particularmente a sus representantes». Y así es. El parlamento actual se ha convertido a lo más en una Cámara representativa, pero «representativa» en el sentido de representar al Poder y la mayoría del Gobierno de turno, no al pueblo. Y «representativa» también en cuanto que el parlamento ha quedado reducido al lugar donde los partidos representan unos debates ante la opinión pública que no pasa de ser una pantomima. Debates cuyo resultado está decidido de antemano y donde al margen del gran público los políticos han realizado ya sus negociaciones oportunas en función de sus intereses de Partido. Negociaciones, por otro lado, que bien han podido realizarse, como de hecho suele suceder, en cualquier sitio distinto a la sede parlamentaria . Pero un parlamento así, dice sin ambigüedades Jouvenel, «no representa» . Y no lo hace porque, a su juicio, la circunscripción ha quedado vacía de contenido.
Quizá una anécdota contada personalmente a quien esto escribe por uno de sus protagonistas ilustre perfectamente lo que aquí se está queriendo decir. Estando sentado en su escaño en el parlamento junto a otro compañero de partido, también veterano de la política, viendo entrar en aquel momento al que era el Jefe del partido, éste le comentó con toda malicia, pero también con todo realismo: «¡Mira, ahí viene nuestro electorado!». Desde el momento en que el Jefe del partido es quien elabora las listas y exige una férrea disciplina de voto, el nexo que le une a la circunscripción se reduce a nada o casi nada. El candidato electo se convierte en mero intermediario de quien ha decidido votar al partido en función del que oficiosamente es candidato a la Presidencia del Gobierno. De ahí que su representatividad esté más en función del partido que le ha puesto y por el que se presenta, y del líder que los encabeza, nombra y dirige, que por los votos que haya podido recibir de sus electores. Sencillamente no se debe a ellos, se debe al partido, o mejor, al Jefe.
El parlamento se ha convertido en mera instancia procedimental, en simple mecanismo de ratificación de leyes dictadas desde el Gobierno según criterios de puras mayorías numéricas. Se inserta de este modo como una pieza más en el engranaje de un Estado configurado como una gigantesca empresa de servicios –el «Estado máquina» en expresión de Humboldt–, donde rigen con poder despótico la organización y la burocracia. Es lógico que, después de todo lo dicho, a Montesquieu se le declare «muerto y enterrado», y su separación de poderes con él. Y si bien esto ya había sucedido con el parlamentarismo democrático, lo nuevo y decisivo ahora es que el Poder político ha conseguido su más preciado y secular sueño, la libertad absoluta impositiva. Lo que se ha enterrado ahora es algo más que a Montesquieu, con ser eso mucho. Lo que se ha enterrado ahora es la realidad misma de la representación, y con ella la del viejo principio, tan indisolublemente unido a nuestra tradición política de la libertad, según el cual no puede haber impuesto sin representación –no taxation without representation. Cuando el Gobierno se siente con poder suficiente para decirle a la sociedad, con palabras de Marx: «Haced lo que queráis. Pagad lo que debéis» , sin más límite que su propia conveniencia, se puede tener por cierto que la tiranía ha sustituido a la libertad, no importa con qué ropaje democrático se vista. Porque, como observó Burke «con su sabiduría política»: «La Constitución depende, a fin de cuentas, del sistema tributario, y variará con arreglo a las variaciones que ocurran en el sistema». Aquí, y no en otro sitio se encuentra la diferencia radical entre el parlamento tradicional y el moderno surgido de las tesis hobbesianas y revolucionarias . Pues como certeramente señala una vez más Bertrand de Jouvenel: «Es un error común, pero enorme, confundir una asamblea convocada con el fin de conceder subsidios, con un Parlamento moderno, y decir que se trata en uno y otro caso de un consentimiento popular al impuesto. Actualmente, el Parlamento no tiene, en absoluto, el carácter de una asamblea de contribuyentes. Tiene el carácter de un soberano que cobra impuestos a su gusto». Y este es el factor decisivo porque, en palabras de Burke, «las grandes batallas por la libertad se produjeron, principalmente, por causa de la cuestión de impuestos».
En estas condiciones, la existencia de un poder ejecutivo independiente del legislativo, como sucede en el modelo constitucional norteamericano, lejos de ser un peligro para la libertad es su garantía más firme. Porque ella es la que «asegura al pueblo que sus diputados nunca serán más que representantes de él». En este mismo sentido, y con anterioridad a Montesquieu, Bolingbroke había advertido que «ninguna esclavitud puede ser tan efectivamente llevada y ajustada sobre nosotros como una esclavitud parlamentaria» .