El Debate de las Ideas
Elegía al tabaco (I)
Fumamos, y con ello enriquecemos, conversaciones, cafés, desengaños… incluso reclinamos la cabeza para fumarnos el techo, algo lleno de sutilezas pero incomprensible para quien no tiene un cigarro en la boca
Voy a dejar el tabaco, y me desprecio por ello. Lo suyo habría sido fumar hasta el final; precipitar incluso ese final como hizo mi abuelo, que entregó el alma confundida en el humo de su última calada.
Existo desde hace 36 años, pero mi vida propiamente empezó hace veintiuno, a hurtadillas y detrás de unos columpios, una calurosa tarde de principios de agosto. Con aquel primer cigarro desperté. Desde entonces he permanecido vivo y consciente frente a una realidad que, antes de ese momento, me había pasado casi desapercibida. El tabaco me convirtió en ser humano: desperezó mi mente, afiló mi sensibilidad y me enseñó a hurgar en el espíritu, a pillarlo infraganti mientras hacía esas benditas cosas que solo los espíritus de los fumadores hacen. En cuanto lo deje, sin embargo, todo cambiará. En una palabra, degeneraré. Hasta ahora he vivido, apurado todas las copas; en adelante me limitaré a sobrevivir, como el animal que come, bebe y se reproduce, como la planta que se ignora.
La razón para dejarlo, ahora que me veo en la obligación de formularla, parece bastante ridícula: no quiero morir antes de tiempo. Pero, en realidad, ¿qué significa «antes de tiempo»? Nada, nada en absoluto, porque no hay demoras ni prontitudes a la hora de morir. Ya se lo dijo Celestina a Melibea: «Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir». Montaigne recuerda haber leído en Aristóteles el caso de unas criaturas fluviales cuya vida jamás excede el espacio de una jornada. Desde la perspectiva de esos bichejos, morir a las 10 de la mañana es una desgracia terrible, una juventud truncada; en cambio, qué cumplida la existencia del bicho que sucumbe, ya decrépito, unas horas después, quizá con la puesta de sol. Y pregunta el francés: «¿Quién de nosotros no se burlará al pensar en considerar ventura o desventura ese momento de duración?». Es tan ancha la muerte y tan estrecha la vida; estamos tan poco tiempo vivos, sobre todo en comparación con el tiempo que pasamos muertos, que cualquier prolongación resulta a la postre inútil, como si alguien intentase llegar a la luna a base de añadir peldaños a una escalera. Está claro que, cualquiera que sea el objetivo de la vida, no lo alcanzará por más que se alargue.
Ahora bien, aunque asienta a todo lo anterior y me recuerde con frecuencia aquello del Evangelio según san Mateo («¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida»), voy a dejar el tabaco. Está decidido. A ver si así duro un ratito más y ahuyento los oráculos estadísticos, esos que auguran que uno de cada dos fumadores fenecerá a causa del tabaco, igual que deshojando margaritas: usted sí, usted no… Ojo, que aquí la va a diñar hasta el apuntador, pero son tan variadas las causas, algunas incluso inéditas, que resultan más difíciles de temer e imposibles de conjurar. Fíjense en Fulanito: está a dos calles de ser descalabrado por una teja, pero como no tiene ni idea y el día es hermoso, de un azul límpido y reconfortante, como ha desayunado bien y la ciudad está henchida de luz, anda despreocupado, silbando a metro y medio de las fachadas, justo a metro y medio. Para eso voy a dejar de fumar, para ser como Fulanito y morir de muerte insospechada. También, se ha dicho, procurando alargar la cuenta de mis días, aunque a partir de ahora serán días devaluados, desperdiciados, los tristes días de un exfumador.
Antes quería despedirme, llorar un vicio que ha acrecentado alegrías y mitigado penas, abreviado esperas, rubricado decisiones y traducido cada una de las experiencias a un lenguaje que yo pudiera entender; un hábito que ha hecho que ninguno de mis momentos llegara a ser anodino, que le ha sonsacado al aire todo un alfabeto y ha ejercido de maestro de invisibilidades; una gloriosa práctica que adopté siendo un chaval, cuando aún pensaba que no habría de morir nunca, y que ahora abandono porque ya no soy el mismo, porque ese chaval, a quien el tabaco eligió, se ha marchado, llevándose consigo toda la estupidez de la juventud, tan dada a las grandes virtudes.
Añoraré, según palabras de Jean-Paul Sartre, tanto el sabor del tabaco ―al que lloraré en la segunda entrega de mi elegía― como el sentido de fumar, y es este segundo aspecto el que constituye la pérdida más dolorosa, la que literalmente me desgarra. En un momento de El ser y la nada, el filósofo francés recuerda sus temores cuando se hallaba en circunstancias idénticas a las mías, en vísperas de dejarlo. Dice: «Ser-susceptible-de-ser-recibidas-fumando: esa era la cualidad concreta que se había extendido sobre todas las cosas». Y añade: «Me parecía que estaba a punto de arrebatársela y que, en la neblina de ese empobrecimiento universal, la vida merecería un poco menos ser vivida».
Justo ese es mi temor, arruinar mi vida al dejar de fumar, descubrirme de repente extraviado y desamparado, como quien ha perdido la fe. Y el símil no es hiperbólico porque, de hecho, el tabaco sacraliza: por medio del ritual y el sacrificio, por medio del fuego, el humo, la ceniza y los pulmones, abre un tiempo trascendente en el interior del tiempo profano, un tiempo al cuadrado que, lejos de diluir la realidad, la pone en su punto, como en edad de merecer. El cigarro instaura un paréntesis poético en lo que tarda en consumirse, por eso hay que aprovecharlo, apurarlo hasta chamuscar el borde de la boquilla. Mientras fuma, el fumador está aquí, lo está de lleno, no se evade; pero a la vez asciende, se eleva a la zaga del humo que exhala con la cadencia de un verso o de una oración. «Aunque nocivos para la salud ―afirma Richard Klein―, [los cigarrillos] ofrecen remedios para las enfermedades del espíritu». Mi temor principal es, por tanto, sanar el cuerpo a costa de enfermar el espíritu.
Fumar no es solo fumar. Fumar es el verbo transitivo por antonomasia y denota la acción que más profunda y directamente alcanza el objeto. Pongamos un atardecer. A lo sumo, un no fumador puede contemplarlo, contemplar el atardecer, y no está mal; sin embargo, se trata de una percepción pobrísima en comparación con quien se detiene, clava la mirada en el horizonte y enciende un cigarrillo para abrir los ojos, los poros de la piel y las entendederas. El humo, que va de la realidad a su interior y de su interior a la realidad, propicia un momento místico, un intercambio que ilumina lo de fuera y transforma lo de dentro. Este sí ha penetrado hasta la médula del asunto: se ha fumado el atardecer. Porque solo se experimenta lo que se fuma, el resto nos resbala con más o menos prisa.
Y como por lo general se fuma tabaco, podemos omitir la sustancia para que la acción recaiga sobre aquello que enriquece. Así, fumamos, y con ello enriquecemos, conversaciones, cafés, desengaños… incluso reclinamos la cabeza para fumarnos el techo, algo lleno de sutilezas pero incomprensible para quien no tiene un cigarro en la boca. Qué ramplón debe ser el mundo del que no fuma; el empobrecimiento aquel que Sartre avizoraba. Tal vez por eso el pensador volvió al poco de dejarlo, y ya estuvo fumando el resto de sus días, fumando hasta extenuarse, fumando hasta la inmolación.