El Debate de las Ideas
Mayo del 68: ¿la revolución sin terminar?
Ciertamente, ser querido solo por obligación es repugnante, pero ser deseado como objeto también lo es
Según los clásicos, el amor tiene tres dimensiones: eros, ágape y philia. El eros es un amor que se desprende del deseo del propio yo hacia otro. Un amor erótico, pasional y anhelado; resumiendo: lo que deseo. El ágape es un amor que se desprende de lo debido al otro. Un amor reflexivo, desinteresado e incondicional; resumiendo: lo que debo. La philia es amor de amistad, y a ello nos referiremos otro día. Dicen los clásicos, y desde luego los clásicos cristianos, que es en el encuentro del eros y el ágape dónde se encuentra la esencia del amor. Ratzinger explica esto con maestría en los párrafos iniciales de su primera encíclica.
Las élites occidentales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX vivieron estas dos dimensiones con profunda contradicción. Mientras los estándares sociales y las leyes se estructuraban alrededor del ágape y de los amores debidos –familia, patria y Dios–, en los corazones y en la cultura consumida primaba el eros. En estos espacios, el ágape, este amor moral y reflexivo, era una cárcel para la libertad y el yo. En las tahitianas de Gauguin, en relatos como Fausto y en óperas como Tristán e Isolda, el ágape fue ganando la fama de yugo insoportable que impedía florecer al nuevo hombre liberado que reivindicaba la filosofía del momento.
El deterioro del valor del amor debido en la cultura erosionó la legitimidad de la familia, de la patria y, por supuesto, de la religión. Estas realidades se vivían más por inercia y miedo que por convicción y belleza. Buena muestra de ello es la mirada nauseabunda de Kafka a su padre ante su superficialidad religiosa: «personalmente, apenas ibas a sufrir el menor trastorno por escrúpulos religiosos, si éstos no se mezclaban demasiado con consideraciones de orden social».
En este contexto, no nos puede extrañar que llegara una generación asqueada por la doblez de las generaciones pasadas, que vivían el imperativo de una vida dedicada a los demás como un injustificado yugo. Con lemas como «La emancipación del hombre será total o no será» o «Mis deseos son la realidad», los hijos de las élites occidentales se levantaron para enmendar la hipócrita conducta de sus padres. Su propuesta fue lo que, en el fondo, sus padres llevaban años queriendo hacer: vivir considerando exclusivamente el amor pasional y deseado, el eros.
No obstante, se puede ser valiente y coherente y a la par estar equivocado. Si bien mayo del 68 fue la consecuencia lógica de las tesis de la modernidad, la promesa del asalto al cielo no se dio. Es más: años más tarde, observamos que Occidente vive con más amargura su existencia. Tenemos menos esperanza, más miedo y amamos menos.
La enmienda boomer a la incoherencia de las generaciones precedentes parece legítima, pero imperfecta, pues la emancipación del ágape del eros ha resultado ser calamitosa. Pero, ¿y si mayo del 68 solo fuera el primer paso de un camino por terminar?
Ciertamente, ser querido solo por obligación es repugnante, pero ser deseado como objeto también lo es. La resaca de una erótica descontrolada se asoma tras años de adicción a la pornografía y a una sexualidad sin rostro. Es paradójico y sintomático que hoy los mismos adalides de la revolución sexual y los herederos del sexo libre catequicen, como puritanos, códigos discursivos y de conducta como «el no es no».
Amar con rostro humano es desear como una madre y no como un gorrino. Me parece el corazón tiene sed de un amor en el que se desea lo que debemos y se deba a lo que deseamos. El equilibrio de estos mejunjes no es fácil, como no es sencillo nada que valga la pena en la vida. Y yo me pregunto, ¿y si esta generación terminara lo iniciado en el Mayo del 68?