Fundado en 1910

28 de agosto de 2024

César Wonenburger
Historias de la MúsicaCésar Wonenburger

El «Catedrático» que poseía casi todos los secretos de Verdi

Ayer sábado se cumplió el primer siglo del nacimiento de Carlo Bergonzi, uno de los intérpretes vocales más destacados del siglo XX, considerado como el tenor ideal a la hora de interpretar las obras del autor de Rigoletto, La fuerza del destino y Aida

Actualizada 04:30

Carlo Bergonzi y Maria Callas durante la grabación de Tosca en París, diciembre de 1964

Carlo Bergonzi y Maria Callas durante la grabación de Tosca en París, diciembre de 1964© Giovanni Coruzzi

Frente a un plato de buen pulpo y varias copas después de uno de los magníficos godellos de aquellos lares, me decidí finalmente a plantearle la pregunta. «De entre todos los que te cortejaron, ¿cuál fue el mejor?». Mi invitada esbozó una leve sonrisa pícara. Nadie más pertinente que Renata Scotto, que habiendo sido considerada sucesora de Maria Callas llegó a compartir escenario con buena parte de los más importantes tenores del siglo XX, de Giuseppe di Stefano a Plácido Domingo, para responder. Porque la cosa iba de amantes, sí, pero ficticios, aquellos que generalmente sucumben frente a las más primitivas intrigas antes que poder vivir felizmente junto a sus enamoradas sobre las tablas de un teatro. Tratábase de proezas vocales más que de contorsiones.

«Quizá la gente ahora lo ignore, pero en su tiempo, el preferido, aquel que suscitaba la mayor expectación entre los aficionados, el que generaba las colas más largas delante de la taquilla del Met (el templo lírico neoyorquino) cada vez que iba a presentarse allí en una ópera era… Carlo Bergonzi», me contestó la legendaria soprano.

Bergonzi, sí… un tipo no muy agraciado físicamente, hijo de un modesto productor de quesos, como los deliciosos que se pueden degustar por tierras parmesanas, donde el cantante nació hace justamente un siglo; actor de limitados registros si se le llegase a juzgar por los parámetros del «Método», bajito y rechoncho, con un único registro facial, pero sublime intérprete (como reza el título de uno de sus recopilatorios discográficos, Carlo Bergonzi, the sublime voice) a la hora de encarnar a los personajes que crearon los mayores compositores del género lírico durante el siglo XIX. Y de un modo muy particular, Giuseppe Verdi, sobre el que este hombre llegó a sentar cátedra (alguien lo bautizó ciertamente como «el Catedrático», cuando ese título aún significaba algo) casi como ningún otro colega suyo, apoyándose básicamente en la perfección procurada a través del tiempo de las posibilidades de su instrumento humano.

La voz o la inteligencia, no se puede tener todo…

Hay cantantes que tienen la voz, y otros la inteligencia para usarla. O como se resume perfectamente en el Martín Fierro, esa joya de la literatura pampeana: «para los unos… sonidos/y para otros… intención». Bergonzi pertenecía a los últimos. Pocos como él poseían el talento, la intuición, la inteligencia, la distinción para colorear una frase, dotando del sentido preciso a una palabra (como reclamaba Verdi al señalar la importancia de la parola scenica), hasta lograr transmitir, con esa mezcla de acentos adecuados y vibrantes, claridad en la dicción, refinados matices expresivos, la esencia última del drama.

Porque en eso consiste básicamente la ópera. No se trata de soportar imposibles primeros planos (bueno, ahora sí, desde que a algún «genio» se le ocurrió proyectar las funciones líricas en las salas de cine, logrando de paso vaciar de una manera cada vez más dramática los teatros) mientras el protagonista, un portento físico, desgrana tres frases bien escritas al tiempo que se despoja de su camiseta. Por cierto, el poco agraciado Bergonzi, más bien su reconocible instrumento, aparece como singular participante en una película, y en un rol de no escasa relevancia.

Bergonzi con la soprano  española Ángeles Gulín

Bergonzi con la soprano española Ángeles Gulín

En la maravillosa Hechizo de luna (Moonstruck) de Norman Jewinson, la mayor declaración de amor hacia la ópera que se haya filmado nunca, el romance entre Nicolas Cage (sobrino-nieto del compositor Anton Coppola) y Cher se fraguaba en torno a reiteradas audiciones de La Bohème, la favorita del apasionado panadero protagonista. Y en el filme (en el que además tenía un rol relevante el hijo actor del gran bajo ruso Fyodor Chaliapin), la grabación empleada cada vez que sonaba la obra maestra 'pucciniana' era precisamente la que habían efectuado Bergonzi y otra mítica Renata, la Tebaldi. Así que Rodolfo, el poeta enamorado en cuyos versos a la luna se reflejaba Cage, poseía la voz del tenor.

Fiel seguidor de los principios de los «padres fundadores»

Aquellos curiosos, nobles humanistas italianos de finales del Renacimiento, los inventores de un género que porta en su raíz la esencia misma de la europeidad y fue luego moldeándose, emprendiendo sobre la marcha caminos muy diversos, cuando tuvieron la idea de bautizar su «drama en música» (no «con música», cosa muy distinta) como «recitar cantando», es decir, actuar cantando, interpretar a través de la voz, ya tomaron partido al sugerir la importancia esencial de situar, en el lugar preponderante de la ópera, la expresión de la palabra cantada. Y en eso, Carlo Bergonzi casi no tuvo rival durante sus días (Alfredo Kraus, seguramente, pero en otro repertorio: rara vez coincidían el de ambos, y cuando lo hicieron resulta muy difícil decantarse, como ocurre con sus ejemplares encarnaciones en Rigoletto o Lucia di Lammermoor).

Si no les fuese a costar un dinero que seguramente no justificaría el empeño, les propondría un reto. Se trataría de asistir a algunos de los repartos alternativos, no al principal, de la Madama Butterfly que ofrece estos días el Teatro Real madrileño. En estos aparece alguno de esos tenores efímeramente consagrados, asiduos de los principales teatros y festivales, con porte y figura de actor de telenovela, por lo que algunos lograrán animarse con sus evoluciones sobre la escena: ¡qué Pinkerton más galán! ¿Pero y el resto…? ¿A dónde ha ido a parar la construcción del personaje a través de la amplia gama de colores e inflexiones que Puccini se molestó en elaborar musicalmente a través de su partitura, y que enriquecen con matices inesperados (porque pocas veces se observan como correspondería) al militar norteamericano, a menudo caracterizado de un único, obvio trazo?

¿Puede resultar el felón marino, en el fondo de su denostado comportamiento, más ambiguo de lo que a simple vista parece? El propio autor así parece sugerirlo, confiriéndole frases de una notable exquisitez y dulzura. ¿Concebidas así porque ese era «el arma de destrucción masiva» empleada para derretir las débiles defensas de la joven y supuestamente inexperta geisha? También podría resultar, pero en cualquier caso, hasta esa precisa doblez es preciso sugerirla a través de la voz, de su empleo con sutiles tintes dramáticos.

Pruébese luego, a la vuelta del coliseo, a buscar cualquiera de las grabaciones completas que Carlo Bergonzi realizó de este personaje. Personalmente, sugiero la que registró junto a Renata Scotto (ya que se ha citado aquí mismo a propósito del tenor, y la soprano resultaba además una protagonista irresistible), con ese extraordinario director británico que era sir John Barbirolli. Tanto el dúo de amor que cierra el primer acto, como la apasionada despedida y el supuesto o real arrepentimiento de la conclusión, se convierten en la interpretación de Bergonzi en un caleidoscopio ideal no ya solo de emociones, si no además de ideas que por su riqueza y complejidad sugieren más que invariables certezas, dudas, la auténtica prueba de que una obra de arte ha logrado su real propósito.

Y no es que el canto de este artista resultara más o menos intelectual, como el de su buen amigo y socio en alguna aventura empresarial, el barítono Dietrich Fischer-Dieskau, si no que en su cuidado por la justedad de la expresión acertaba a conferirle a cada personaje, las más de las veces, una insospechada humanidad.

Recuerdo que cuando me invitaron a participar como jurado en la edición del bicentenario del autor de Falstaff del prestigioso concurso Voces Verdianas de Busseto, la primera noche casi no pude dormir. Me habían hospedado en I Due Foscari, el coqueto hotel, provisto de un espléndido restaurante, que era propiedad de Carlo Bergonzi. Hallándome en una de las estancias que pertenecían a uno de mis ídolos, me desvelé pensando en aquel lugar legendario, en sus conexiones con Verdi, que había nacido muy cerca, y que un día había decidido abandonar esta misma localidad para siempre porque sus paisanos le afeaban en público que hubiese decidido compartir su vida con una mujer, Giuseppina Strepponi, sin haber pasado antes por el altar (cosas de los pueblos…), etc.

El desencuentro artístico con Herbert von Karajan

Por distraer el tiempo, me puse entonces a escuchar una grabación de Bergonzi. Nada de su compositor fetiche. Había oído que Herbert von Karajan, que le había tenido durante un tiempo como su tenor favorito (con él grabó su primera Aida, y juntos interpretaron el Réquiem además de otras cosas), le retiró la palabra cuando se negó a actuar con él en unas funciones de I Pagliacci, previstas en La Scala milanesa. Al parecer, nunca volvió a establecer comunicación alguna con el artista hasta que años más tarde, un día, encontrándose ambos en Nueva York, después de una función del cantante (se presentó 300 veces en el Met), recibió una llamada telefónica del maestro. «Sigues siendo el mejor tenor del mundo. Y colgó sin darme tiempo a contestarle. Así era Karajan», contó el propio interesado.

Lo cierto es que llegó a grabar la ópera de Leoncavallo con Karajan, un registro que obtuvo varios galardones internacionales por su calidad, pero cuando llegó la hora de abordarlo en escena, no quiso. Seguramente consideró que era un rol (uno de los favoritos de Enrico Caruso) demasiado pesado, poco idóneo para su instrumento, que gozaba de una excelente proyección y firmeza pero no poseía la fuerza ni el caudal ni esos agudos restallantes que habitualmente empleaban otros intérpretes empeñados en mostrar, sin reservas, todo el patetismo, la desesperación y el desgarro que arrastran a Canio a asesinar a su compañera y al amante de esta, un crimen pasional que hiela la sangre cuando se interpreta en toda su íntima crudeza.

Si uno escucha atentamente ese disco de I Pagliacci, podrá comprobar que posiblemente nunca nadie haya sido capaz de abarcar con ese grado de profundidad la compleja caracterización de la psicología del infeliz payaso, el hombre vulgar, vapuleado por la vida, que en la extraordinariamente rica, variada y sugestiva paleta, de una modernidad apabullante, de Bergonzi (seguramente espoleado por la batuta del maestro austriaco, que ennoblece aún más una partitura plena de exquisitos aromas impresionistas) llega a convertirse casi en un personaje de Albert Camus, un hijo del existencialismo. Para mí aquel encuentro supuso un regalo doble: por compartir la vivienda de aquel intérprete genial y poder redescubrir, al mismo tiempo, precisamente allí, una de sus más extraordinarias, iluminadoras (y seguramente desconocidas) recreaciones artísticas.

Recordando ahora, pegado al día de su centenario, a uno de los esenciales artistas vocales del siglo pasado, los elogios parecen surgir en cascada. Pero el intérprete también portaba sus sombras. No vamos a entrar aquí en chismes ni bajezas, como el que supuestamente sembró su rival, el espléndido tenor Richard Tucker (que quizá le superase en la vehemencia al abordar ciertos personajes verdianos, pero jamás en profundidad), cuando dijo en una entrevista que Bergonzi era un tacaño al que más que el arte le interesaba, por encima de todo, el dinero. Seguramente cuando al inicio de su carrera, tras tres años de rodaje en teatros de provincias, decidió cambiar de barítono a tenor tendría en cuenta que la fama y la fortuna suelen sonreír en mayor medida a los segundos… Pero quién, en una profesión tan complicada, llena de sacrificios, incomprensiones y zancadillas, no vela por sus propios intereses… No, esos detalles no resultan relevantes.

Un reto inesperado, y seguramente ya inalcanzable

Más enjundia tiene el hecho de que el siempre mesurado Bergonzi, conocedor como nadie de sus propias capacidades, virtudes y limitaciones decidiese, ya al final de su carrera, dar un paso equivocado que, en su descargo, expresaba el deseo de redondear su lugar en la historia de la interpretación lírica, o quizá de alcanzar ese último, definitivo peldaño que le hiciera sentir que (más allá de cualquier otra ambición), su empeño personal como privilegiado portador del mensaje de Verdi se había logrado completar con éxito.

Después del temprano debut en La Scala, en 1953, su carrera se había desarrollado al más alto nivel, con algunas visitas españolas: realizó varias apariciones para los amigos de la ópera gallegos, asturianos, vascos y canarios, además de presentarse en el Liceo barcelonés, en 1958. Incorporó todos los grandes roles que se propuso, casi setenta, y hasta incluso tuvo tiempo de intervenir en varios estrenos destinados al olvido, de autores contemporáneos como Rocco, Pizetti o Napoli… Pero uno solo se le había resistido, el más significativo para un intérprete con la vitola de máximo experto verdiano, la penúltima gran creación del genio, Otello, auténtica piedra de toque para los tenores del repertorio italiano, como el Tristán 'wagneriano' lo es para los que aspiran a alcanzar los mayores honores con el alemán.

El tenor Carlo Bergonzi como Radamés en Aida de Verdi en 1956, el año de su debut en la Ópera Metropolitana.

El tenor Carlo Bergonzi como Radamés en Aida de Verdi en 1956, el año de su debut en la Ópera Metropolitana.Archivo de Metropolitan Opera

Las costuras del moro nunca se adaptaron plenamente a los medios vocales de Bergonzi, que no creía poseer la opulencia requerida, esa potencia vocal que concede sentido a las intempestivas reacciones de su volcánica personalidad, desde el fulgor del llamado a la gloria militar hasta los accesos de cólera que provocan los celos instigados por la naturaleza perversa de su mediocre pero astuto alter ego, el intrigante Jago. Así que aquel niño, que a los ocho años había sido hechizado para siempre por una función a la que le había llevado su padre de «El Trovador» verdiano, hubo de renunciar al único sueño que no vería cumplido, tiznarse el rostro (como era la práctica común aún entonces) para incorporar sobre el escenario al desdichado líder de la armada veneciana.

Ni los Tres Tenores quisieron perderse su último empeño

Aunque en el último momento, a punto ya de sonar la bocina, quiso echarle un último pulso a la fortuna. En el año 2000, con 76 años, protagonizó uno de esos sonados regresos tan del gusto de los norteamericanos. De hecho, su única apuesta por enfrentarse con el Otello debía producirse, abandonando el bien ganado retiro por su causa, en una única sesión, en forma de concierto, en el escenario del Carnegie Hall neoyorquino. La expectación creada por aquella inesperada oportunidad de volver a escuchar al divo, y además en el papel definitivo que nunca había llevado a la escena, era máxima, e hizo que hasta los llamados Tres Tenores cancelaran todos sus compromisos para poder asistir en primera fila, sentados juntos en un palco, al acontecimiento.

El único contacto de José Carreras con Otello se limitaba a una grabación de la ópera que Rossini compuso sobre el mismo argumento, inspirado en Shakespeare, durante su juventud. Pavarotti había hecho algo parecido a lo que ahora pretendía llevar a cabo el venerable tenor: una sola aproximación al rol, durante unos conciertos celebrados con la Sinfónica de Chicago, en los que la orquesta le proveyó de una especie de trono en el que permanecía sentado mientras no cantaba: el saldo, en cualquier caso, como puede apreciarse en la correspondiente grabación comercial, resultó positivo. Big Luciano, que como acaba de recordar estos días Il Corriere della sera no leía música, se preparó el papel a conciencia, por lo que se observan en su aproximación destellos de un fraseo pulido, enriquecidos por el timbre privilegiado, cálido y mediterráneo del artista.

Georges Pretre, Maria Callas, Tito Gobbi, Carlo Bergonzi en la grabación de la ópera Tosca en París el 7 de diciembre de 1964

Georges Pretre, Maria Callas, Tito Gobbi, Carlo Bergonzi en la grabación de la ópera Tosca en París el 7 de diciembre de 1964© Giovanni Coruzzi

De los tres colegas, el único que había llegado a triunfar en los escenarios de medio mundo (¡incluso en el Vicente Calderón!) con Otello, a partir de su temprano, y para algunos temerario debut en el rol, con 34 años, era Domingo. Quizá esa fuese la razón de Bergonzi para atreverse a abordar, en el tiempo de descuento, un papel que durante su época había monopolizado Mario del Monaco, mediante su titánica encarnación, al borde de la histeria, para lo que le facultaba el recio acero de una voz descomunal. Si Domingo, que no poseía los recursos de su colega italiano, había logrado imponer más adelante su retrato del personaje, logrando unánimes elogios con su entrega, empuje y carisma, quizá él, aunque a una edad ya imposible, sería también capaz de acometer también el reto que puede justificar una vida artística.

Pero aquella cita se convirtió en un fiasco anecdótico que devolvió al tenor a sus clases de canto para futuros intérpretes con el sueño improbable de llegar a emularle algún día, el concurso, la administración de I Due Foscari y algún puntual homenaje. La grabación «corsaria» del ensayo general ha circulado durante años entre sus seguidores, y una parte puede apreciarse en Youtube: el fraseo de primera calidad permanece, no hay asomo de ese molesto vibrato que a veces perturba en cantantes mucho más jóvenes, pero lógicamente la firmeza del agudo se resiente y su canto carece ya de la frescura, que no del lirismo ni de la elocuencia, del noble guerrero en plenitud de facultades.

Todo se acabó ahí. El día del estreno, Bergonzi naufragó como las naves de sus enemigos en la ópera. Solo resistió los dos primeros asaltos: a mitad de la actuación tuvo que retirarse ante la imposibilidad de llegar al final en unas condiciones aceptables. Un borrón, una veleidad innecesaria (pero atendible) que en nada desmerecen ni empañan una más que sólida trayectoria cimentada siempre sobre los sólidos criterios de la mayor exigencia, la búsqueda permanente, infatigable de esa excelencia que no se improvisa ni se logra fruto de la suerte o sortilegio alguno.

El próximo día 25 de este mismo mes se cumplirán diez años de su definitiva partida. Su glotonería no le impidió alcanzar hasta los 90, fértiles años. Que vivió feliz no solo lo demuestran sus entrevistas grabadas, con ese acento parmesano revestido de unas buenas pizcas de ingenuidad y las mejores intenciones envueltas en sonrisas francas… Pero sobre todo, el ejemplo de su leal compromiso con la transmisión de los máximos valores de la palabra revelada a través del canto. Como suele decirse en estos casos, suerte tenemos que nos han quedado sus grabaciones (variadas y muy numerosos, de casi todo su amplio repertorio) para seguir iluminándonos por los siglos de los siglos. Solo que en este caso, además, es verdad.

Comentarios
tracking