La democracia convertida en antropología. Parte II: la ley de hierro de la oligarquía
El otro día nos preguntábamos —es un decir; me preguntaba yo— si hemos reemplazado como arquetipo supremo lo bello, lo justo, lo bueno por «lo democrático», signifique esto lo que signifique. Si algo resulta condenable, execrable, detestable, decimos que «no es democrático». Nos provoca pavor escuchar que alguien nos acuse de «no democrático», o de que hemos hecho algo «no democrático». Preferimos que etiqueten nuestras obras, comportamientos, actitudes y personas como «injustos, pérfidos, malvados, injustos», porque ya nos hemos convencido de que lo bueno y lo justo son cuestiones relativas. Cada cual tiene su verdad, su concepto del bien y de lo justo, sus códigos morales y sus opciones de vida. Pero «lo democrático» es la nueva objetividad. No hay remedio ni salvación. No hay posibilidad de redimirse o matizarse, si uno no es «democrático».
La amnistía que Conde–Pumpido y los suyos han perpetrado en favor de los Chaves, Griñán y Zarrías ¿es democrática? La investigación que el Grupo Prisa —y quién sabe si ya Hacienda— ha iniciado contra Daniel Carvajal —el futbolista de la Selección española que apenas dio un apretón de manos a Pedro Sánchez sin siquiera mirarle a la cara— ¿es democrática? Si pretendemos responder a estas preguntas fuera de los cauces hoy habituales, tenemos que añadir tantos matices a la democracia, que la convertimos en un mero formato o talante, siempre subordinado a lo bello, lo bueno, lo justo. Los clásicos dirán que una democracia no puede estar por encima de los principios fundamentales del Derecho, sino que ha de respetarlos con absoluto escrúpulo. Nos dirá que la democracia no puede ser una excusa del 51% contra el 49%, ni contra las minorías, ni tampoco un intento de asumir que las corrientes mayoritarias han de ser las únicas. El clásico dirá que un parlamento nunca es absoluto, ni es competente para decir quién es el papa o cuál es su dignidad, ni qué es el matrimonio ni si lo componen dos varones o dos mujeres. Pero esto último ya no suena tan «democrático». No suena nada democrático sostener que la democracia ha de ser limitada. Si el parlamento dice que el Sol sale por el Oeste, ¿quién tiene razón? ¿El Sol o el parlamento?
En todo caso, ahora estamos debatiendo algo que nos parecía impensable pocos años atrás: ¿es competente el gobierno —el de Sánchez, para ser más concretos— para definir qué es un bulo y qué es un medio de comunicación fiable, o cuál debe ser la correcta percepción que sobre la economía ha de tener la gente? El clásico responderá criticando al ficticio profesor Keating que protagoniza El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) y que, en nombre de la liberación, no sólo inculca a sus alumnos una interpretación deforme y banal del carpe diem horaciano, sino que los obligará a «cancelar» la introducción del manual de literatura escrita por el doctor Evans Pritchard. En la clase de Keating sólo hay espacio para lo que Keating quiere, y los alumnos, embriagados por la algarabía y la ruptura de las normas tradicionales, aplauden.
Para avanzar con este tema, me voy a servir de un texto que la editorial Encuentro me solicitó hace más de medio año, y que sirve de prólogo para la nueva edición de La ley de hierro de la oligarquía, de Dalmacio Negro. La primera edición de este libro se publicó en 2015, pero desde entonces la política y la democracia han progresado tanto, tanto, que esta nueva edición profundiza en bastantes aspectos. Y profundiza con unos toques de atención que me han ayudado a encontrar un suelo en el que intentar aterrizar mis percepciones sobre el tema, y que hace años me vienen rondando la mollera. Una mollera más o menos igual de limitada que la democracia para un clásico temeroso de Dios.
Cuando hablamos de política —tal es el tema de La ley de hierro de la oligarquía, de Dalmacio Negro—, solemos notar tres grandes tendencias. A la primera podemos denominarla «derrotista», y es aquella que entiende que el poder es algo perverso y que, de sólito, lo detentan personas sin escrúpulos, únicamente atentas a sus intereses y no al bien común. La segunda tendencia es la idealista o utópica. Resulta moderadamente dañina en regímenes donde hay un suficiente reconocimiento de los principios fundamentales del Derecho; esta tendencia concede al gobierno —y, en especial, al estado— el constante beneficio de la duda, de modo que todo impuesto irá a una buena causa y todo recorte de libertades redundará en nuestro beneficio. Al respecto nos advierte largamente el profesor Dalmacio Negro en estas páginas. La tercera postura sería la que cabría definir como ecléctica y, en la práctica, conoce una amplia gama de concreciones.
El «derrotismo» es, en ocasiones, un anquilosamiento del eclecticismo. Se constata la necesidad de una cierta dosis de escepticismo sobre la condición humana; sin embargo, un día nos cansamos de administrar esa dosis en cantidades siempre medidas, siempre matizadas. Porque, para que una institución disponga de mínima eficacia, hemos de delegar el poder en un pequeño grupo. Pero, toda vez que nos fatigamos en la búsqueda de un equilibrio en constante corrección, empezamos a pensar que quizá no sea tan mala idea olvidarnos de la política, y que un dictador —de los nuestros, eso sí— gobierne durante una generación, sin la engorrosa tarea de rendir cuentas cada pocos años. Todo país necesita, para progresar, de planes estables, a largo plazo. ¿No es mejor que manden los que saben, los expertos, los profesionales? Durante el covid que nos vino de la China, nuestro gobierno decidió crear un «comité de expertos». Es cierto que ahí no había nadie —nos lo olíamos—, pero, como dice Jorge Freire, ¿quién osa contradecir a un sanedrín, aunque en realidad esté vacío?
En 1911 el alemán Robert Michels publicó en Leipzig un tratado sobre «la sociología de los sistemas de partidos en la democracia moderna». Según la teoría de Michels, y en consonancia con otros politólogos y sociólogos como Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca —como a Nietzsche y Vattimo los une Turín—, impera dentro de las instituciones y organizaciones políticas la «ley de hierro de la oligarquía», la cual puede formularse de manera sucinta: en realidad, mandan siempre unos pocos. En este sentido, los sistemas democráticos no dejan de ser otro tipo de régimen en el que se perpetúan las inevitables estructuras de Estado que a lo largo de la historia han sido y serán: gobiernos en manos de un puñado de hombres. Aún más: la propia dinámica de los partidos requiere —si pretenden seguir existiendo y acaparando o cooptando poder— de un mecanismo ejecutivo que sea prerrogativa de una minoría.
En nuestra época eso que llamamos democracia —que, como el cruel adalid o el héroe magnánimo, cubre su rostro con muy distintas máscaras— es la diosa suprema. En su nombre, un caudillo amoral puede derribar el Derecho y perpetuarse en el poder, convirtiendo el Estado en cuadrilla de ladrones, según expresión de Agustín de Hipona. Quizá sea la democracia el estilo o revestimiento sociológico que más debilidad halla en nuestra capacidad de discernimiento sobre las oligarquías políticas. Para ampliar nuestra mirada, y para recuperar conceptos que vienen desde la Grecia antigua, Dalmacio Negro ofrece La ley de hierro de la oligarquía. En ellas reina un eclecticismo que tramonta las cumbres de nuestro tiempo, para recordarnos que la oligarquía debe ser aristocrática y regirse por la virtud, que hay diferencia entre pueblo y comunidad, entre auctoritas y potestas, entre forma de gobierno y régimen. Dalmacio Negro también recuerda que puede admitirse un concepto del Derecho como emanación de la naturaleza humana —y, por tanto, inmutable en sus principios—, en vez de como simple consenso logrado o impuesto en una sociedad de masas.