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Portada La escultura de sí

El barbero del rey de Suecia

A primera sangre

He sido de nuevo víctima de la que podríamos llamar «ley Borges». Un escritor –parabolizó el argentino– se propuso la esforzada tarea de escribir el mundo, pero, cuando creyó terminar, exhausto, «y gracias iba a dar a la fortuna,/ al alzar los ojos, vio un bruñido/ disco en el aire y comprendió, aturdido,/ que se había olvidado de la luna». ¡De la luna, nada menos! Nos pasa continuamente. Yo he escrito un libro sobre la nobleza de espíritu para el que fatigué bibliografías y, a los quince días de publicar mi ensayo, al alzar los ojos, mi amigo Isaac Lobatón me informó de que el filósofo Michel Onfray (1959) había escrito un tratado entero sobre el particular. Se titula La escultura de sí, y la publicó en 2007.

Me precipité a leer el libro, naturalmente, como quien se apresta a un duelo a vida o muerte. La rabia inicial se transformó pronto en admiración y alivio. Venga o no a cuento –que casi nunca viene–, Onfray ostenta un desmesurado anticristianismo, deudor de Nietzsche y propone una ética hedonista que se impone a cualquier otro principio. Es significativo que su modelo humano sea un Condotiero, esto es, un mercenario. Mi alivio consiste, por tanto, en que no hay coincidencias de fondo entre su voluntarismo férreo de superhombre autónomo («la mirada que dirige hacia sí mismo el Condotiero es genealógica») y mi agradecimiento universal de hidalgo inmerecido y de cristiano viejo. Viniendo de otro hemisferio intelectual, no era una lectura imprescindible para mí. Onfray, ateo y nominalista, prefiere a los trovadores que a Dante y defiende un constructivismo servil al dictum nietzscheano: «Sé amo y escultor de ti mismo».

¿Y la admiración, entonces? Nace de un motivo algo vanidoso (aunque Onfray ese motivo justamente me lo aplaudiría). Es por las increíbles coincidencias prácticas a pesar de tanto desacuerdo esencial. Michel Onfray también había diagnosticado la extrema necesidad de aristocraticismo de nuestra sociedad igualistarista y adocenada. Necesitamos un modelo humano más elevado y exigente. Y, sobre todo, aplaudo su obsesivo respeto a la verdad y al compromiso con la palabra dada, su orgullosa independencia frente a un Estado intrusivo y el aviso de la mucha fortaleza interior que nos va a hacer falta.

Como el barbero del rey de Suecia viene a recoger lo valioso, hecha la crítica del planteamiento general, se concentra en los aciertos concretos. Todo duelo intelectual, finalmente, es a primera sangre, porque arbitra la verdad. Constatada el enfrentamiento de fondo, le concedo y agradezco sus muchos atisbos luminosos y certeros. Véanse:

Nada le contraría más [al Condotiero] que la pasión igualitaria, esa furia normativa. […] Nuestro siglo, abyecto y abúlico, timorato y enteramente entregado a la guerra contra las singularidades […] el rebaño histérico, para decirlo como Rimbaud […] un siglo todo él fabricado por las masas y el número.

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El aristócrata: aquel cuya tensión se dirige a la excelencia, la distinción y la diferencia.

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La fuerza es lo contrario de la violencia […] la fuerza busca el orden, la vida y lo positivo.

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A los cobardes les desespera cualquier fracaso.

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No concibo fuerza alguna sin elegancia, voluntad alguna sin alegría o determinación alguna sin preocupación por una plenitud estética.

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[El Condotiero] es un reactivo: desea lo que le falta. […] El desorden es su material; la forma, su proyecto.

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No existe obra, pues, sin mayéutica.

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No hay peor extremo que el término medio.

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El capitalismo ha contribuido a borrar cualquier afán de nobleza. Su objetivo es la rentabilidad.

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No hay nada más insoportable que esta incapacidad para tener un juicio propio que reina hoy en día.

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La búsqueda de la dignidad presupone la práctica de la dignidad.

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Más allá de la primera sangre que decide el final de un duelo, sólo hay barbarie.

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El hombre del rencor es lo contrario del dispensioso: guarda, conserva y casi mima ese capital de dolor que lleva en sí.

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No hay soberanía sin tener experiencia en el dominio del tiempo.

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El hombre del Kairós es un domador de energía, un gladiador que se enfrenta a las fuerzas de Chronos.

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Engaño, hipocresía, maldades, vilezas y falsedades… lo negativo se encarna en todo momento en cualquier vida cotidiana que no esté contenida por un proyecto ético.

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La moral es cuestión de selección y doma del sistema nervioso.

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El amor propio es lo que queda de animal en el hombre a pesar de los siglos de domesticación ética. Es la reliquia natural después de milenios de civilización y cultura.

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Toda ética es voluntad de conversión.

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El principio selectivo de una ética exigente es lo sublime. […] Una gesta es sublime cuando impone sin ambages la soberanía, el carácter único, supremo y magistral.

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En la cima de las virtudes coloco la menos expuesta a lo fútil y la más indiferente a las fragilidades propiciadas por los caprichos: la amistad, soberana, viril y afirmativa. […] Por constituir una contradicción flagrante al principio democrático e igualitario, desagradó profundamente a la Revolución francesa, que quiso codificarla.

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[Como los de moneda], los falsificadores del lenguaje fueron rechazados, apartados y expulsados a la periferia de la geografía aristocrática.

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El espíritu caballeresco contra el facilismo bárbaro. [Porque consiste muy principalmente en el cuidado del lenguaje y la expresión frente a la chabacanería y la demagogia.]

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Como nadie está obligado a hacer una promesa, el que la haga debe cumplirla. […] Toda palabra pronunciada debe anunciar un acto por venir.

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Cuando no sabemos escuchar nos exponemos a no ser oídos.

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El entusiasmo ilumina la existencia, instruyendo lo real con una patética cuyo primer efecto es expulsar la intratable melancolía que nos habita. […] El entusiasmo y lo sublime muestran, en el orden fenoménico, a qué podría parecerse la eternidad.