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tabaco

Europa Press

El Debate de las Ideas

Elegía al tabaco (II)

El tabaco pertenece a la categoría de los placeres complejos, ligeramente repugnantes

Fumar es una actividad reflexiva, elevada, casi enteramente intelectual. Por eso, lo mismo que la planta es más consciente que la piedra, y el animal más consciente que la planta, el hombre que fuma es más consciente que el que no lo hace. Este creerá que no, pero qué sabrá si no fuma… En cualquier caso, aunque el tabaco sea cosa del espíritu y de las facultades superiores, de aquellas que nos distinguen del resto de los seres pluricelulares, en la segunda parte de esta elegía me centraré en su aspecto más sensual y voluptuoso, que también lo tiene. Porque el cigarro es un placer, el verdadero placer moderno, el único que no conocieron los vividores de la Antigüedad; «une volupté nouvelle», como supo ver Pierre Louÿs en su día.

Empezaré por admitir que el tabaco no está lo que se dice bueno, de ahí que se requiera una cierta sofisticación para disfrutarlo. Pertenece a la categoría de los placeres complejos, ligeramente repugnantes. De primeras asquea, como el sexo, como los caracoles o las ostras aún palpitantes en su concha; pero, a diferencia de los anteriores, el tabaco no sabe a vida, sino a muerte y pudrición. El cigarro encendido desprende un tufillo alarmante, sospechoso, semejante al de la carne madurada. Aun así, sabe a gloria. El placer que brinda nace en el corazón del desagrado, solo que luego lo revienta desde el interior, igual que el brote tierno puja y revienta la semilla. Para comprenderlo no basta con haberlo probado; únicamente quien se haya consagrado al fumercio, quien haya insistido más allá del rechazo animal y su tosca diferenciación entre lo malo y lo bueno, habrá conocido su oscuro encanto, su deleite nauseabundo.

Y ahora, a unas pocas líneas de abandonarlo para siempre, quisiera celebrar algunos cigarros que permanecerán en mi memoria sensitiva, y cuya ausencia sentiré con esa punzada fantasmal del miembro amputado. Lo dejaré y pasará el tiempo, hasta que un día, frente a mi escritorio, tal vez creyendo haberme olvidado del todo, sin pensar alargue la mano para tomar… para tomar qué… una sombra, un vacío, nada. Entonces miraré los dedos índice y corazón para descubrirlos con horror incompletos, mutilados, inútiles, vestigios de un tiempo pasado en el que, si no fui feliz, tampoco me importó. Pero no, basta. ¡Dejemos los lamentos! Como ordenó doña Inés al pie de la sepultura de don Juan, «Cesad, cantos funerales;/ callad, mortuorias campanas», que hemos venido a celebrar un vicio del que hoy nos despedimos y que, al menos hasta ahora, ha merecido la pena por cigarros como estos:

- El cigarro mañanero. No podía empezar por otro. En las nueve o diez horas que median entre el último cigarro de un día y el primero del siguiente, los pulmones se recuperan casi al completo: deshollinan esos alveolos tan curiosos que tienen con forma de brócoli, y ocultan el alquitrán de la jornada debajo de una alfombra con cada vez más bultos. Durante la noche pueden incluso concebir la esperanza de que la neblina del tabaco se haya disipado para siempre, que al cigarro postrero de ayer no le siga hoy ningún otro. Pobres ilusos, los pulmones amanecen oreados y pletóricos, a estrenar, y por eso el primer cigarro del día tiene algo de desfloramiento, de mañana de bodas. Recientemente he cogido la costumbre de demorarlo cuanto sea posible. Me pongo alguna reunión o compromiso temprano con la intención de no empezar a fumar hasta las diez u once de la mañana, y la espera me mantiene enardecido y efervescente, deseante como en un noviazgo según lo quiere Dios. Cuando al fin llega el momento, lío un cigarro más grueso de lo normal y le propino una calada que me hace despertar por segunda vez. Empieza un segundo día en el interior del primero, el día del fumador, el que de verdad vale. La decepción de los pulmones es notoria y con ella se desencadena la minuciosa rebelión de los órganos: espeluznamiento, mareo, leve tos quizá… Nada que nos haga retroceder. Al cuerpo hay que demostrarle quién manda, de lo contrario cabecea, tironea como un burro y nos arrastra a la querencia, donde no hallaremos nada interesante.

- El sabor del tabaco es tan peculiar, tan leve y específico al mismo tiempo, que no es fácil maridarlo. El fumador, que por encima de cualquier otra cosa es fumador, que fuma para vivir porque sin fumar la vida se volvería intolerable, en todo momento decide lo que come y bebe con el tabaco en mente. Empiezo por la bebida. El café bien, siempre bien. El vino, en cambio, nunca, en ninguna de sus variedades: manzanilla y tabaco, mal; tinto y tabaco, peor. Es más, si durante la comida se ha bebido vino, se precisa luego un café o un gin-tonic para retomar el fumercio sin que las paredes de la boca te sepan a carbón. Y aunque podría seguir un rato, por ejemplo lanzando anatemas contra la Coca-Cola, acabaré con la cerveza, tan idónea para el tabaco como el café. Al mediodía, en fin de semana porque después una cosa lleva a la otra, un ratito después del ángelus, en un sitio donde la tiren como es debido, y nunca sentado, pues cerveza y tabaco han de encontrar vía libre para llegar hasta las plantas y allí alborozar los deditos de los pies, tan inútiles y olvidados el resto del tiempo. O un día de diario, tras guerrear contra la ineptitud general, ya en casa, en el despacho de uno, con las piernas cruzadas sobre la mesa y tapones en los oídos porque los niños todavía alborotan, sin nada que hacer salvo esto, primero el buchito helado y, acto seguido, la calada ardiente.

- Respecto a la comida, quedan proscritos los alimentos que hayan pasado por la freidora, chapoteen en salsa de tomate o hayan tenido algún conocimiento del ajo a lo largo de sus vidas; también los platos contundentes o especiados, los guisos, los potajes, la casquería, los embutidos, la pasta, los peces de todo tipo, los arroces, la fruta que no pueda ingerirse con cáscara, etcétera. En realidad, lo mejor para disfrutar el tabaco es el ayuno, no en vano descubrí todo su potencial un viernes de Cuaresma. E ignoro de dónde proviene el prestigio del cigarro que abrocha un almuerzo, cuando, de hecho, el mejor es el contrario. Son las dos, no pruebas bocado desde las nueve y tienes el estómago vacío, resonante. Es hora de dirigirse a la cocina, pero decides fumarte antes el último cigarro de la mañana. Lo lías sueltito y sin prensar, para que corra el aire. La primera calada no la tomas a pecho porque es casi enteramente papel; pero la segunda… ay la segunda. Parte del humo te encharca los pulmones y el resto desciende hasta el estómago. El hambre se mitiga y llegas al convencimiento de que podrías subsistir a base de cigarros como este. Es el cigarro monologado, insular, a horas a la redonda de cualquier otro estímulo que lo enmascare. Y dado que no compite con ningún otro sabor ―excepto con el sabor a ti mismo, que no es otro a estas alturas que el del propio tabaco―, lo sientes en toda su pureza, en los dientes, en las encías y en la punta de la lengua, ya soliviantada de tanto fumar.

- Con permiso del anterior, el cigarro más dulce de todos es aquel que ya no volveré a fumar, el de la recaída, el que te hace rendirte y volver a casa, porque si el destino te quiso fumador, si te eligió para honor tan alto, quién eres tú para resistirte. Gusté de ese cigarro en una ocasión, tras un mes de empecinamiento. Fue la sensación más sublime que haya experimentado jamás, tan maravillosa que a ese cigarro le siguieron otras decenas de miles, y aunque ya no fueron lo mismo, tampoco estuvieron mal. Aquello, para muchos una derrota, fue una iluminación; supuso la comprensión súbita de que llevaba treinta días saboteándome, privándome de la alegría. Y de repente, después de un mes de padecimientos, al conjuro del tabaco el alma se sosegó, la mente se aclaró, los ojos chisporrotearon, los oídos se abrieron y, procedente de los altos de la creación, me llegó el rumor de las arpas celestiales.

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