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08 de septiembre de 2024

Sociedad

Lu Tolstova

El Debate de las Ideas

Por qué se estropea una sociedad

La herencia griega y por otro la revelación divina dibujan al ser humano como constituido por la razón, a la vez que es de naturaleza pneumática, espiritual, abierto al logos divino

Pongamos una sociedad en la que injusticia convive con la inmoralidad. Una sociedad en la que la verdad poco tiene que hacer ante la impunidad de la mentira. Una sociedad en la que los ciudadanos son tratados desigualmente, según su región y su cercanía al poder. Una sociedad compuesta en su mayor parte de personas que no son malas, pero que no hacen nada para evitar que desaparezca o disminuya la corrupción estructural.

Un caso muy extremo de esa situación fue la sociedad que, en gran parte, le dio el poder a Hitler. Lo estudió con detalle Eric Voegelin (1901-1985) en un libro basado en unas conferencias que pronunció en los años sesenta: Hitler y los alemanes. Ha sido publicado este año, por primera vez en España, en Editorial Trotta, en edición, introducción y excelente traducción de José María Carabante.

Voegelin detalla, con minuciosa documentación, el silencio y la cobardía de quienes, por su posición institucional deberían haber alzado la voz ante el crimen extendido: los dirigentes de la iglesia evangélica (entonces la confesión mayoritaria en Alemania), los obispos católicos, el ejército, la mayor parte de los jueces. Con frecuencia, no solo callaron, sino justificaron la «limpieza racial». Hubo excepciones, como el pastor protestante Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) y el jesuita Alfred Delp (1907-1945), los dos asesinados por el régimen.

El libro, además de eso, que es mucho, ofrece una especie de plantilla o patrón para al menos empezar a ver cuándo y por qué una sociedad, es decir, un número crecido, incluso mayoritario, de personas empieza a asistir, sin reacción, ni siquiera interna, a la difusión de lo malo.

En un fino análisis, Voegelin señala que por un lado la herencia griega y por otro la revelación divina dibujan al ser humano como constituido por la razón, a la vez que es de naturaleza pneumática, espiritual, abierto al logos divino. «Razón y espíritu, nóus y pneuma, son los dos modos de constitución del ser humano y sobre los que la noción de este último se vertebra. Cabe señalar que, desde un punto de vista histórico, esas primeras intuiciones que revelan la función constitutiva de la razón y del espíritu para el ser humano, no han sido superadas, En última instancia, son descubrimientos definitivos sobre la naturaleza humana».

Cuando la razón es suplantada por la irracionalidad, cuando se niega valor a la verdad y se acepta la mentira como verdad y, a la vez, cuando se pierde la conexión con el logos y el amor divinos, cuando Dios es insignificante en una sociedad, puede esperarse que una serie de conductas de por sí inmorales sean aceptadas incluso como derechos humanos, como es el caso del aborto. Y no eso solo: la eutanasia, que no por ser solicitada deja de ser algo contrario al designio de Dios, a la constitución «divina» del ser humano. O la manifiesta hipocresía que supone clamar contra la pornografía infantil cuando a la vez la pornografía en toda su sucia gama se acepta como inevitable.

La banalidad del mal, de la que escribió Hannah Arendt (1906-1975) no es aplicable solo a los crímenes del nazismo o del estalinismo, sino a cualquier situación en la que la conducta inmoral es considerada una «liberación». Porque el mal se hace banal cuando se piensa solo en el inmediato presente, cuando se acepta que los males son en cualquier caso inevitables, cuando, ante el crecimiento de la corrupción moral, se sostiene que, habiéndose dado siempre, no tiene remedio.

Si la corrupción no avanza de forma más rápida se debe (y este apunte no lo he encontrado en Voegelin) a que la sociedad no es un monolito, sino que está integrada por una gradación de actitudes y de conductas de millones de personas individuales, algunas de ellas inspiradas en esa racionalidad y espiritualidad, para las que Dios no solo no es insignificante, sino que es vida de su vida, más íntimo que su propia intimidad, como escribió san Agustín.

Ese es «el resto de Israel: “Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron» 1 Reyes 19, 18). Esa minoría que siempre puede obrar «para fermentar la masa» (Mateo 13, 33). Esa minoría, para crecer y extenderse, necesita por parte de los pastores de la Iglesia una mayor valentía, claridad y denuncia, sin paliativos, de las conductas que, por ir contra Dios, destruyen al ser humano. Hacia el final del libro escribe Voegelin: «Como en la entraña del mal se halla la condición pneumopatológica de la conciencia, el primer paso para transformar las cosas implica hacer a las personas conscientes del mal que nos aflige».

Pongamos que hablo de esta sociedad nuestra, la española. Con la denuncia de los males presentes se necesita una profundización, que es siempre personal, en esa constitución básica y esencial de lo humano: racionalidad y necesidad de Dios. El resto es simple coyuntura y marear la perdiz, con opiniones efímeramente virales y memes que en no pocos casos parecen meme-ces. Intentar evitar que, para muchas personas, su fondo sea su superficie.

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