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La escritora italiana Cristina Campo

El Debate de las Ideas

Una escritora «fuera de campo»

Nacida Vittoria Guerrini, hace un siglo, en Bolonia, con una malformación cardíaca congénita que condicionó su vida, se trasladó muy pronto a Florencia, donde pasó su infancia y adolescencia

En cinematografía se llama «fuera de campo» a la parte de una escena o incluso a un personaje, que, si bien no es visible, por quedar fuera del encuadre delimitado por el campo óptico de la cámara, puede tener, sin embargo, una importancia de primerísimo rango para la comprensión de la trama. La escritora que queremos rememorar hoy, a pesar de haber elegido como su principal pseudónimo precisamente el de Cristina Campo, de manera paradójica, actuó siempre en la escena de la cultura de las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX como un personaje «fuera de campo».

Nacida Vittoria Guerrini, hace un siglo, en Bolonia, con una malformación cardíaca congénita que condicionó su vida, se trasladó muy pronto a Florencia, donde pasó su infancia y adolescencia. Hija única de Guido Guerrini, compositor y director de orquesta, además de reconocido docente y autor de varios libros sobre música, que murió siendo presidente de la internacionalmente prestigiosa Accademia di Santa Cecilia y a la vez un admirador entusiasta del Canto Gregoriano. Esta vinculación con el ambiente musical del más alto nivel la marcaría de por vida.

Si bien comenzó a escribir desde joven, mantuvo deliberadamente un perfil bajo y muy pocos la conocieron y apreciaron. Sin embargo, hoy es considerada entre las mejores plumas de su generación, Alfredo Cattabiani, cuando era director de la prestigiosa casa editorial Rusconi, llegó a decir que ella «fue probablemente la mayor prosista italiana de este medio siglo». A medida que pasa el tiempo, sus lectores se multiplican, se dedican a su persona y obra conferencias, encuentros y congresos; con frecuencia cada vez mayor, se defienden tesis sobre ella en diversas universidades, se publican estudios y se va en busca de sus escritos perdidos. Esta autora, que según la presentación que hacía de sí misma ha escrito poco y le gustaría haber escrito menos, publicó en vida tan sólo tres pequeños libros, mientras que la mayor parte de sus escritos -poemas, traducciones, ensayos, notas- aparecieron dispersos en revistas y obras en colaboración, generalmente con diferentes pseudónimos.

Sin embargo, desde temprana edad contó con lo que ella denominaba un «temperamento místico», que se vio acrecentado por la lectura de ciertos autores. Ya en la década de 1940 había conocido y amado el pensamiento del escritor austríaco Hugo von Hofmannsthal, (hoy conocido casi exclusivamente por haber sido el libretista de las más famosas Operas de Richard Strauss). «Ella, como ‘su Hofmannsthal’ tenía un sentido inusualmente agudo para los patrimonios espirituales y una angustia continua, más aún, terror de que estos bienes fueran a perecer» como recordará posteriormente un amigo. Este carácter se vería acentuado al producirse el encuentro con los escritos de Simone Weil en 1950. Estos dos autores serán sus referencias fundamentales durante años, su brazo derecho y su brazo izquierdo, como le gustaba a ella decir.

Pero será en Roma, adonde se trasladó con sus padres en 1955, que su espiritualidad irá definiéndose mejor. Será un largo proceso. En ese tiempo le escribía a una amiga: «Con Dios seguimos dando vueltas, girando en torno, como dos caballeros armados de lanzas buscando el punto justo para dar el golpe». En esa época lee libros sobre religiones comparadas y vidas de santos y, poco a poco, verá en la religión una respuesta a las aporías de la modernidad, que, precisamente por la pérdida de las tradiciones milenarias, ya no le parece capaz de transmitir al hombre una orientación espiritual, un sentido de su existencia.

La separación del mundo terrenal (si bien no podemos hablar de una separación propiamente ascética) impulsaría a nuestra escritora a buscar una realidad superior y más profunda que contrastase con la banalidad y vulgaridad que percibía a su alrededor.

No sabemos con exactitud cómo se produjo la conversión de Cristina Campo, aunque sin duda hubo un período de transición, de nuevos comienzos. Años en que se interesa de modo creciente por la religión católica, atraída por el rito, fascinada por los lugares sagrados. Todo está concentrado, listo para tomar forma en palabras diferentes, que llegarán con la adhesión a la religión católica en la cual había sido bautizada pero que nunca había practicado. Algunos amigos hablan de un regreso, porque siempre se había sentido atraída por las cosas del espíritu; otros, de una profunda ruptura con un pasado que a partir de entonces recordará como «muy tormentoso».

En 1964 va por primera vez a San Anselmo, la abadía benedictina del Aventino donde viven monjes de todo el mundo que estudian en Roma. Lo cierto es que entre ese año y el siguiente algo le habla desde infinitas distancias. Pasa horas en las iglesias. Se sienta a meditar en la trapa de Tre Fontane, vuelve una y otra vez a San Anselmo a escuchar vísperas. Posteriormente, recordará un momento que consideró especial: «fue una gran hora, aquella de las vísperas, para mí, siete años han pasado. Como para Adán en el Edén. Algo que casi no me atrevo a recordar, tan desgarrador es el pensamiento de no haber correspondido en nada a esos encuentros divinos ‘en la brisa de la tarde’». En 1966 escribiría: «Se sabe de muchas conversiones debidas a la predicación, pero la chispa puede saltar de un único, perfecto gesto litúrgico; hay quien se ha convertido al ver a dos monjes inclinarse juntos profundamente, primero hacia el altar, después el uno hacia el otro, para luego retirarse hacia las profundidades del coro».

Pero repentinamente este mundo apenas descubierto comienza a verse amenazado con prácticas litúrgicas distorsionadas que rápidamente se van extendiendo. El peligro de ver desaparecer estos tesoros que apenas había descubierto la impulsa a utilizar la red de contactos del mundo de la cultura que a lo largo de los años había ido tejiendo en los más variados países para enviar una carta dirigida al Papa con la firma de treinta siete pensadores, escritores y artistas de fama internacional. En ella se decía: «Artistas y estudiosos, católicos y no católicos, preocupados por preservar en el mundo moderno uno de los mayores patrimonios culturales y espirituales de Occidente —un patrimonio que corre el riesgo de volverse puramente arqueológico en poco tiempo— piden que sea sometida a la benévola atención de Su Santidad, el Pontífice Pablo VI, una petición que, por lo que consta, representa en este momento el deseo de grupos cada vez más numerosos, tanto de fieles como de no católicos, para que la liturgia latino-gregoriana, que se ha practicado durante quince siglos en las órdenes monásticas, se mantenga intacta y completa al menos en aquellas iglesias conventuales que no tienen deberes estrictamente parroquiales; que en esta liturgia, incluida la Misa, no haya partes en lengua vernácula ni música que no sea la gregoriana; que en las iglesias conventuales no se utilicen amplificadores ni otros instrumentos mecánicos que desvirtúan irreparablemente la naturaleza del canto llano y la del lugar.» Firmaron esta carta, entre otros, escritores como W. H. Auden, Jorge Luis Borges, Julien Green, Salvador De Madariaga, Victoria Ocampo, Gertrud von Le Fort, Evelyn Waugh, Eugenio Montale (quien posteriormente recibiría el premio Nobel de literatura), cineastas como Igmar Bergman, Robert Bresson, músicos como Benjamin Britten, Pablo Casals, Luigi Daliapiccola, pintores como Giorgio de Chirico, pensadores como Augusto del Noce, Gabriel Marcel, Jacques Maritain, François Mauriac, María Zambrano, Elémire Zolla, el pacifista Lanza Del Vasto, la hija del filósofo Benedetto Croce, la conocida ambientalista Elena Croce.

Meses más tarde, el Papa Pablo VI publicaría la carta Sacrificium Laudis que se interpretó como una respuesta positiva a esta petición. En efecto, el Papa manifiesta en ella que no quiere acceder a la solicitud que le han venido haciendo varias comunidades monásticas de dejar el latín y el gregoriano y utilizar en la liturgia la lengua vernácula pues, dice el pontífice, esto implicaría «derogar las normas del concilio (Vaticano II) y los documentos subsiguientes acerca de la obligatoriedad del uso del latín», y continúa diciendo el Papa: «Podemos, asimismo, preguntarnos si los hombres y mujeres, deseosos de saborear las preces sagradas, acudirían en número tan elevado a vuestros templos en caso de que en ellos no resonase ya más la lengua antigua y original de aquéllas, unida al canto lleno de gravedad y belleza».

Pocos años después, ante una situación aún más agravada, Cristina Campo participará de manera determinante en la organización de una nueva petición y en la redacción de una segunda carta que esta vez llegará a reunir cien firmas, la mitad de las cuales eran de personalidades de la cultura británica que la hicieron publicar en el periódico The Times. Además de trece de los firmantes de la anterior que volvieron a poner su firma en esta segunda se sumarían los escritores Agatha Christie, Graham Greene, el poeta Jorge Guillén, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, el pianista Vladimir Ashkenazy, el director de orquesta Colin Davis, el guitarrista Andrés Segovia, la cantante lírica Joan Sutherland, el violinista Yehudi Menuhin y la hija del director de orquesta Arturo Toscanini. Firmarían además dos obispos anglicanos, uno de los cuales había sido invitado a asistir como observador en el Concilio Vaticano II.

El argumento central de la carta, muy caro a nuestra autora, era el siguiente: «Es evidente que, si una orden insensata decretara la demolición total o parcial de todas las basílicas y catedrales, sería una vez más la cultura -más allá de cualquier tendencia o confesión- la primera en alzarse horrorizada contra la posibilidad de semejante locura. Ocurre, sin embargo, que las basílicas y catedrales fueron construidas por pueblos cristianos para celebrar un rito bimilenario que hasta hace pocos meses era una tradición universalmente viva... Sin considerar aquí la experiencia religiosa y espiritual de millones de personas, este rito, en sus magníficos textos latinos, ha dado origen a una multitud de obras infinitamente preciosas: no sólo de místicos y doctores, sino de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores entre los más grandes, en todos los países y en todas las épocas. Bien puede decirse, por tanto, que pertenece a la cultura universal no menos que a la Iglesia y a los fieles.»

Al presentarse a sí misma, Cristina Campo se complacía en subrayar que, aparte de la poesía, su mayor interés era la liturgia, pero su pasión por ésta no se agotaba en la tradición romana. En efecto, durante años frecuentó también los oficios del Pontificio Colegio Russicum, donde se celebraban los oficios de la tradición bizantino-eslava en comunión con Roma. Un amigo dice que «compartía el conciso aforismo de Hofmannsthal según el cual ‘la ceremonia es el trabajo espiritual del cuerpo’. Ella era, en efecto, su perfecta encarnación». Y añade: «Pero quien no la ha visto, por así decirlo, «en acción» difícilmente puede imaginar con qué fe, energía, soltura e incluso gracia realizaba esta enferma del corazón, cada vez más débil físicamente, los gestos litúrgicos tan frecuentes en el rito bizantino: persignarse, inclinarse, arrodillarse y tocar el suelo con la frente; gestos que solía realizar incluso en privado, delante de sus iconos, despreocupada de su corazón desquiciado». Y acaba «Para Cristina Campo, el Russicum era el lugar perfecto para la adoración, y adoración, en mi opinión, es la palabra que mejor la representa».

De estos años de contacto con el Russicum nos quedan su Introducción a la edición de Dichos y hechos de los Padres del desierto, y la Introducción a la de Relatos de un peregrino ruso. Y también algunas de sus más bellas poesías. De hecho, la última, publicada póstuma enseguida después de su muerte, se titula: «Diario Bizantino» donde encontramos expresiones como éstas:

«Dos mundos - y yo provengo del otro.

[…]

mundo oculto al mundo, compenetrado con el mundo,

indeciblemente ignoto para el mundo.»

La debilidad de su corazón, nacido frágil, se acentúa y muere en 1977 con sólo 53 años. Pocos fueron entonces quienes lloraron su prematura muerte, de la que los periódicos, salvo una elogiosa nota necrológica en «Corriere della Sera», ni siquiera dieron noticia. Sus escasos parientes, que vivían lejos de Roma y tenían con ella un contacto sólo esporádico, no sospechaban siquiera la importancia que había tenido en la cultura de su época, de este modo, su funeral se celebró inmediatamente y casi en privado, su departamento fue vaciado con premura, recayendo el interés en unos pocos muebles y cuadros, recuerdos de familia, pero sus papeles, su biblioteca, la ingente correspondencia recibida, se dispersan y no hay más remedio que darlos por definitivamente perdidos. Un amigo ha encontrado más tarde, en librerías de segunda mano, algún libro de devoción que le había pertenecido. Así desaparece como había vivido, como protagonista clave de la escena, pero «fuera de campo».

Dirá más tarde Elemire Zolla con quien mantuvo una compleja relación intelectual y afectiva: «Cristina Campo, la única que supo imitar en ritmo y timbre ciertas composiciones de Chopin, pulió siempre cada frase con una feroz vigilancia [...] compuso la mayor parte de sus poemas escuchando el gregoriano, así como la prosa perfecta del libro de ensayos». Como muestra de su estilo y su pensamiento nos limitamos a ofrecer al lector unos pocos ejemplos:

«La liturgia es el deseo de rodear a la divinidad de imágenes que se le parezcan lo más posible, así como de palabras recibidas de Ella misma. Devolver al Creador, en virtud de su inspiración, un espejo extático de la creación. Gratias agimus Tibi propter magnam gloriam Tuam. En una época en que el hombre, presa de fuerzas oscuras, se esfuerza por hacer estallar la vida, distorsionando todas sus leyes y renunciando a su destino último, es particularmente penoso para el espíritu que incluso en el maravilloso santuario tradicional de la liturgia se abran brechas, que también este sistema se tambalee.» Notas sobre la liturgia. Publicado originalmente bajo el pseudónimo de Bernardo Trevisano en «Cappella Sistina», la revista del homónimo coro Papal, en 1966. Vuelto a publicar en: Cristina Campo, Sotto falso nome, Milano, Adelphi, 1998, pp. 129-135.

«La liturgia -como la poesía- es esplendor gratuito, derroche delicado, más necesaria que aquello que es útil. Se rige por formas y ritmos armoniosos que, inspirados en la creación, la superan en éxtasis. En realidad, la poesía siempre ha mirado a la liturgia como su signo ideal, y parece inevitable que, al decaer la poesía de visión a crónica, también la liturgia sufra menoscabo. Lo sagrado siempre ha sufrido con la degradación de lo profano. La liturgia cristiana tiene quizás su raíz en el vaso de nardo precioso que María Magdalena derramó sobre la cabeza y los pies del Redentor en casa de Simón el Leproso, la víspera de la Cena. Parece que el Maestro se enamoró de aquel derroche encantador. No sólo lo contrapuso a la sombría filantropía de Judas que, muy típicamente, reclamaba su costo para darlo a los pobres: ‘Siempre tendréis a los pobres, pero no siempre me tendréis a mí’ –palabras terribles que previenen al hombre contra el peligro de las distracciones honradas: Dios no está siempre ahí y no permanece mucho tiempo, y cuando está no tolera otro pensamiento, ni otra solicitud que Él mismo». Notas sobre la liturgia. Ibidem.

«El rito es por excelencia esta experiencia de muerte-regeneración a través de la belleza. Soy consciente de hablar de algo que la mayor parte no sabe de qué se trata, que alguno apenas recuerda, que sobrevive únicamente en poquísimos lugares desconocidos. Son aquellos, creo yo, los verdaderos modelos, los arquetipos de la poesía, que es hija de la liturgia, como Dante demuestra de un extremo al otro de la comedia». De una entrevista publicada también posteriormente en: Sotto falso nome, p 204.

A una pregunta sobre que «Ha escrito poco y le gustaría haber escrito menos». Dice «La palabra para mí es una cosa terrible, es un cable eléctrico al aire... con el verbo no se juega... Podemos hacer un daño terrible, decir inmensas tonterías de las que nos arrepentiremos diez años después. Podemos educar, formar almas todavía tiernas con una confianza atolondrada de la que nos lamentaremos al cabo de unos años. Siempre he tenido un gran miedo a las palabras: he escrito muchas cosas que no he publicado y eso no me importa. Mañana, si me estuviera muriendo, arrojaría muchas de ellas al fuego. De toda palabra inútil se pedirá cuenta», dice la Escritura». Entrevista inédita concedida a la Radiotelevision suiza poco tiempo antes de su muerte y emitida póstumamente.

Para acabar, traducimos una de sus poesías más bellas, que describe, con un lenguaje cargado de metáfora y simbolismo, las ceremonias de la Misa tal como ella la conoció en el tiempo de su conversión.

Missa Romana

Más inerme que el lirio

en el luminoso

sudario

sube al teologal

Calvario

penetra en la zarza

crepitante de los siglos

se oculta

en la olorosa nube de la lengua.

Curvado por terribles

vientos

besa sagradas llagas en silencio

eleva y muestra

puras palmas traspasadas

mendiga paz

entre pulgar e índice un hilo tiende

sobre el abismo del Verbo.

De la osamenta de los mártires

polvillo de gozo

crece

la raíz de Jesé

florece en el hirviente cáliz

y en la blanca luna

signada por la cruz de sangre

y estandarte

que, al surgir, sus rodillas

enflaquece.

Sobre la piedra angular

despedaza para nos la muerte,

la eleva al horizonte de las lágrimas

la posa

con maternal terror

sobre estigmas de labios

para reparar

la vida.

En torno al alimento

mortal

entre las orlas del Dios

silban serpientes muerden el corporal

en los cuatro ángulos del conopeo

se enrollan los folios

de los cielos

grietas se expanden por las pilastras.

Posesos

en la puerta

en el perfume de peste

gesticulan y venden con muecas

a los enfermos y deformes

de la probática

piscina

la suave máscara de supliciado.

II

Halconero del Cielo

sobre cuya mano alzada

se precipita el eterno Predador,

ávido de prisión…

III

¿Dónde va

este cordero

al que a los vírgenes es dado

seguir dondequiera que vaya dónde va

este cordero

que está erguido e inmolado

sobre el libro de los señalados

ab origine

mundi?

No se puede nacer,

pero sí permanecer

inocentes.

¿Dónde va

este cordero

que a nosotros que lo matamos no nos es dado

seguir con los señalados

ni huir

sino sollozando suavemente concebir

en el obscuro seno de la mente

usque ad consummationem

mundi?

No se puede nacer,

pero se puede morir

inocentes.