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10 de septiembre de 2024

Portada del libro 'La humana cosa'

Portada del libro 'La humana cosa'

El barbero del rey de Suecia

La hermana cosa

El crítico literario juzga, y un juez –como se sabe– no puede hacer acepción de personas. El barbero tampoco, aunque sea la barba de su vecino. En este caso, lo del vecino me queda hasta lejos. La barba es de mi hermano, Jaime García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1973). De mi hermano pequeño, para más inri, que acaba de publicar, en la prestigiosa colección de rayas de la editorial Renacimiento, una antología de sus libros de poemas. Se titula La humana cosa. La acepción de personas significaría dejar de hablar del libro, si es bueno, porque es de mi hermano; o hablar de él, aunque el libro fuese regular, porque es de mi hermano. Si hablo, por tanto, no es por consanguinidad, sino por afinidad. El libro me ha parecido bueno y es justo que ustedes tengan noticia de él. Aquí estamos para dar un servicio público y no para cuidar de nuestra reputación. Yo no me inhibiré, aunque ustedes, por supuesto, pueden recusarme.

La humana cosa, en cualquier caso, es un libro necesario. Luis Alberto de Cuenca lo constata en su prólogo nada más empezar: «Hace tiempo que la poesía de Jaime García-Máiquez necesitaba una antología». La necesidad nace del desorden grande en que sus libros se han ido publicando en las editoriales dispersas. El hecho de haber ido saliendo al ritmo de premios ganados ha implicado cierto caos, porque algún libro posterior ha sido premiado antes que otro, a lo que hay que añadir la costumbre de este Máiquez de escribir a lo Fernando Pessoa, con heterónimos, esto es, mediante autores impostados, que tienen una voz distinta, una biografía propia y visiones contrapuestas. Fernando López de Artieta, joven, triunfador y gamberro, es el primero; Rodrigo Manzuco, frágil minimalista cordobés, el segundo; y Pascual de Blanes, anacrónico catedrático de instituto de provincias jubilado, melancólico, viudo y machadiano, el tercero. Ya se imaginarán el lío. Además, si se me permite una crítica, no demasiado cainita espero, el hecho de concurrir a los concursos literarios ha implicado a veces que los libros hayan ido algo inflados de versos no esenciales para cumplir con las exigencias cuantitativas de las bases.

Las tres cosas se arreglan de un plumazo en La humana cosa. Los títulos se ordenan por su fecha de finalización y no de publicación, se hace una atinadísima selección de poemas, un afeitado muy apurado, digamos; y se ponen, al final, tras los libros firmados con nuestro propio apellido, los libros de los heterónimos. El resultado sorprende incluso a mí, que he visto crecer al poeta y a su obra desde chiquititos.

Tiene una voz propia, incluso a cuatro voces (contando con los heterónimos) y una mano muy firme para el verso rotundo y el poema de empaque clásico. Es un maestro de la adjetivación: «la omnipresente monja», «un mendigo invisible», «gente ingente», «las cunetas despeinadas», «el café radioactivo/ de un bar de carretera», etc. De su carrera profesional como experto en arte, se ha traído un ojo fino para la imagen hermosa. Aunque no aparta la vista de las melancolías y los fracasos de la vida, el tono general es de alegría y, a menudo, de humor descacharrante. Cuando se adquiere una perspectiva global de su poesía, se cae en la cuenta de una veta épica que la impregna de la cruz a la raya. El poema Las 1001 noches oscuras del alma nos ofrece ese espíritu comprimido: «Se alza la noche sobre un mundo débil/ de luz. Hay que ser fuerte./ Que no nos venza el miedo a estas alturas./ El hombre puede contener la muerte// con la poesía, el arte,/ la amistad, el amor,/ con el asombro o la increíble fe/ y un poco de sentido del humor.// Llama la noche oscura/ del alma a tu aposento./ Invítala a pasar. Dile a la noche/ que no se vaya sin contarte un cuento». La función del barbero es la del juez de instrucción: sólo presentarles a ustedes unos fragmentos para que juzguen en última instancia (sin hacer acepción de personas). Éstos:

[Infancia] Qué pena que aquel tiempo, con toda su alegría/coincida con los años más tristes de mi vida.
*
El agua tiene sus mundos:/ el de la nieve encantada,/ el peregrino del río,/ el de la ola en volandas,/ el ermitaño de un pozo,/ el de las lluvias de plata,/ […]/ ese frágil y alado/ de las nubes.
*
La luna está/ tan blanca porque toma/ el sol de noche.
*
¡Oh mundo cruel, qué suerte haber nacido!
*
…una ventana sabia de mirar tantas lluvias.
*
…y de nuevo la vida/ impone sus estúpidas tertulias/ de dinero y envidias,/ de chismes, fruslerías y miserias.
*
Qué teatro la noche, qué escenario.
*
Tengo que ser un don Quijote de regreso/ a su casa, a sus libros,/ al exilio interior.
*
Un olor en la calle te cambiará la vida.
*
[El mar] desierto emborrachado.
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El alma medieval de los caballos.
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Porque el temblor es siempre necesario.
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El día lo sostienen los cipreses./ La noche, las estrellas.
*
Todo lo que se escribe es testamento. […] Mi eternidad se acerca.
*
En la maravillosa memoria de Dios Padre
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