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Una pareja, sentada en un bancoUnsplash

El Debate de las Ideas

Matar a nuestros mayores

Hace muchos años, cuando tenía 19 años, me fui solo de viaje desde Katmandú, donde llevaba unos meses viviendo como un vagabundo, con destino al antiguo complejo de templos de Bhaktapur. Por el camino, el conductor de mi tuk-tuk paró en un pequeño poblado para comprar agua embotellada. Mientras me refrescaba con una bebida fría, observé la pequeña aldea y decidí que Bhaktapur podía esperar un día; quería pasar la noche allí, en aquel pueblo. Me comuniqué con los lugareños con grandes sonrisas, sonidos y el signo universal de «bien»: un pulgar hacia arriba. El conductor de mi tuk-tuk regresó a la capital sin mí y yo encontré un lugar donde dormir. Unos aldeanos me condujeron a una colina al pie de la cual se extendían sus primitivas construcciones. Un poco más arriba, me llevaron a una pequeña choza donde estaban sentados los ancianos.

Sentados en el suelo, charlando en voz baja, me encontré frente a un grupo de ancianos. Juntos bebimos té. Sonreían. Yo sonreía. Asentí con la cabeza y ellos la movieron de un lado a otro. Luego, habiendo satisfecho la deuda de honor, descendimos al pueblo para pasar la noche, donde dormí en un banco semicubierto, para partir a Bhaktapur a la mañana siguiente. He reflexionado muchas veces desde aquel día sobre la necesidad que sintieron los jóvenes aldeanos de presentarme a sus mayores. Los ancianos eran, en aquel lugar, el corazón de la comunidad.

No ha existido ninguna comunidad tradicional sin una comunidad interna de ancianos. De hecho, los occidentales modernos quizá seamos el primer pueblo de la historia que intenta funcionar sin una comunidad de este tipo. Llevamos a los ancianos a «residencias» para que los cuiden en muchas ocasiones extranjeros disfrazados de profesionales sanitarios. La ética del «individuo que se autodescubre» no deja lugar en nuestras sociedades para los ancianos, a los que se considera cada vez más como una carga potencial o real, sobre todo por parte de quienes están entrando ellos mismos en esa etapa de la vida que, en una sociedad tradicional, les habría colocado entre esos mayores.

En una sociedad tradicional, el anciano es una fuente –incluso un tesoro– de conocimiento social y comunitario que permite a una comunidad determinada vivir en continuidad con sus antepasados. Es decir, el anciano es un puente entre las generaciones que a lo largo de los siglos han conservado y protegido a la comunidad contra viento y marea y aquellos que se benefician ahora de aquellas generaciones. Dicho de otro modo, el anciano representa y encarna todo aquello de lo que el hombre moderno pretende emanciparse. De ahí que la sociedad moderna no sólo no tenga sitio para el anciano, sino que deba intentar activamente su desaparición, bien haciéndole perpetuar su juventud mediante la cosmética y la tecnología, convirtiéndose así en un engendro de la naturaleza; bien escondiéndole en una residencia; o bien, cada vez más, desarrollando los argumentos necesariamente sofisticados y sofísticos para justificar su asesinato «digno».

En las sociedades tradicionales se considera que los ancianos poseen conocimientos sobre la propia comunidad en la que viven. Ofrecen así una guía mediante la cual los que están pasando por los ritos iniciáticos para formar parte plena de la comunidad, o los que ahora son los líderes de esa comunidad, pueden acrecentar su sabiduría práctica. Los ancianos poseen lo que se denomina «conocimiento ancestral». Este conocimiento no suele ser conceptualmente abstracto ni técnico, sino narrativo, prudencial y basado en la experiencia. No necesitan tener ninguna cualificación especial ni ningún estatus profesional. Se les valora por sus años. Los ancianos suelen contar historias y escuchar con paciencia. Y lo que es más importante, es posible que los ancianos no puedan decir mucho sobre «el hombre», pero sí sobre «Tom» o sobre «Harry». Es decir, los ancianos conocen a los miembros de su comunidad y saben que lo que puede funcionar para Tom probablemente no funcione para Harry, por lo que pueden aconsejar a la gente de una manera u otra porque saben con quién están tratando.

Este tipo de conocimiento -el conocimiento que dan los años- es, prácticamente hablando, el conocimiento más importante para las nuevas generaciones, siempre que el crecimiento de esas generaciones, y no su mero uso, sea el objetivo primordial de toda la comunidad. Nosotros, por supuesto, no damos tanta importancia a este tipo de conocimiento. Puede parecer extraño, pero es muy importante comprender que el hombre moderno no es como sus antepasados. No se limita a promover un desarrollo orgánico e histórico en continuidad con las generaciones anteriores, sino que quiere ser algo totalmente nuevo.

Entra en cualquier iglesia o catedral antigua de Europa y verás al menos una imagen de la crucifixión de Jesucristo. En la imagen, verás a hombres y mujeres al pie de la cruz: las mujeres que lloran, el discípulo amado, un soldado romano a caballo y probablemente personajes no bíblicos, como un santo al que se tenía devoción local o un rico comerciante o noble que era el mecenas del artista y, por tanto, pagó el cuadro. Verás que todos los personajes de la imagen llevan el atuendo de la época en que se pintó la imagen. Si es medieval, todos los representados irán vestidos como europeos medievales. Si la imagen es del quattrocento, todos llevarán ropas típicas del Renacimiento europeo. Esta costumbre de pintar a todo el mundo con el atuendo de la época se mantuvo en las obras de arte hasta el nacimiento de la modernidad en el siglo XVIII.

¿Cómo es posible que representar la crucifixión de Jesucristo con personas con la vestimenta propia de la época del artista no les pareciera ridículo entonces, y es más, no nos parezca ridículo a nosotros hoy en día? Imaginemos que nosotros intentáramos hacer lo mismo. Imaginemos que un artista de hoy representara la escena de la crucifixión con los soldados romanos vestidos de comando y con chalecos antibalas, la Virgen dolorosa con un traje de chaqueta azul marino, San Juan consolándola vestido con zapatillas deportivas, pantalones de chándal, una sudadera con capucha y su camiseta Nike favorita. Una imagen así podría considerarse una de estas tres cosas: una broma de mal gusto, el truco de un artista fracasado para llamar la atención o arte propagandístico del peor tipo, como el utilizado por los Testigos de Jehová en su revista Atalaya.

La razón por la que nuestros antepasados de todas las épocas premodernas podían representarse a sí mismos, a los santos y a los personajes bíblicos de pie en el Calvario con vestimentas de su época es que se consideraban pertenecientes a la misma civilización que aquella cuya génesis había comenzado en esa colina. Es decir, consideraban que la historia que les contaba la Sagrada Escritura y su propia historia eran la misma. Nosotros los modernos, en cambio, incluso los que somos cristianos creyentes, no podemos evitar considerar el depósito religioso que formó nuestra civilización como el culto de una especie extraña.

«Modernidad» no es más que el término para designar esa época de la historia dedicada, tanto intelectual como prácticamente, al ateísmo en sus diversas formas ideológicas. La Modernidad es, en el nivel más profundo, una ruptura con todo lo que le antecede, ya que todo lo anterior era intensamente religioso. Desgraciadamente, al estar consagrada al ateísmo, la Modernidad no posee ni sentido ni finalidad. A su vez, nuestra civilización se derrumba rápidamente y la alienación que experimenta el hombre moderno -de sí mismo, de su prójimo y de su mundo- se intensifica a un ritmo que hace que las décadas que se avecinan provoquen gran alarma. A través de este proceso de «morder nuestras cadenas», como dijo Joseph de Maistre, nos vamos de cabeza hacia el abismo. En este proceso de ruptura total con el pasado no hay lugar para el anciano, que es, por así decirlo, la cadena que se muerde.

Como indica el ejemplo del arte sacro, la institución que más debería afirmar el papel del anciano es la Iglesia. La Iglesia, de hecho, vive de la reverencia a los ancianos. La Sagrada Escritura es la historia de los patriarcas, los apóstoles y la revelación de un Dios Padre. La teología de la Iglesia es ortodoxa sólo en la medida en que no se aparta de la doctrina de los Padres de la Iglesia. La Iglesia es, si se quiere, la sociedad en la que el carisma del anciano se sobrenaturaliza y se hace sagrado y sacrosanto.

Resulta trágico, por tanto, que algunos de los actuales titulares jerárquicos de la Iglesia no parezcan, en general, ellos mismos, ni ancianos ni que amen a sus mayores. Hace algunos años, durante uno de los llamativos y luego olvidados actos del Papa Francisco en Roma, el cardenal filipino Tagle se hizo grabar un vídeo bailando y aparentando ser un rapero. Resulta francamente desasosegante verlo. La parte más importante del breve vídeo es cuando Tagle dice las siguientes palabras:

«Vosotros, los jóvenes, me habéis enseñado, habéis enseñado a los mayores, valiosas lecciones sobre la humanidad y sobre el seguimiento de Jesús. Y espero que sigáis enseñándonos, y también espero que los mayores podamos tener algo que enseñaros. Así pues, recorramos juntos este camino común para llegar a ser una Iglesia y un mundo mejores.»

Bonitos sentimientos, sin duda, pero todo el estilo del vídeo deja claro que él tiene poco o nada que decir al mundo moderno más allá de confirmar su trayectoria. Todo lo que Tagle y los que son como él pueden decir -como «mayores»- es que el paradigma de liberarse de nuestros mayores está lleno de un justificado optimismo. Tagle, en ese vídeo, balanceándose al ritmo sintético de un sintetizador con su atuendo cardenalicio que pretende evocar la llamada al martirio, aparece tan ridículo como un San Juan vestido de chándal.

Este tipo de espectáculo es especialmente deprimente en el caso de un eclesiástico, pero se repite a lo largo y ancho de toda la sociedad. Incluso aquellos que podrían convertirse ahora en los ancianos de la sociedad, es decir, los Boomers de hoy, han interiorizado tanto el paradigma de que hay que deshacerse de los ancianos y el imperativo de buscar la eterna juventud a través de una perenne emancipación moral, que literalmente no son capaces de ser ancianos. En el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3:1-21), se nos presentan dos caminos: el camino de buscar eternamente el regreso al vientre de tu madre y el camino del Espíritu. El primero te lleva a ser espiritualmente pueril, y el segundo espiritualmente infantil. Entre esas dos condiciones del alma está el vacío entre el infierno y el cielo. La búsqueda perpetua del vientre materno, sin embargo, es la que ha elegido nuestra época, una búsqueda pueril para huir de la realidad que perseguimos grotescamente a través de tecnologías como la «realidad» virtual y el transhumanismo.

Como ocurre en todos los casos en los que la modernidad rompe con la naturaleza y la tradición, en realidad no nos libramos de aquello de lo que pretendíamos emanciparnos, sino que lo sustituimos por una versión degradada de lo mismo. Nos deshicimos del matrimonio indisoluble, tal como lo entendían nuestros antepasados, y desde entonces hemos creado toda una industria de búsqueda de medias naranjas. Nos deshicimos de la inocencia infantil, y ahora hemos creado toda una industria del entretenimiento basada en perpetuar fantasías pueriles. Destruimos las comunidades concretas y locales y ahora buscamos unirnos a un número cada vez mayor de «comunidades online». Desechamos la religión litúrgica y desde entonces el mundo moderno se ha construido a través de ideologías pseudolitúrgicas. La modernidad se caracteriza por el trágico y desesperado intento de emanciparnos de aquello de lo que inmediatamente creamos una burda falsificación.

Este patrón de sustitución de lo que teníamos por una versión empobrecida de lo mismo se observa claramente en el asesinato cultural de nuestros mayores, pues nuestras sociedades están ahora llenas de terapeutas y consejeros. Así, pasamos de atesorar una comunidad interna de personas con conocimientos experienciales y amor por quienes buscan su consejo, a contratar profesionales con conocimientos técnicos que no quieren «llevarse el trabajo a casa». Pasamos de personas que buscarán una solución para los problemas que surjan por amor a la comunidad que ayudaron a construir, a personas cuyo interés financiero es perpetuar los problemas que ellos mismos tratan. El estúpido supuesto que subyace a este cambio del anciano al terapeuta –una asunción típica del hombre moderno- es que de alguna manera es posible eludir la experiencia y la acumulación de sabiduría práctica mediante la acumulación de diplomas y títulos de cualificación. Y de ahí que, a pesar de la experiencia, la gente ponga irracionalmente su desarrollo emocional y el futuro de su vida en manos de un extraño sin otra razón que un prejuicio irreflexivo en favor de los denominados «expertos».

Lamentablemente, este tipo de necedad también tiene su analogía en la Iglesia. Es descorazonador ver cómo tantos fieles cristianos, sobre todo mujeres, se reúnen en torno a un sacerdote recién ordenado como si fuera una especie de oráculo que puede, con sólo pronunciar una palabra, transformar la vida de quienes le adulan. Este error es, de hecho, el mismo que lleva a la gente a ponerse en manos de terapeutas, pero esta vez con un barniz religioso. Mientras que en el primer ejemplo se considera que el terapeuta puede sustituir la experiencia y el conocimiento encarnado gracias a un curso o cualificación, aquí se considera que el joven sacerdote puede hacerlo gracias a su ordenación. Se piensa que, de algún modo, lo que ha recibido sobrenaturalmente no va a transformar su naturaleza, sino que va a superarla por completo. Esta inversión de la antropología cristiana, que supone que una «gracia especial» puede sustituir el desarrollo de la experiencia humana en el tiempo, procede del tipo de abstraccionismo que es el sello distintivo de la mentalidad moderna. Así, uno puede ver cómo lo que a menudo pasa por piedad y obediencia cristiana tradicional podría no ser más que los supuestos nocivos de la modernidad disfrazados de religión verdadera.

El ejemplo paradigmático de esa actitud de la modernidad de matar a nuestros mayores, del que yo mismo fui testigo, fue el de Roger Scruton. Scruton era un hombre que a lo largo de su vida había aunado una búsqueda intelectual sobresaliente con la experiencia concreta que permitía que sus conocimientos tomaran forma de sabiduría. Cuando él hablaba, los que le rodeaban callaban. Durante los cuatro años en que me reuní regularmente con él como su alumno de investigación, supe que estaba disfrutando de la gran fortuna de pasar el tiempo con un hombre que ofrecía su sabiduría acumulada a un pueblo al que amaba y por cuyo futuro se preocupaba. En resumen, Scruton era un auténtico anciano.

En abril de 2019, George Eaton, alguien para quien la integridad es un misterio, fingió que quería realizar una entrevista con Scruton para The New Statesman, para luego tergiversar lo que Scruton había dicho. Dado que la mayoría de los lectores de esta revista conocerán esta historia tan poco edificante, no merece la pena relatarla aquí en su totalidad. En cualquier caso, Scruton fue reivindicado más tarde gracias a que Douglas Murray obtuvo una grabación auténtica de la entrevista original. Pero eso no fue antes de que la salud de Scruton se viera gravemente afectada debido al ataque público primero de Eaton y luego de los cobardes parlamentarios tories que se abalanzaron a denunciar a un hombre que era mil veces mejor que ellos. Que Eaton pueda seguir trabajando en el periodismo hasta el día de hoy es un indicio de la corrupción general de nuestra época.

La cuestión es que lo que ocurrió es una destilación de la dicotomía emancipador-anciano de la modernidad. Eaton fue al apartamento londinense de Scruton con la intención de matar a uno de los grandes ancianos de la sociedad, no físicamente, sino moral y socialmente. Y esa historia, media década después, debería haberse convertido para quienes se preocupan por nuestra civilización en una especie de parábola, o al menos en un cuento con moraleja. Es decir, tenemos que decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir: una en la que los Eatons de este mundo tengan la sartén por el mango, o una en la que la tengan los Scrutons. Dicho de otro modo, ¿queremos vivir en una sociedad en la que todos debemos temer a pequeños canallas destructivos -es decir, el tipo de sociedad en la que vivimos actualmente- o en una que valore a sus mayores?

Por supuesto, el proceso de matar a nuestros mayores no es algo nuevo. Desde hace décadas, los padres intentan apartar a sus hijos de la herencia civilizatoria a la que deberían haberlos incorporado. Ninguno de mis padres fue bautizado cuando eran bebés. Mi padre pidió ser bautizado al principio de la adolescencia y mi madre al principio de la edad adulta. La generación traumatizada que había sufrido los baños de sangre del siglo XX quería liberarse y liberar a sus hijos de toda la historia que había conducido a esos conflictos, cuando en realidad esas guerras eran las creaciones supremas de la modernidad, sus últimos dolores de parto.

De hecho, el proceso de matar a nuestros mayores comenzó hace mucho tiempo y todavía no sabemos si podremos escapar de él. Lo que podemos hacer, sin embargo, es rechazarlo en nuestros propios hogares, al menos por ahora, hasta que el «dios mortal» del Estado moderno encuentre nuevos medios tecnológicos para regular más estrechamente la esfera doméstica. Quiero que mis hijos se sienten atentamente a los pies de sus abuelos, como si tuvieran algo que aprender, porque efectivamente lo tienen. De hecho, quiero poder ofrecer algo a mis nietos cuando mis hijos crezcan, se casen y tengan su propia descendencia. Y en esta coyuntura de la historia, no se me ocurre una actitud más restauracionista, reaccionaria y contrarrevolucionaria que esta.