El Debate de las Ideas
La ficción de la soberanía nacional
La ignorancia democrática se traduce en la verdad de que «tenemos el Gobierno que nos merecemos»
Se suele citar a Churchill. «La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás». Lo de «un hombre (y una mujer, of course, y es ironía), un voto» es una consecuencia de la igual dignidad de todos los seres humanos, algo en lo que hay, al menos hoy, un generalizado consenso.
Entre las formas de democracia parece mejor la directa, porque cada persona expresa su parecer sin mediación alguna. Eso sería posible, ya, gracias a la informática y a la inteligencia artificial. Pero, por la razón que sea, la forma de democracia usual es la representativa. Eso quiere decir, en la práctica, que la intervención de cada persona en la vida pública se limita a expresar su preferencia, en las elecciones, entre el abanico de los diversos partidos políticos. A partir de ahí, el ciudadano no tiene ocasión de decidir nada más. Lo de «soberanía nacional» es, como mucho, una metáfora o una metonimia. El verdadero soberano es el partido o grupo de partidos que logra el Poder, contando con un parlamento más o menos amaestrado.
En la práctica, en las democracias representativas, se da un monopolio, si hay mayoría absoluta o un oligopolio, si varios partidos se ponen de acuerdo para gobernar. A su vez, dentro del Partido, gobierne solo o en coalición, se da una concentración de poder en sus dirigentes, incluso en una sola persona. La mayoría de los diputados y senadores hacen en realidad la figura de Don Tancredo. La prueba es que «quien se mueva no sale en la foto», como dijo aquel, profetizando lo que cada día es más efectivo.
Visto el mejunje ideológico que suponen los gobiernos de coalición entre partidos que están en las antípodas parece preferible el bipartidismo, entre otras razones porque hace posible y expedita una real alternancia en el Poder. Es lo que hay en las democracias más antiguas, en Inglaterra y en los Estados Unidos. Se suele decir que cuanto más pluralismo de partidos mejor quedan reflejadas las diversas opiniones y sensibilidades que se da en la gente, en el pueblo. Es cierto, pero sus consecuencias suelen ser alianzas contra natura en las que los dirigentes de partidos muy pequeños acaban decidiendo sobre el conjunto de la población.
No tener todo eso en cuenta es ignorancia democrática, disimulada en una apología del pluralismo, como muestra directa de la libertad. Pero dos es ya pluralismo. Defender el pluralismo como la conveniencia de que haya muchos es abocarse a no tener en cuenta las mayorías, algo esencial en democracia. Las minorías han de ser respetadas, pero la decisión corresponde a las mayorías.
La ignorancia democrática se traduce en la verdad de que «tenemos el Gobierno que nos merecemos». Si a la hora de votar el voto se dispersa en un pluralismo inconsciente, saldrá un Gobierno en el que lo definitivo es dar a cada formación lo que exige para que acceda a contribuir con sus votos. Eso es manera muy eficaz de primar el particularismo sobre los bienes generales.
Lo menos malo parece un bipartidismo con listas en las que los votantes puedan mostrar sus preferencias, subrayando determinados nombres, sea cual sea el lugar que ocupe en el trágala de las listas cerradas de los partidos. Eso contribuiría a que cada representante tuviera que ganarse personalmente la confianza de sus votantes, ante los que responde si es efectivamente elegido.
Lo que he escrito hasta ahora puede parecer teórico, pero, hoy, cualquiera es capaz, en España, de poner a todo eso nombres y apellidos. Uno termina en hez y otro en demont.