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El actor Hugh Laurie interpretó al malhumorado doctor Gregory House durante ocho temporadas

El Debate de las Ideas

House, a vueltas con la masculinidad tóxica

Hace veinte años se estrenó la serie protagonizada por Hugh Lurie. En sus ocho años de existencia, su protagonista pasó de ser un saludable icono de incorrección política a problemático ejemplo de virilidad (auto) destructiva

Lo bueno de ver series de televisión años después de terminar su emisión es que el tiempo trascurrido ofrece perspectiva para detectar aspectos que en su momento pudieron pasar desapercibidos. A ello ayuda también ver en unos meses, de forma comprimida, un itinerario narrativo que, en este caso, ocupó 8 años y casi 180 capítulos.

House comienza a emitirse en 2004 y se clausuró en 2012. Son años de corrección política, pero sin que todavía hubiera terminado de estallar su evolución más intrusiva e intolerante: lo woke. Los efectos de la transformación que estaban viviendo las sociedades occidentales pueden intuirse en la serie, que comienza con un personaje que es poco menos que un icono de la incorrección política y que, a medida que avanzan las temporadas, comienza a ser problematizado cada vez más y más. Hasta llegar al paroxismo.

Avancemos una primera idea. El personaje de House, inspirado al parecer en Sherlock Holmes, expresa las dos caras de la masculinidad/virilidad. Por un lado, la brillantez intelectual, el arrojo, la osadía, y una honestidad radical. Por otro, un carácter compulsivamente adictivo y lastrado por unas notables taras emocionales, que van agravándose a medida que avanzan las temporadas, y que hacen que nuestro personaje tenga una relación extremadamente conflictiva con el mundo que le rodea.

Si, como suele decirse, los varones somos capaces, estadísticamente hablando, de lo mejor (y por eso hemos copado históricamente los primeros puestos de excelencia en muchas materias), pero también de lo peor (y por ello mismo somos el sexo más representado en delincuencia, crimen, desequilibrios mentales y sinhogarismo) en el doctor Gregory House convivirían los dos extremos: la brillantez de un ‘detective científico’ sin parangón, junto a las taras de un tipo capaz de estrellar un coche contra la vivienda de la mujer que ama y que le ha roto el corazón.

Hay que decir con claridad que, si bien desde el principio Gregory House es un personaje con aspectos desconcertantes, irritantes, e hirientes, en sus primeras temporadas prima la simpatía hacia su desbordante ingenio diagnóstico. Y los aspectos más negativos de su persona se disculpan por causa del dolor crónico que padece en su pierna y al que se atribuye en gran medida su agrio carácter.

Esto irá cambiado con el paso del tiempo, lo que seguramente obedeció a dos causas. Por un lado, la creciente presión de la sensibilidad políticamente correcta, que lleva a los guionistas a problematizar las aristas más visibles del personaje mediante la interacción con el resto del elenco. Pero también debió influir el agotamiento de la fórmula inicial, válida para 20 o 30 episodios, pero no para más. A partir de la segunda y tercera temporada, la intriga médica -el caso insólito y rarísimo que hay que resolver- pasará a ser el telón de fondo de unas tramas tragicómicas que desarrollan la relación de amistad de House con Wilson, la tensión no resuelta (aunque finalmente sí) entre House y la doctora Caddy, o su relación paterno filial, a veces perversa, a veces juguetona, con su equipo.

La evolución dramática es, en general, bastante natural -rasgo propio de una serie bien escrita- y los pocos momentos en los que se fuerza el relato hay que reconocer que conducen a algunos de los mejores capítulos. Por ejemplo, los episodios al comienzo de la sexta temporada que transcurren en una clínica psiquiátrica a la que nuestro protagonista ha acudido para rehabilitarse de una adicción a la vicodina que ha alcanzado niveles altamente autodestructivos.

En todo caso, lo relevante es el modo como el personaje de House va convirtiéndose, poco a poco, en un palmario ejemplo de masculinidad tóxica, una terminología que la serie no utiliza, pero que se intuye tras el desarrollo de algunas historias. Es muy revelador constatar cómo la cara brillante de lo masculino decae progresivamente en favor de la dimensión sombría de la virilidad, en una operación de reconversión que intuimos paralela a la que se estaba produciendo en esos mismos momentos en la sociedad. Y eso sin perder de vista que la agudización de las tensiones sociales y el conflicto cultural en torno a estos asuntos es probablemente posterior al cierre de la serie, de modo que House reflejaría la etapa menos intransigente de la corrección política.

El paroxismo de esta deriva hacia la ‘toxicidad’ llega cuando, al fin de la séptima temporada, House estrella su coche contra la casa de la doctora Caddy, la mujer a la que ama y que le ha abandonado unos capítulos antes, tras una relación salpicada por altibajos y tensiones. El episodio del coche sitúa al célebre especialista en diagnóstico en el terreno del maltratador, o más bien del acosador violento, asunto que cobraba fuerza en esos años. No olvidemos que la ley española es del año 2004, aunque su visión sobre la realidad del maltrato de pareja tardará unos años en imponerse socialmente como algo indiscutible.

De modo que ‘House’ puede ser visto como un ejemplo paradigmático de la transformación que estaba operándose en todo el mundo, y que empezaba a poner el foco en las sombras de lo masculino; unas sombras que llevaban a reconsiderar a la baja, cada vez más, el valor de los aspectos positivos.

Esta visión se exacerbará con la explosión del movimiento Me too, años después, en 2017. El Me too no sólo destruirá reputaciones del presente (algunas merecidamente; otras no tanto) sino que impulsará una radical reconsideración de muchas figuras emblemáticas de la historia de la cultura occidental. Grandes artistas o escritores verán su legado gravemente ensombrecido y comprometido por el descubrimiento de episodios oscuros de su biografía (de maltrato o de abusos, fundamentalmente). Si bien el fenómeno ha terminado por alcanzar también a creadoras tan reputadas como la ya fallecida Alice Munro, a la que su hija ha reprochado recientemente su pasividad frente a los abusos que sufrió de manos del marido de la escritora.

Frente a la, saludable, visión que separaba la obra del autor, y que, por ello, salvaba a la primera de las contaminaciones del segundo, se impone ahora un retorno a un cierto integrismo moral, a una convicción de que vida y obra no son compartimentos estancos. Una forma de ver el mundo que, si bien es comprensible desde el punto de vista individual -es más que deseable la coherencia entre las distintas dimensiones de la persona- es muy nociva desde el punto de vista del arte. Si una obra puede valer más o menos en función de la cotización humana de su autor, la dimensión autónoma de la creación, y la capacidad del arte para interrogarnos sobre cuestiones esenciales, y para proponernos miradas nuevas sobre el mundo, sale gravemente perjudicada. Unas veces, sacrificada en el altar de las necesidades sociales; otras, en el de los intereses políticos; y otras más, en el de la coherencia moral. Pero también cae malherida a causa de las lanzadas del presentismo, pues, en última instancia, la valoración humana del artista dependerá también del mayor o menor desajuste del autor del pasado con las jerarquías morales del presente.

Hay que aclarar, sin embargo, que en ‘House’ este cuestionamiento radical todavía no se ha producido. Hay personajes que empiezan a dudar de que las genialidades del doctor cojo compensen sus miserias humanas, pero el valor objetivo de su trabajo termina imponiéndose: salva vidas que ningún otro podría, se nos repite una y otra vez. Todo el tramo final de la serie podría interpretarse como la búsqueda por parte de los responsables médicos del hospital del mejor modo de lograr reducir los impactos negativos del House persona para salvar los positivos del House médico. El varón en 2012 no había sido completamente desahuciado. Había esperanza para él.

Es interesante no rehuir el debate sobre la masculinidad tóxica. Enredados como estamos en los discursos ideológicos del presente podríamos estar tentados de pensar que se trata de un invento feminista que podemos despachar con ligereza. No es así. Lo único contemporáneo es el nombre, pero no así la realidad del problema, ni la preocupación social por encauzarlo. También es nueva la parcialidad del enfoque: antes había masculinidades y feminidades tóxicas, pero, hoy, hablar de las segundas casi resulta tabú.

Lo que diferencia a nuestro tiempo de los que le precedieron es que entonces la sociedad occidental era consciente de las distintas caras de lo masculino y no buscaba condenar al hombre. Le preocupaba buscar el modo de optimizar sus aspectos más positivos e intentar contener los negativos, ligados siempre a su fuerza y pulsión violenta.

Ningún género cinematográfico expresa esto con más claridad que el western. Es más, podríamos decir que el western es una auténtica enciclopedia narrativa sobre los distintos rostros de la masculinidad y sus retos.

Por las praderas del Oeste norteamericano, y por nuestras pantallas, desfilan héroes, villanos y pusilánimes. Hombres que respetan y protegen a las mujeres, hombres que viven dócilmente sometidos por sus esposas, y otros que las desprecian y abusan de ellas. Varones que se someten a la ley, como emblema de civilización y convivencia, y otros que se complacen en burlarla por interés o como exhibición de poder. Los grandes asuntos estaban ya ahí, como también estaba el dilema básico (hoy desaparecido de nuestro debate cultural) entre el hombre dispuesto a comprometerse en la creación de una familia y ese otro incapaz de asentarse y que prefiere una vida nómada.

El western enseña también que hay distintas formas de heroísmo (una de las cuales es la del padre de familia), y que no todo el mundo puede ser un pistolero; aunque hacen falta pistoleros buenos que ayuden a combatir la violencia del mal. Y también nos muestran estas películas el carácter devorador de la venganza, que rara vez satisface las expectativas de quien se entrega a ella. Y cómo sólo el perdón y el olvido permiten recomponer la propia vida y seguir adelante. Pero todo esto lo cuenta el western mediante la claridad expositiva de sus historias, sin apostillas morales, como deben hacer los buenos relatos.

Pero es verdad que la sombra que ‘House’ explora -la fragilidad emocional del hombre y las máscaras que construye para ocultarla- no era un asunto tan preponderante en los tiempos del western, donde los personajes, tanto los positivos como los negativos, ofrecían una consistencia y solidez que hoy, a veces, se echa en falta.

El doctor Gregory House es un hombre afectado por una herida primordial que condiciona toda su existencia y que sólo a medias sabe gestionar. Pero lo que seguramente le convierte en un personaje nítidamente contemporáneo es su condición caprichosa, su empeño en salirse siempre con la suya y su rechazo intelectual a todo lo que parezca sacrificio o entrega. House es un niño grande, un hombre entregado al principio de placer y a sus contradicciones. Generoso a su manera, pero también una persona a la que le cuesta identificar su propio deseo. Y, sobre todo, a la que le cuesta escucharlo.

Es también un hombre temeroso en lo profundo que, justamente por miedo, destruye lo que podría hacerle feliz. Otro de los momentos más lamentables del personaje se produce en el marco de su peculiarísima relación con una dulce prostituta extranjera -de la que anteriormente fue cliente habitual- con la que ha accedido a casarse para que pueda lograr la ciudadanía. Para que el engaño prospere, es necesario que vivan juntos, y, a medida que pasa el tiempo, House descubre que la convivencia sin compromisos con esta mujer alegre y que, en realidad, le aprecia, es una situación valiosa que quiere alargar todo lo posible. De modo que cuando llega la notificación de que los permisos se han concedido, y que el objetivo está cumplido, decide ocultárselo. Y no una vez, sino varias, en uno de los comportamientos más miserables que puedan imaginarse. Hubiera podido pedirle que se quedara con él, y quizás hubiera tenido alguna oportunidad, pero, cuando ella descubre el engaño, se destruye cualquier opción. Y todo por no mostrarse necesitado, por no desvelar la verdad de un afecto que, como otras emociones, encubre para evitar el riesgo de ser herido.

El feminismo ha pecado de manifiesta desmesura a la hora de teorizar la masculinidad tóxica, hasta el punto de usar el concepto como un instrumento político para imponer una visión del hombre a su gusto, y para generar un rechazo del varón que no se atiene a sus patrones. Pero las desmesuras feministas, y su tendencia a problematizarlo todo hasta la náusea, no deben llevarnos a engaño. Una cosa es que sea legítimo e incluso bueno, que los hombres controlen sus emociones -pues el descontrol emocional es causa de numerosos problemas en el caso de los varones- y otra encerrarse hasta la asfixia en uno mismo.

El ser humano -tanto el varón como la mujer- es un animal herido en su alma de formas que en parte son comunes y en parte diferentes, y la aventura de la vida pasa por afrontar esa realidad mediante un ejercicio de autodescubrimiento y sanación que empieza por uno mismo pero que, en algún momento, requerirá la ayuda de otros. El varón ‘a lo Bogart’ no es una opción saludable. Como el cine clásico ya nos había contado en tantas ocasiones. Y ello no implica asumir esa idea tan contemporánea de que los hombres deben mostrarse frágiles y estar dispuestos a llorar a las primeras de cambio. El hombre lloriqueante aporta espectáculo en los tiempos del espectáculo permanente e inagotable de las emociones, pero las lágrimas son algo demasiado serio como para frivolizar, y está bien que los varones las reservemos para esos momentos en los que no queda más remedio.