El barbero del rey de Suecia
Sofisticado divertimento
La literatura no es sólo un grave estudio del alma humana. También es un gozoso pasatiempo. No todo son chuletones de buey, sino que a veces nos sienta bien, sobre todo en verano, un polo de limón. Las cosas no son tan extremosas, además, porque el alma humana necesita tanto como sus proteínas y sus hidratos, sus azúcares. Hay que tomar lecturas ligeras.
Que no hay que tomarse a la ligera, por esa necesidad humanísima de descansar y divertirse. El mundo de la alta filosofía está lleno de profundos pensadores que leen de vez en cuando folletines románticos o de científicos que disfrutan a Agatha Christie. Tintín tiene fervorosos lectores entre los más sesudos filólogos clásicos. En esta línea de profunda necesidad de frivolidad, mi estrella rutilante es P. G. Wodehouse, al que me acojo cada vez que tengo un bache anímico. Tonifica el espíritu y restablece la chispa en la mirada. Es infalible.
De esta familia es Aguas que degüellan, la última novela de Eduardo Gris. Su autor no es un cualquiera: es experto en poesía amatoria antigua. Ha publicado una antología extraordinaria sobre el asunto: Los poemas de amor más antiguos del mundo, que, por otras razones, también sería una oportuna lectura veraniega. Como novelista ha escrito Amar mal mata (Primer Premio A Sangre Fría de novela negra), que no he leído, y Los pilares del cielo, que he leído y aplaudido. Excelente novela juvenil de alto voltaje católico, donde de un modo chestertoniano, se hace una contundente apología de la fe. Aguas que degüellan, a pesar del título, entra dentro de la categoría de entretenimiento estival, aunque de implacable factura.
Leerlo es asegurarse unas horas de diversión literaria; y quizá un poco más si uno lo hojea con ojo crítico. Para un taller literario, por ejemplo, sería un material de prácticas de primera. Juega al corro con el coro de los narradores de un modo vertiginoso, pero preciso. El lector no se pierde entre tanto salto de una voz a otra. Los diversos registros idiomáticos, el humor, la falta de pretensiones, la pasión por el puro gozo de narrar, las ironías de ida y vuelta… nos convierten a Eduardo Gris en un cervantino de ley. ¿Exagerado? Que se lleve a la solapa las recomendaciones hechas por los propios personajes, cada cual en su estilo, es un giro de muñeca heredero del Quijote, ¿o no?
La novela encierra, además, un bromazo magistral. El Nani, viudo y marqués, sólo habla en citas literarias y en su lengua original. El lector, por supuesto, se dispensa de investigar qué dice en qué idioma, faltaría más. Es una lectura hedónica, ¿no habíamos dicho? Pero resulta que, en la página 21, el marqués Nani nos ha dado en latín la resolución del asesinato, que, para más inri, campa en el título de la novela. El lector lee intrigadísimo las 140 páginas siguientes habiendo tenido en las manos y ante las narices la solución. Broma, por supuesto, pero también es un mensaje en clave del filólogo Eduardo Gris Romero a favor de la atención, de las humanidades y del latín.
La historia sigue vertiginosa como un enorme «Macguffin», que diría Hitchcok, esto es, como una excusa argumental que, en realidad, carece de relevancia por sí misma. Gracias a ella, nosotros asistimos a una humorada propia de Mihura o de Gómez de la Serna, como un polo de limón. Gris Romero maneja de miedo la madeja de hilos. Como en aquella escopeta que decía Chéjov que si aparecía en el primer acto hay que dispararla en el quinto, todo termina siendo disparado ante nuestros ojos, sin dejar suelto ni un hilo ni un nombre propio ni una bala.
¿Todo ligero? Sí, casi, aunque nos regala una moraleja que deberíamos atender: cuando un hombre se hace una hipótesis, corre el riesgo de cerrarse a la realidad y buscar sólo que todo se la confirme. Tenemos que estar atentos a los meandros de la verdad. Y a la belleza de la prosa. Así que, aplicándose el cuento, el barbero deja aquí algunos ejemplos:
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No me digas que no es maravillosa la alegría con que los españoles decimos «coño».
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[El coche corriendo por el desierto] levantaba volutas de polvo que los saludaban desde los flancos como delfines.
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El té es una especie de tabaco para pasarlo por agua.
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[El arte] les trae sin cuidado! Estamos hablando de gente dispuesta a pagar por una lata de mierda de artista o por una rueda de tractor pintada de rosa. Pagan por un objeto del que se habla.
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Es bueno tener en cultivo algunos vicios como pueden ser fumar, comer cerdo, beber alguna sobrecopa o no hacer gimnasia, para que si algún día cae uno enfermo tenga el médico algo que prohibir, y uno sane. Pero si uno es todo virtud, en cayendo enfermo morirá, por impotencia de mejora.
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Las cosas no son un misterio, son un obsequio.
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Toda una parte de nuestra poesía actual está convencida de que un poema es un objeto arrojadizo y cuando más arrojadizo más poético; por el contrario yo creo que lo único arrojadizo son esos poetas.
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Londres ya no era lo que nunca había sido.
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Pierre dijo que él no quería whisky y Tito le miró con un ojo de asco y otro de lástima.
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Corría como pensando en los gestos que había que hacer, como esos que se levantan un domingo temprano, se van al parque y corren haciendo memoria.
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Pili, cuando ya había perdido la vista, se cayó un día en la calle y se rompió la cadera. La fueran a ayudar y dijo: «¡He visto! ¡He visto las estrellas!» Qué buen carácter, coño, así da gusto.
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Toni no quería matar a nadie. Normal. Pero Tito no quería que nos mataran a nosotros, que es más normal todavía.
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El exceso de memoria le hace ignorar el sentido de los hechos.