El Debate de las Ideas
La visión de J.R.R. Tolkien sobre la guerra justa
La tradición de la guerra justa hunde sus raíces en las grandes mentes de la cristiandad, desde Agustín hasta Tomás de Aquino
Demasiados expertos, políticos y clérigos tratan hoy en día la guerra como si fuera una reliquia de un pasado bárbaro. Pero ahora más que nunca necesitamos entender con claridad la naturaleza de la guerra y qué conducta es la adecuada ante ella.
Afortunadamente, J.R.R. Tolkien ofrece una rica y amplia meditación sobre la tradición de la guerra justa en sus novelas El Hobbit y El Señor de los Anillos.
La tradición de la guerra justa hunde sus raíces en las grandes mentes de la cristiandad, desde Agustín hasta Tomás de Aquino. No debería sorprendernos que Tolkien estuviera de acuerdo con ella, ya que era un erudito de renombre mundial en lenguas y literatura medievales, un católico ortodoxo, un veterano combatiente de la Primera Guerra Mundial y un convencido conservador. La tradición de la guerra justa era algo muy suyo.
El planteamiento de la Guerra Justa defiende la guerra como moralmente correcta, e incluso imperativa, bajo ciertas condiciones y de acuerdo con ciertas reglas. Una guerra justa es aquella (1) que se lleva a cabo públicamente, (2) como último recurso pero (3) con posibilidades realistas de éxito, (4) por la autoridad competente (5) por las razones correctas (6) por una causa justa (7) sin utilizar mucha más fuerza de la necesaria para ganar. Estos principios también orientan sobre cómo tratar al enemigo derrotado. Los guerreros justos no exterminarán a una población militar o civil hostil, ni la esclavizarán tras el cese de las hostilidades.
Las novelas de Tolkien sobre la Tierra Media ejemplifican los principios de la guerra justa a través de la acción de sus más nobles personajes. Pero además ofrece a sus lectores a una exploración sobre los retos y tentaciones a los que se enfrentan comúnmente aquellos que quieren ser justos y al mismo tiempo alzarse con la victoria en tiempos de guerra.
Un libro de guerra
Tolkien insistía en que sus novelas fantásticas no eran alegóricas, pero sí aceptaba que fueran aplicables a acontecimientos de nuestro mundo. Tom Shippey, estudioso de Tolkien, describe acertadamente El Señor de los Anillos como «un libro de guerra, también de posguerra, enmarcado por la crisis de la civilización occidental de 1914-1945 (y más allá), y que responde a ella».
En una de las primeras reseñas de la novela en el Times Literary Supplement, Alfred Duggan señalaba esta dimensión bélica y se quejaba de que los héroes y los villanos son indistinguibles: Cada bando se dedica sólo a matar al otro.
El poeta W.H. Auden respondió a Duggan, argumentando que la diferencia entre los dos bandos es fundamental para la trama y para la estrategia de la Comunidad. Ésta posee el «Anillo Único para gobernarlos a todos», forjado por el malvado Sauron hace mucho tiempo. Pero en lugar de utilizar el poderoso anillo contra Sauron, Gandalf les insta a introducirlo en territorio enemigo y destruirlo en el único fuego lo suficientemente intenso como para derretirlo, el fuego volcánico del Monte del Destino. Sauron está atado al anillo mágico. Destruye el anillo y destruirás a su creador.
Es una apuesta desesperada y algunos instan a la Comunidad a utilizar el poderoso anillo para derrocar a Sauron. El problema es que el anillo maligno corrompe a cualquiera que lo use durante algún tiempo. No podrán usar el anillo para derrocar al tirano injusto sin convertirse ellos mismos en injustos, no podrán vencer al enemigo sin convertirse ellos mismos en el enemigo.
Así que siguen el consejo de Gandalf. Como Sauron sólo puede imaginar el deseo de dominación bruta, no puede imaginar que alguien entre sus enemigos elija destruir el anillo en lugar de apoderarse de él e intentar erigirse en tirano. Ese punto ciego es la perdición de Sauron. Mientras se prepara para enfrentarse a un poderoso enemigo que empuñará el anillo en la batalla, un par de humildes hobbits, Frodo Bolsón y Sam Gamyi, se cuelan entre las numerosas defensas de Sauron y así el anillo es destruido y Sauron derrocado.
«El Mal, observó Auden en su crítica de 1956, tiene todas las ventajas menos una: es inferior en imaginación. El Bien puede imaginar la posibilidad de convertirse en Mal -de ahí la negativa de Gandalf y Aragorn a usar el Anillo-, pero el Mal no puede imaginar nada más que a sí mismo».
Duggan pasó por alto esta diferencia fundamental entre Sauron y la Comunidad. También pasó por alto lo obvio: los villanos de la novela intentan esclavizar y matar, mientras que los héroes intentan proteger la libertad de las personas libres. Y pasó por alto una serie de pequeñas diferencias en la forma en que ambos bandos libran la guerra, diferencias que aclaran aún más las diferencias entre una guerra justa y una injusta.
Piedad y empatía
Gollum es una criatura arrugada, antiguamente un hobbit, que poseyó el anillo durante cientos de años antes de perderlo y de que cayera en poder del hobbit Bilbo. Sauron captura a Gollum y lo tortura hasta que revela la ubicación del anillo. Más tarde, Gollum escapa y, en varias ocasiones, Aragorn, Gandalf, los elfos del bosque y, más tarde, Sam y Frodo coaccionan, interrogan, amenazan y mantienen cautivo a Gollum; pero incluso entonces lo tratan con dignidad e incluso con amabilidad. A los elfos les disgusta tanto mantener a la criatura en cautividad que incluso lo llevan a pasear por el bosque, dándole así involuntariamente una oportunidad de escapar.
Del mismo modo, cuando los jinetes de Rohan capturan a los montañeses aliados con las fuerzas de la oscuridad, los jinetes les quitan las armas y les obligan a reparar el daño causado, pero también les ofrecen el perdón y un nuevo comienzo. «Ayudad ahora a reparar el mal con el que habéis colaborado», les dicen, «y jurad no volver a cruzar los Vados del Isen en armas, ni marchar con los enemigos de los Hombres; entonces podréis volver libres a vuestra tierra. Porque habéis sido engañados...»
Tolkien quería dar aquí una lección. Los vencedores en la guerra disfrutan de los frutos de la victoria, pero deben también ofrecer reconciliación y perdón a los vencidos, en lugar de aniquilación, esclavitud o unas reparaciones imposibles, como se impuso a Alemania tras la Primera Guerra Mundial con efectos desastrosos.
La capacidad de tener misericordia está relacionada, en las novelas, con la capacidad de tener empatía. Cuando Sam y Frodo se encuentran por primera vez con Faramir y sus hombres, Faramir está dirigiendo una emboscada contra los Haradrim, hombres del sur que marchan hacia el norte y el este para unirse a las fuerzas de Sauron. En la lucha que sigue, uno de los Haradrim cae entre los árboles y muere, justo donde Sam y Frodo están escondidos. Sam, se nos dice, «se preguntaba cómo se llamaba aquel hombre y de dónde venía; y si era realmente malvado de corazón, o qué mentiras o amenazas le habían llevado a emprender la larga marcha desde su hogar; y si realmente no habría preferido quedarse allí en paz».
En la adaptación cinematográfica de Peter Jackson, el sentimiento se traslada, plausiblemente, a Faramir; plausiblemente porque en el libro leemos que Faramir siente compasión por sus enemigos. Le dice a Sam: «No mato a un hombre o a una bestia sin necesidad, y no lo disfruto ni siquiera cuando es necesario». Para Sam y Faramir, los Haradrim no son completamente el otro. Reconocen una humanidad común y lamentan que Sauron la haya desviado y deformado tanto.
De modo similar, cuando Frodo dice que fue una lástima que Bilbo no hubiera matado a la vil criatura Gollum cuando tuvo la oportunidad, Gandalf insiste en que fue más bien «lástima lo que detuvo su mano». Frodo admite que no siente piedad por Gollum; «Merece la muerte», dice. Gandalf responde: «¡La merece! Me atrevería a decir que sí. Muchos que viven merecen la muerte. Y algunos que mueren merecen la vida. ¿Puedes tú dársela? Entonces no te apresures a repartir muerte. Porque ni siquiera los muy sabios pueden ver todos los finales».
Gandalf continúa diciendo que de algún modo siente que la misericordia mostrada a Gollum podría algún día resultar un poderoso bien para los pueblos libres de Occidente.
Cuando más tarde Gollum se encuentra con Frodo, el hobbit hace caso de los consejos de Gandalf e incluso llega a sentir una profunda empatía por Gollum, una criatura que, como Frodo, sufrió durante mucho tiempo los efectos corrosivos del anillo. Su misericordia hacia la criatura acaba salvándole. Cuando llegan a las Grietas del Destino, Frodo ya no tiene fuerza de voluntad para arrojar el anillo. Afortunadamente, Gollum -todavía vivo porque Frodo y los demás lo salvaron- está allí para arrebatarle el anillo a Frodo y, en su alegría por haber recuperado por fin su «tesoro», tropieza y cae en las Grietas del Destino. Así logra lo que Frodo estaba demasiado agotado para conseguir sólo con su voluntad.
Sauron el despiadado, aniquilado por la misericordia.
La diversidad del bien
También existe una marcada diferencia entre lo que Brian Rosebury denomina «la diversidad del bien y la uniformidad del mal»: entre los pueblos libres de la Tierra Media existe una diversidad generalizada y en gran parte tolerada, que se extiende a lo que no sucede. Por ejemplo, el rey Théoden y más tarde Aragorn podrían haber insistido en que un pueblo primitivo y antiguo de los drúedain se uniera a su alianza militar. En lugar de ello, Théoden acepta la amable ayuda que le ofrecen, y tanto él como Aragorn respetan el deseo de los druédain de mantenerse al margen de la guerra.
Compárese esto con la esclavitud homogeneizadora y la opresión de los que doblan la rodilla ante Mordor. El contraste es tan marcado que sólo un lector cegado por una filosofía de la guerra carente de los más obvios matices podría pasarlo por alto.
Guerra defensiva
Una regla para determinar si una guerra es justa es si es, en cierto sentido, defensiva. Algunos han empleado este elemento de la tradición de la guerra justa para apoyar un estrecho aislacionismo. Uno podría haber esperado que Tolkien tuviera esta actitud, pues vio un lado especialmente feo de la guerra en la batalla del Somme, luchando contra una civilización alemana a la que admiraba y en una guerra que muchos consideraban sin sentido. Sin embargo, aunque Tolkien en El Señor de los Anillos enfatiza la regla defensiva, también expone las trampas del aislacionismo.
Según la tradición de la Guerra Justa, entrar en una guerra para arrebatar tierras o propiedades al vecino es un robo, pero una guerra para ayudar a un aliado que ha sido atacado injustamente se calificaría de defensiva. El Señor de los Anillos confirma esta distinción.
Así, por ejemplo, los Ents, pastores de árboles, tienen al principio una visión estrecha de la defensa, pues creen que sólo deben luchar cuando son atacados directamente y no preocuparse por las injusticias en el resto del mundo. Afortunadamente para los demás pueblos libres, los Ents acaban interpretando el principio defensivo de forma más amplia y pasan al ataque tanto en Isengard como en el Abismo de Helm.
Esa decisión resulta crucial para la posterior victoria sobre Sauron, y por tanto crucial para los propios Ents, ya que Sauron y sus secuaces difícilmente les habrían dejado en paz si hubieran conquistado a los otros pueblos libres.
Por supuesto, de ello no se deduce que una nación poderosa deba desempeñar el papel de policía mundial de modo indiscriminado, defendiendo a todo aquel que sea atacado injustamente. Trazar la línea que separa una intervención prudente de una imprudente implica una serie de decisiones difíciles. Por eso, incluso los defensores de la guerra justa pueden discrepar sobre si es bueno y prudente entrar en un determinado conflicto militar.
Tolkien reconoce esta complejidad. Presenta a un grupo de líderes reflexivos que emplean implícitamente el razonamiento de la Guerra Justa, pero que deben reunirse tanto en el Consejo de Elrond como en otras reuniones más pequeñas para debatir cómo tomar decisiones sabias sobre cuándo y cómo ir a la guerra.
Es probable que cualquier debate de este tipo sea mucho más esclarecedor si las partes adoptan primero el marco mental de la guerra justa. De este modo podrán evitar un aislacionismo egocéntrico por un lado y un aventurerismo indiscriminado por otro.
La guerra justa enriquecida
Tolkien fue testigo directo de la guerra en sus peores facetas, en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, en sus novelas y cartas defendió claramente la doble verdad de que la guerra no debe buscarse, pero tampoco puede evitarse con eslóganes pacifistas y discursos sentimentales sobre la fraternidad de los hombres. Así pues llevó a sus libros la dolorosa verdad de que a veces es moralmente obligatorio ir a la guerra.
A primera vista, sin embargo, podría pensarse que los héroes de Tolkien se apartan de la Guerra Justa al abandonar uno de sus principios: la probabilidad de éxito. Una y otra vez, los personajes de El Señor de los Anillos parecen considerar su situación como desesperada, con pocas o ninguna posibilidad de victoria. Y, sin embargo, luchan.
Antes de que comience la batalla de los Campos del Pelennor, Pippin y Gandalf reflexionan sobre los peligros que imaginan que corren Frodo y Sam. «Dime, - pregunta Pippin -, ¿hay alguna esperanza?».
«Nunca ha habido mucha esperanza», responde Gandalf, poniendo la mano sobre la cabeza de Pippin. «Es sólo la esperanza de un loco, según dicen». Sin embargo, Gandalf sigue creyendo que la misión de Frodo y Sam es apropiada, al igual que la idea de enviar un grupo a Mordor para destruir el anillo. «¿Desesperación o locura?», pregunta. «No es desesperación, pues la desesperación es sólo para aquellos que ven el fin más allá de toda duda. Nosotros no lo vemos. Es sabiduría reconocer la necesidad, cuando se han sopesado todos los demás caminos, aunque pueda parecer una locura a los que se aferran a falsas esperanzas. ¡Que la locura sea nuestra capa, un velo ante los ojos del Enemigo!».
Del mismo modo, en el enfrentamiento en el Abismo de Helm parece hasta el final como si las fuerzas de Saruman, aliado de Sauron, fueran a aniquilar Rohan. Más tarde, cuando el rey Théoden y los rohirrim marchan a Minas Tirith en la «creciente oscuridad», no esperan vencer ni regresar a sus hogares.
Tom Shippey ha sugerido que esta valentía ante las adversidades es deudora del modelo nórdico de coraje que Tolkien conoció y admiró en sus estudios de filología. Se trata de un valor que se mantenía incluso cuando el héroe veía ante sí una derrota segura y definitiva. Un modelo así sirve de saludable correctivo para una interpretación de la tradición de la guerra justa que se basase tanto en la prudencia que resultara prácticamente indistinguible del pacifismo.
Precisamente esta interpretación derrotista ha sido bastante común entre académicos y eclesiásticos de nuestra época, que han utilizado la Guerra Justa como tapadera para políticas de rendición y pacifismo de facto. La guerra se trata como un mal necesario que nunca lo es del todo.
Tolkien fue testigo de una Europa obsesionada con la política del apaciguamiento y con el consiguiente fracaso a la hora de hacer frente al nazismo. La estrategia prometía «paz para nuestro tiempo», pero no hizo sino envalentonar y fortalecer a Hitler. En la Tierra Media el Rey Théoden, bajo el hechizo de Gríma, y también los Ents, tienen el mismo impulso de meter la cabeza bajo tierra. Por suerte fueron despertados a tiempo para evitar una guerra mucho más costosa.
Ahora bien, en El Señor de los Anillos no se elogia a nadie por precipitarse insensata y prematuramente a la batalla sólo porque es «lo que hay que hacer». Cuando Denethor envía a Faramir en una misión suicida para proteger las defensas orientales, Gandalf le implora: «No desperdicies tu vida precipitadamente… Se te necesitará aquí, para otras cosas además de la guerra».
Pero, ¿cómo distinguir la temeridad del valor en tiempos desesperados? El Hobbit ilustra tres virtudes clave que, en conjunto y según Tolkien, pueden ayudarnos a sortear esas aguas turbulentas.
En primer lugar, Gandalf y Bilbo demuestran la virtud de la claridad moral en su desesperado intento de impedir que los enanos de la Montaña Solitaria se lancen a una guerra injusta y estúpida contra los hombres y los elfos.
En segundo lugar, Gandalf y los demás líderes ejercen la virtud de la prudencia en la estrategia que se apresuran a trazar contra los lobos y orcos invasores después de que los enanos, hombres y elfos dejen finalmente de lado sus mezquinas diferencias.
En tercer lugar, la alianza resultante muestra una firme determinación incluso cuando las probabilidades en su contra parecen abrumadoras. Esta voluntad de luchar y morir por una causa justa pero aparentemente desesperada les permite resistir hasta que Beorn y las grandes águilas llegan para cambiar las tornas.
Hoy necesitamos un modelo de valor semejante, en el que veamos claramente lo que es justo y lo abordemos con prudencia y resolución heroica combinadas en igual medida. Sin prudencia nos excedemos en una serie de conflictos insensatos. Sin resolución heroica, la regla de la probabilidad de éxito se convierte en una fábrica de excusas para la resolución débil, la aversión al riesgo y la rendición fácil.
Un carisma a la no violencia
El Señor de los Anillos aporta matices adicionales sobre el tema de la guerra, el valor y el impulso a la no violencia, muchos de los cuales faltan en la necesariamente condensada versión cinematográfica de Peter Jackson.
Hay que tener en cuenta que Tolkien conoció la guerra en una forma especialmente desagradable y casi inútil. De junio a octubre de 1916 sirvió con los Fusileros de Lancashire en el frente del río Somme, en Francia. Languideció en trincheras abarrotadas y plagadas de enfermedades, donde meses de bombardeos con fuego de mortero y ametralladoras provocaron una muerte y una destrucción ingentes pero escasos avances militares. Al final de aquella «Guerra para acabar con todas las guerras», millones de europeos -incluidos dos de los mejores amigos de Tolkien- habían muerto a causa de las heridas recibidas en combate, y millones más habían muerto de enfermedades y hambre. Tolkien contrajo la fiebre de las trincheras y pasó los dos últimos años de su servicio convaleciente y, durante un tiempo, vigilando la costa del sur de Inglaterra.
Estas experiencias seguramente le inspiraron simpatía por los pacifistas que eran, al mismo tiempo, valientes y sinceros. Y aunque rechazó el pacifismo como ética universal, creó un ejemplo respetable para él en El Señor de los Anillos.
Después de que Frodo y Sam son rescatados del Monte del Destino y los pueblos libres lo celebran ataviados con trajes militares, Frodo jura no vestirse así, pues no desea llevar una espada. Mantiene esta postura hasta el final de la novela, en lo que podría llamarse un carisma a la no violencia. Durante el asedio a la Comarca, Frodo insta a los hobbits a la moderación cuando toman las armas para recuperar su libertad frente a un grupo de matones que han tomado el control de una Comarca poco defendida y situada lejos del brazo protector de su amigo, el rey Aragorn.
En todo esto Frodo es muy diferente del pacifista académico que desde su torre de marfil disfruta de la paz ganada por el valor del soldado mientras se mofa de ese mismo soldado. Frodo tiene en alta estima a Aragorn y a otros guerreros. Él mismo sirvió en la guerra del Anillo, soportando el mayor peligro en el viaje al Monte del Destino. Y permanece cerca del peligro en la batalla por la Comarca, poniéndose, si cabe, en mayor peligro por ir desarmado. Sería difícil imaginar una presentación más respetuosa de la decisión de un personaje de deponer las armas para siempre.
Sin embargo, Tolkien da al combativo Merry la frase más aguda de la escena: «'Pero si hay muchos de esos rufianes, - dijo Merry -, sin duda habrá que luchar. No rescatarás a Lotho, ni a la Comarca, estando solamente conmocionado y triste, mi querido Frodo».
El resultado no es una discusión. En cambio, la repulsión de Frodo a matar, cansado de la guerra, y el pragmatismo militar de Merry informan la conducta de los soldados hobbits. Al final, los hobbits expulsan a los invasores de la Comarca, pero de una manera que, según las órdenes de Frodo, es misericordiosa en la victoria para los invasores supervivientes y los hobbits traidores.
Guerra justa con justa
En su retrato de la guerra, Tolkien entretejió los temas del poder y su renuncia en un todo complejo y brillante. El poder no hace el bien, pero tampoco hace el mal. Hay momentos para rechazar el encanto del poder, especialmente cuando implica dominar a otros, y hay momentos en los que lo correcto es tomar las armas y luchar sin reservas contra las fuerzas de la oscuridad. De hecho, Tolkien sugiere que hay momentos en los que debemos hacer ambas cosas.
En nuestra época, haríamos bien en dejar a un lado tanto el patrioterismo desenfrenado de los belicistas como las fáciles perogrulladas de la nunca del todo superada generación hippie: «Haz el amor y no la guerra». «La guerra no es la respuesta». «Dale una oportunidad a la paz». «La violencia nunca resuelve nada». Tales eslóganes funcionan bien para mostrar superioridad moral desde el parachoques trasero del coche de uno, pero no hacen nada para aclarar el camino a seguir en un mundo peligroso. Para ello necesitamos recetas más fuertes.
El realismo moral de las novelas fantásticas de Tolkien es un buen punto de partida.