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Portada de 'Contra Babel: Ensayo sobre el valor de las lenguas'

El Debate de las Ideas

Felix culpa

Los promotores idealistas o interesados de las lenguas menores tienen que hacerse fuertes en sus compartimentos estancos. Fenómeno que explica el carísimo interés de los nacionalismos por controlar las televisiones públicas, su prioridad por hacerse con las leyes educativas

Manuel Toscano (Málaga, 1963), profesor titular de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Málaga, ha escrito Contra Babel. Ensayo sobre el valor de las lenguas (Athenaica, 2024). Es un ensayo, por desgracia, imprescindible.

Ojalá no tuviésemos que leerlo, aunque leerlo es un placer. Toscano aplica el bisturí de su inteligencia (esto es lo bueno) a un problema enquistado en España (esto es lo malo). La cuestión de las lenguas minoritarias está en el núcleo de nuestros problemas políticos, porque legitima el discurso victimista, el ventajismo nacionalista y la torsión permanente del principio de igualdad. Lo mejor de Toscano es que no viene ni a levantar la voz ni a componer el gesto ni a rasgarse las vestiduras. Pudiendo, no se recrea en las anécdotas ridículas. Le basta una: el sociólogo norteamericano James Petras tenía que conferenciar en Cataluña en un congreso universitario y propuso dar su ponencia en castellano. Le dijeron que ni hablar. O en catalán o en inglés. Escogió el inglés y, dándola, se percató de que la mitad de los asistentes no le entendía y que le hubiese entendido perfectamente en español, pero no.

Toscano prefiere los datos y, sobre ellos, el análisis. En el mundo se hablan 7168 lenguas. Se ha exagerado bastante sobre su desaparición, con un alarmismo paralelo al climático; pero, exageraciones interesadas aparte y aunque las lenguas no se pueden equiparar a especies en peligro de extinción, lo cierto es que las mayoritarias sí ejercen una presión sobre las más pequeñas. Es lógico, explica implacablemente el autor, porque los idiomas son instrumentos, con un orden espontáneo que escapa al control voluntarista. Hay una mano invisible también en el mercado libre de las lenguas visibles. La gente, que no es tonta, escoge las que maximicen su esfuerzo de aprenderlas y dominarlas. Así, el número de hablantes de un idioma, su centralidad y la conexión entre hablantes plurilingües terminan resultando decisivos. Toscano estudia a fondo «las asimetrías que se generan a favor del idioma más usado, así como los mecanismos de refuerzo que pone en marcha». El proceso se resume en el conocido «efecto Mateo», esto es, que a la lengua que tiene se le dará y a la que no tiene, incluso lo que tiene, se le quitará.

No ignora, siempre atento a todas las razones y argumentos en liza, que hay otra manera de medir el valor de una lengua, además de como medio de comunicación: como patrimonio cultural. En principio, ambas valoraciones no se excluyen ni deberían oponerse. Yo, en particular, estoy en eso. Como poeta, tiendo a absolutizar mi lengua materna y considero que mi cultura, que es mi patria, no conoce más fronteras que las del español. A efectos prácticos, sigo viviendo en la Monarquía Hispánica. Luego, soy un conservador recalcitrante; y tengo la querencia conservacionista de lamentar cada lengua que se pierda, aunque me pille lejos y no tenga la menor intención de aprenderla. Con todo, las cosas no son tan simples, como desarrolla Toscano. El valor cultural de la lengua también depende de su condición como medio de comunicación. Siempre es un medio.

Por tanto, existiendo las beneméritas traducciones, las necesidades perentorias de comunicación y el coste elevadísimo de oportunidad de aprender una nueva lengua, la única manera de contrarrestar la inferioridad de condiciones de las lenguas minoritarias es apelando al corazoncito de sus hablantes (o de sus votantes): «La lealtad a la herencia de sus ancestros o el sentimiento de pertenencia debería primar sobre el cálculo interesado», sostienen esos esencialistas. Esto nos aboca a una paradoja en la que no se detiene Manuel Toscano. Si la lengua es un marcador de identidad, pierde atractivo para los hablantes externos, que pueden querer aprender una nueva lengua por interés comunicativo o cultural, pero que identidad ya tienen la suya, y que, además, tampoco lograrían nunca esa identidad que es lo principal que la lengua puede ofrecerles. Al fin y al cabo, siempre hablarán con un acento delator de su condición de metecos.

En consecuencia, los promotores idealistas o interesados de las lenguas menores tienen que hacerse fuertes en sus compartimentos estancos. Fenómeno que explica el carísimo interés de los nacionalismos por controlar las televisiones públicas, su prioridad por hacerse con las leyes educativas o lo que parece sólo una anécdota de rabiosa actualidad: su rechazo al turismo. «Cuanto menos se tratan las personas pertenecientes a distintas comunidades lingüísticas, cuando menos hablan entre sí, porque se ignoran, se desprecian o se odian, mejor les va a sus lenguas», resume Toscano. Es una verdad incómoda y una alerta necesaria.

Urge preguntarse qué interés se pone en el centro. Debería ser el que mejor responda a a la cuestión de qué es mejor para los hablantes. La inmersión lingüística no puede ser una ahogadilla para los derechos individuales de ningún ciudadano. Hay que estar vigilantes con las leyes, pero también con las teorías. El concepto de «lengua propia» no es en ningún modo inicuo, porque da una cobertura a estas políticas de la ahogadilla. «¿Qué nos debería importar más, que las personas se lleven bien o que les vaya bien a las lenguas?», Toscano lo pone tal cual encima de la mesa «aunque casi nunca se aborde de manera explícita».

Contra Babel nos recuerda, en definitiva, que la multiplicación de las lenguas fue una maldición de dimensiones y orígenes bíblicos, pero también que puede existir aquí una felix culpa que revierta el castigo divino. Cabe armonizar la potencia comunicativa, la libertad de las personas y el valor cultural de cada lengua. Pero para lograr ese equilibrio redentor, es importantísimo no hacerse trampas al solitario ni condescender a la demagogia ni cerrar los ojos a la mejor teoría. El libro de Manuel Toscano podría contribuir a que la maldición de Babel no caiga sobre nuestras cabezas. Si vamos a convertirla en una felix culpa, como soñaba Steiner, hemos de tomarnos en serio la verdad y la libertad. Aquí, unos fragmentos del libro para empezar a contribuir:

Se olvida que la confusión de lenguas era originalmente un castigo divino, mientras que hoy se la reivindica indiscriminadamente como una bendición.
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Se necesitan unas diez mil horas de estudios y práctica para dominar de forma competente un idioma. ¡Nada menos que el equivalente a diez cursos académicos a jornada completa! […] Este elevado coste de oportunidad no se tiene en cuenta.
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La diversidad sólo puede enriquecernos a través del contacto y la difusión, no de la mera yuxtaposición de comunidades separadas e incomunicadas.
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La lengua como patrimonio queda estrechamente asociada con la litigiosa noción de identidad.
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La idea del valor intrínseco de las lenguas […] es un verdadero lío conceptual, a través del cual es difícil abrirse paso.
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Sería absurdo concluir que, puesto que cada lengua añade valor al mundo, deberíamos maximizar la diversidad de lenguas multiplicando su número.
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Las menciones bienintencionadas a la dignidad podrían terminar justificando de este modo políticas coercitivas para la protección de la lengua, dirigidas en primer lugar contra los propios hablantes.
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[A las lenguas] No habría que sustancializarlas ni mucho menos atribuirles vida propia, como si se tratase de prodigiosos animales metafísicos.
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Una conclusión cuando menos inquietante: los guetos son la mejor receta para asegurar la supervivencia de las lenguas minoritarias.
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Objetivo prioritario de los activistas en defensa de las lenguas minoritarias sea reavivar ese sentimiento de lealtad.
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Toda cautela es poca con un concepto tan vago como el de los derechos lingüísticos […] no sólo por un prurito analítico, sino en vista de los abusos a los que puede dar lugar una noción mal concebida.