El Debate de las Ideas
Vocación y carisma
La vocación divina no apela principalmente a nuestra generosidad, sino que pone al descubierto la insuficiencia radical de nuestras respuestas
Como una simple invitación al debate de las ideas y sin ánimo polémico, este artículo se propone advertir someramente contra las distorsiones que experimentan conceptos como vocación y carisma en el seno de la propria Iglesia.
¿Acaso no parecerían más necesarios hoy que nunca para hacer frente a la pérdida de sentido que atenazan sociedades desorientadas y entregadas a fantasías ideológicas que proporcionan una interpretación cerrada y excluyente de toda trascendencia? No obstante, se han podido convertir en comodines que tanto apaciguan ansiedades como acaban generando graves frustraciones. En cuanto que suscitan grandes expectativas, son lógicas las perplejidades que las acompañan cuando la realidad se encarga de desmentirlas o de resituarlas.
Es indudable que ambas palabras cuentan con una sólida base bíblica. En cambio, ciertos usos que se han hecho de ellos están marcados por profundas mutaciones históricas que, al ampliar su comprensión, en cierto modo también han arrastrado sentidos que sobre todo sirven para legitimar presupuestos de partida.
Reinhart Koselleck propuso estudiar conceptos como «revolución», «conciencia», «crisis» o «ilustración» para tratar de explicar el nacimiento de las modernas sociedades burguesas. De igual manera podrían analizarse rasgos decisivos de la Iglesia contemporánea a través de la historia conceptual de vocablos como vocación y carisma. Aunque sea dicho a modo de apunte, resulta difícil negar que sin la fenomenología y los diversos existencialismos, así como sin sus adaptaciones personalistas, algunos de ellos resultarían incomprensibles.
En Ser y Tiempo de Martin Heidegger podían encontrarse afirmaciones como la siguiente: «la conciencia se manifiesta, por consiguiente, como una atestiguación perteneciente al ser del Dasein, en la que el Dasein es llamado ante sus más propio poder-ser». Aplicando una reducción casera de la jerga filosófica, podía llegar a adaptarse el matizadísimo análisis heideggeriano en otros términos: aquello que me motiva y que me atrae como la realización imaginaria de mi ser más profundo, dentro de un marco orientativamente confesional.
José Ortega y Gasset entretanto hablaba del «fondo insobornable» y presentaba el dinamismo de la existencia humana como dramatismo, necesitado de crear sus posibilidades como destino. Súmense desde los años 60 el diálogo con el marxismo y la reivindicación de la experiencia personal como una autenticidad que soslaya los riesgos de un ritualismo que emboscaría un conformismo espiritual puesta al descubierto por el fin de la Cristiandad, y tendríamos un cuadro de trazos que, aunque sean gruesos, apuntan perspectivas que nos son familiares.
Basta releer los Escritos corsarios de Pier Paolo Pasolini para refrescar la memoria de cómo la deshumanización que han seguido los avances industriales y tecnológicos, acelerados durante la segunda mitad del siglo XX, ha revolucionado modos de vida bimilenarios que suponían uno anclajes familiares y comunitarios que no obligaban a preguntarse si Dios quería algo singularmente de ti, ni a considerar imprescindible que debiera existir un proyecto personal de vida que colmase tu necesidad de sentido.
Se ha solido resaltar que la unidad de la cosmovisión medieval se rompió con la distinción cartesiana entre res extensa y res cogitans. La pregunta moderna por antonomasia es qué soy yo o, en el mejor de los casos, quién soy. Aparejada a tal crisis de la identidad personal, le sigue el interrogante por el lugar que ocupa ese yo en el mundo y en la sociedad.
Pero también cabe considerar que, desde los inicios de la escolástica, el cristianismo occidental no se ha repuesto nunca de las consecuencias de la separación entre un orden natural y otro sobrenatural. A fin de vencer la nostalgia de esa unidad se han ensayado dos soluciones, acentuadas en los dos últimos siglos: la naturalización de lo sobrenatural, propio de las exégesis liberal e historicista; y la sobrenaturalización de lo natural, que es una tentación que ha acechado a los movimientos de renovación apostólica de cualquier tipo en tiempos de crisis eclesiales.
Por una parte, aunque no toda «vocación» puede ser tratada exclusiva o preferentemente en clave psicológica, tampoco cualquier experiencia espiritual debería haber sido considerada, o seguir considerándose todavía, una llamada divina. La piedad y el discernimiento se han convertido en las máscaras del subjetivismo y del relativismo, algunas bienintencionadas y otras con el mero interés de ampliar o de completar números.
Más tarde o más temprano llegan los abandonos y las recriminaciones encubiertas que inevitablemente dejan un poso de amargura personal y comunitaria que se acostumbra a silenciar y que se interpretan de nuevo en clave sobrenaturalizante. Sea en la vida religiosa o familiar, se acostumbra a buscar en las Escrituras o incluso en la historia de la Iglesia los paralelismos que mejor encajen con el relato de cada situación presente. Debe pagarse, a cambio, un doble precio: la espiral de (auto)culpabilizaciones que acompaña a temas tan íntimos reclama una inacabable retribución que jamás sana las heridas ni colma el vacío de un deseo muerto.
En otro sentido, algo parecido sucede con la proliferación de carismas convertidos en sinónimos de nuevas fundaciones que se han esforzado por obtener un reconocimiento jurídico que los avalase institucionalmente. En la iglesia latina, las irreductibles relaciones paulinas entre letra y espíritu o la ley y la gracia son vividas con especial intensidad. Por más legítimos que sean los medios, su confusión con el fin de la vida cristiana da lugar a las más pintorescas combinaciones que, bajo el peso del subjetivismo mencionado, se entregan a interminables discernimientos cuyos resultados siempre son Estatutos provisionales. Entre el pop y el camp, en no pocos de esos «carismas» se advierte la combinación destilada, en diversas proporciones, de las espiritualidades clásicas: la benedictina, las mendicantes, el jesuitismo o las principales formas laicales del siglo XX.
Imantadas por personalidades muy atractivas, se acaban enfrentando, contra su voluntad y con lógico malestar, con ambivalencias de fondo: al lado de organizaciones que ayudan a recorrer el itinerario de la fe con solvencia y hondura, en otras sus miembros han de asumir que los escándalos no son un accidente de su trayectoria, sino la realidad misma de todo obrar humano, tanto más doloroso cuanto de mejor fe se ha actuado a lo largo de toda una vida.
A fin de cuentas, como decía san Pablo, más que al don de lenguas o al de profecías, al de curar o al de gobernar, hay que aspirar al mejor de todo ellos: la caridad (1 Cor 12,4-7).
Ante la proliferación de testimonios y de relatos de experiencias de conversión, deberíamos recordar uno de los consejos constantes de los grandes maestros espirituales, con san Juan de la Cruz a la cabeza: conservar los dones de Dios en silencio en el corazón. Como transformarán la vida, acabarán irradiando sobre los demás. No guardar el secreto expone a los peligros de la gnosis, de los cuales no el menor es la soberbia disfrazada de humildad. Me aplico, por supuesto, el consejo, meditando lo que san Ignacio de Loyola dice en los Ejercicios espirituales:
«Sólo es de mirar que, si no ha hecho elección debida y ordenadamente, sin afecciones desordenadas, arrepintiéndose procure hacer buena vida en su elección, la cual elección no parece que sea vocación divina, por ser elección desordenada y oblicua, como muchos en esto yerran, haciendo de oblicua o de mala elección vocación divina» (e.e. 172).
La vocación divina no apela principalmente a nuestra generosidad, sino que pone al descubierto la insuficiencia radical de nuestras respuestas. Sólo aceptándola, como lo hicieron los Profetas y los Apóstoles, nos liberará de nuestro pequeño yo, tan perdido y afanado en sus seguridades. De lo contrario, corremos el riesgo de que citas paulinas como «Sé de quien me fiado» (2 Tim. 1,12) o «Llevamos un tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4,7) se conviertan en frases motivacionales que se dirigen a Dios para que, como Padre misericordioso, confirme nuestras decisiones «de ser felices». Es preciso estar vigilantes para que la vocación, como los carismas, no sean la excusa de la necesidad de singularizarse ante realidades sociales que despersonalizan la identidad.
Tal vez, atentos al aquí y ahora, debamos volvamos a considerar el hondo aviso de Qohélet, el autor del Eclesiastés: «El único bien del hombre es disfrutar con lo que hace: esa es su paga» (Ecl.3,22). Quien obra el bien – no cualquier bien – y profesa el nombre de Jesús ya está en camino «según la vocación a que habéis sido llamados» (Ef. 4,1). Puede llevar una vida aprender una lección tan ardua y realista.