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14 de septiembre de 2024

Gran Hermano ha comenzado el proceso de selección de concursantes para la nueva edición

Gran Hermano ha comenzado el proceso de selección de concursantes para la nueva ediciónMediaset

El Debate de las Ideas

Gran Hermano: la destrucción de la intimidad y el placer totalitario

Un ensayo desentraña el lado más perturbador del programa que cambió la historia de la televisión y que regresa a Telecinco el jueves

Son pocos los estudios dedicados a analizar el discurso televisivo y sus consecuencias. Una laguna que resulta, como poco, llamativa, dada la creciente omnipresencia de este medio, y su capacidad para convertirse en el centro de la existencia de muchas personas. Cada vez más, buena parte de nuestras experiencias -o lo que nos parecen tales- las 'vivimos' a través de la pequeña pantalla. Desde ella nos llegan una sobreabundancia de relatos que proporcionan los marcos mentales que dan forma a nuestra visión del mundo, que hoy coincide con ese 'Matrix progre' en el que vivimos inmersos, si se nos permite usar la afortunada expresión de Juan Manuel de Prada.

Gracias a las series de televisión estamos convencidos -sin necesidad de mediar ningún argumento ni prueba- de la verdad de un gran número de clichés que nos llegan a través de sus historias. La idea de que detrás de todo político defensor de la familia hay un impostor vicioso, que es infiel a su mujer, por ejemplo. O la convicción de que quienes protestan por la inmigración ilegal son, en realidad, nazis, o supremacistas blancos, que querrían borrar de la faz de la tierra todas las demás razas son sólo dos ejemplos.

Pero este artículo no trata de esta dimensión discursiva de la televisión -sobre la que algo sí se ha escrito- sino de otra de mayor calado: el modo como el medio televisivo alimenta una forma de estar en el mundo que va generando cambios antropológicos en la sociedad. El analista y pensador Jesús González Requena ya abordó hace años en El discurso televisivo, el modo como este nuevo medio, que ofrece contenidos ininterrumpidamente, ha afectado a nuestra cultura narrativa, hasta entonces marcada por historias con un principio y un fin claros, lo que facilitaba la construcción de un sentido e invitaba a buscarlo. Allí donde las historias postergan su cierre una y otra vez, el sentido pospone indefinidamente y termina siendo sustituido por la pura excitación narrativa, y por la espectacularización de la sorpresa.

Este año González Requena ha dado un paso adelante y ha coordinado un más que estimulante ensayo en el que analiza la naturaleza y efectos perturbadores del gran espectáculo televisivo del presente siglo: Gran Hermano, un formato que cambió la historia de la televisión y que, por lo visto, se resiste a desaparecer, pues regresa a las pantallas del Telecinco el próximo jueves 5 de septiembre.

Bajo el título De Gran Hermano a El juego del calamar. Avatares del espectáculo televisivo contemporáneo (Cátedra), Requena analiza algo más que un programa de televisión. Gran Hermano no sólo ha sido un modelo televisivo de gran éxito durante todo este siglo, sino que ha sido el padre de un gran número de variantes de espectáculos de telerrealidad basados en su fórmula original, tales como Mujeres, hombres y viceversa o Supervivientes, entre otros muchos.

Gran Hermano surge en el comienzo de siglo, en el año 2000, y ha tenido 18 ediciones en distintas modalidades, hasta que se procedió a lo que parecía su clausura definitiva a causa de un suceso especialmente lamentable: una de las concursantes fue violada, estando en estado de embriaguez, por otro residente de la casa. Ella no fue consciente, pero las cámaras registraron la agresión. El programa tomó medidas, pero el daño ya estaba hecho. Ello unido a un rendimiento decreciente de las últimas ediciones animó al cierre. Pero, hoy, Telecinco resucita la fórmula que convirtió a la cadena en la más vista, para intentar romper la continuada hegemonía de Antena 3.

Destrucción de la intimidad

Gran Hermano es un concurso televisivo, pero uno muy peculiar, que no es previsible que presente cambios sustanciales en su nueva edición. En los concursos convencionales, ganar o perder depende de alguna habilidad especial o conocimiento. No es el caso. Aquí el éxito o el fracaso depende de un factor especialmente turbador: la capacidad de los concursantes para exhibir su intimidad y ofrecer a los espectadores el espectáculo de su yo desprotegido, frágil, inconsistente e incluso descontrolado. En estos programas gana aquel que monta el mejor espectáculo de destrucción de su intimidad.

Gran Hermano es, entonces, un concurso «de la abolición de la intimidad, dado que el concursante se ve inducido a exhibir -y, así, destruir- su intimidad tanto en el campo visual como en el verbal, por medio tanto de la exhibición permanente de su cuerpo, como de la confesión de sus pensamientos y de sus sentimientos más íntimos», resume Jesús González Requena. Una pérdida de intimidad que se ve propiciada y alimentada por la convivencia forzada de todos en un espacio bastante reducido, así como por las constantes 'fiestas de alcohol' que propicia el programa para facilitar la desinhibición de los participantes. A ello hay que añadir que la competición obliga a participar en una ceremonia de delación de los compañeros (la nominación) en la que la propuesta de candidatos para irse debe ir acompañada de las acusaciones que justifican tal selección.

Todo ello apunta a una naturaleza notablemente perversa del programa. Otro dato inquietante: su nombre, Gran Hermano, alude a la máxima expresión del poder totalitario en la novela 1984, de George Orwell, y, sin embargo, gracias a la televisión es ahora un emblema de entretenimiento, ‘blanqueado’ y rebajado su dramatismo.

Porque dejemos una cosa clara, el título es muy adecuado al contenido del concurso. No sólo porque todo se base en la absoluta trasparencia de las vidas de esos expuestos a la vigilancia de las cámaras las 24 horas del día- sino también por otros aspectos del programa. Así, por ejemplo, el uso del ‘doble lenguaje’ que denunciara Orwell, algo que vemos en los términos utilizados para describir el programa. Requena lo analiza pormenorizadamente y así, por ejemplo, caemos en la cuenta de que ‘el confesionario’ de GH es lo opuesto de la confesión católica, pues aquella garantiza de forma estricta la privacidad de la relación entre el creyente y Dios, con la única mediación del sacerdote, mientras que en el programa de televisión ocurre lo contrario: la confesión adquiere la máxima publicidad.

Pero está también el uso de la palabra «nominar» para el proceso de selección de los excluidos. El término nominar se usa habitualmente para proponer a alguien a algún reconocimiento o premio, y lo que aquí ocurre es justo lo contrario. También podríamos destacar lo poco que la casa de Gran Hermano tiene de 'casa', en cuanto que hogar, pues es un recinto cerrado que aísla del exterior, pero no protege de sus miradas.

Esta destrucción de la intimidad de los concursantes se justifica por la voluntariedad con la que acceden a participar: nadie les obliga, se nos dice una y otra vez. Pero este hecho no modifica la naturaleza de la agresión que el programa propicia. «La regla de la absoluta visibilidad supone una radical abolición de la soledad, de sus espacios y de sus tiempos», explica González Requena, quien vincula estos espacios y tiempos con la formación de la interioridad psíquica del ser. Por tanto, «someter a un ser a un régimen de absoluta visibilidad equivale a realizar una agresión directa contra su interioridad psíquica».

A principios de siglo esto era todavía importante, pero hoy no está tan claro, entregados como estamos a la vorágine exhibicionista de las redes sociales. Todo se sacrifica a los likes, a los seguidores, y se nos invita a construir una «marca personal» que es justo lo contrario de una interioridad, pues su naturaleza es justamente la «exterioridad».

La intimidad como condición del espacio interior del ser fue el tema por antonomasia de la novela y el teatro del siglo XIX y aún siguió siéndolo en el cine clásico de la primera mitad del siglo XX, nos recuerda Requena. Sus personajes y sus actores hacían posible el acceso a una intimidad que no sólo no se veía violentada, sino que se veía fortalecida y ampliada. «La libertad de pensamiento y la libertad de expresión encontraron su más concreta manifestación en ese espacio interior que venía a constituir la verdad del personaje». Hoy, en cambio, amenazada esa interioridad psíquica, quizás no debería extrañarnos que las libertades que la acompañaban estén también en cuestión.

Porque no perdamos de vista que Gran Hermano es mucho más que un programa de televisión; fue un auténtico fenómeno social, con una indudable capacidad de influencia en las audiencias.

Si la extrema transparencia y la supresión radical de la intimidad ya nos colocan en el terreno de lo totalitario, no es menos importante analizar cuál es la posición del espectador en medio de este proceso. Porque, si en la novela de Orwell, el Gran Hermano era la máxima expresión del poder político comunista, en el espectáculo de telerrealidad, el Gran Hermano es cada uno de los espectadores. A cada uno se le otorgan dos cualidades casi divinas: por un lado, verlo todo; por otro, el poder de decidir sobre el destino de los concursantes con su voto. Y hay que insistir en el carácter perverso que a menudo está en la base de las decisiones: se queda el que da más espectáculo, el que genera más conflictos -y por tanto más entretenimiento- el que está más dispuesto a exhibirse y desnudarse.

Consecuencias

Después de dos décadas de inmersión televisiva en este tipo de programas, quizás no deba sorprendernos la proliferación de fenómenos como la cultura de la cancelación, en el que nos encontramos con unas masas anónimas, articuladas a través de las redes sociales, dispuestas a castigar a quienes se salen del patrón de lo políticamente correcto.

En la medida en la que el placer del espectador de estos programas de telerrealidad se basa en contemplar la destrucción de la intimidad de los concursantes, debemos reconocer la presencia de un elemento claramente perverso en todo este proceso; por más que la retórica del programa y sus legitimaciones intenten ocultarlo o minimizarlo. Pero, como señala González Requena, hay un límite al disfrute perverso del espectador, y ese límite es el que marcan las leyes. No puede haber, por tanto, agresiones físicas graves entre los concursantes; ni agresiones sexuales -aunque, como se ha comentado, la hubo; ni mucho menos asesinatos. Por eso resulta tan significativa la aparición de la serie de televisión ‘El juego del calamar’, que sortea estos límites legales, convirtiendo el concurso en un programa de ficción. Merced a este ardid, caben las agresiones físicas a los concursantes, e incluso la liquidación de su vida, llegando el reality show a su paroxismo.

Que el programa presente a una serie de ricachones depravados como los espectadores privilegiados del concurso no debe llevarnos a engaño: como en Gran Hermano, en El juego del calamar son los espectadores los que disfrutan desde la impunidad de los salones de su hogar del sufrimiento que se infringe a los concursantes. Y así, de este modo en apariencia inocente, las sociedades occidentales le van cogiendo gusto a cuestiones tales como la vigilancia de los otros, la arbitrariedad de un poder que no necesita justificarse ni legitimarse, o el disfrute con el dolor ajeno. Toda una escuela informal de totalitarismo que ha operado entre nosotros mientras los tipos listos y los ilustrados lamentaban la decadencia de las democracias occidentales como si fuera una fatalidad.

La sociedad que acoge ahora el retorno de Gran Hermano tiene poco que ver con la que vio nacer el programa. Será interesante observar si el formato es capaz todavía de atraer nuestra mirada o si se confirma el desgaste de la fórmula. A fin de cuentas, pareciera como si las pulsiones que alimentaban Gran Hermano hubieran dado el salto desde la televisión a la sociedad y la política convirtiendo toda nuestra vida social en un inquietante reality show repleto de perdedores.

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