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J.R.R. Tolkien en una imagen de archivo de 1977GTRES

El Debate de las Ideas

Tolkien: el retorno del bien

Nuestro crecimiento no está reñido con la adversidad, con diablos o demonios que intentan acosarnos con múltiples y variadas irrupciones en nuestra vida camuflados en la temida oscuridad de su presencia

Con el mes de agosto a punto de expirar y la resaca del estreno de los tres primeros capítulos de la segunda temporada de Los Anillos de Poder, no es extraño que John Ronald Reuel Tolkien vuelva a erigirse en protagonista, en la rutilante estrella que, con el hashtag de su apellido o el del título de la millonaria producción de Amazon Prime Video, vuelve a recobrar esplendor con continuos trending topics en redes sociales, comentarios y reseñas de cinéfilos, amantes de series o acérrimos seguidores del viejo profesor de la Universidad de Oxford.

Seguramente, resultaría prematuro e inadecuado juzgar lo que dará de sí la nueva entrega tras los dimes y diretes de la primera tentativa que, por lo general, no fue del agrado de puristas y ávidos lectores del universo literario del escritor de Bloemfontein, conocedores de su vida y una obra generadora de fantásticos acontecimientos e increíbles viajes a inconcebibles destinos para la mente de cualquier mortal. Por ello, obviemos ese posicionamiento al objeto de que lectores o televidentes alcancen sus propias conclusiones sin la necesidad de tener que verter malas palabras en sus apreciaciones. En breve, habrá turbulencias aparte de la ya conocida disparidad e, incluso, discordia sobre la esencia, coherencia o inconsistencia del relato original o, también, de tal o cual personaje y su caracterización. Además, saldrán a la palestra agudos contrastes en las interpretaciones, la ejecución técnica, la música, el desequilibrio de diferentes tramas o la exuberante excelencia visual con sus ya conocidos e impactantes efectos visuales de la primera temporada. En esta ocasión, al menos, jugamos con ventaja.

Sin embargo, el efecto Tolkien, por motivos varios, no ha solido pasar desapercibido por estas fechas en las que, recordando el aniversario de su fallecimiento el próximo 2 de septiembre, arrancamos las últimas hojas del mes de agosto con el regreso a nuestra actividad (académica, profesional, rutinaria…) convertida en hecho, en el de la realidad que afrontamos al iniciar un nuevo curso, con sus cambios o expectativas, con deseos de mejora y el imperativo individual de hacer las cosas bien actuando con rectitud en cualquiera de los propósitos que tengamos en mente para lo venidero. Todo ello forma parte del Bien, de esa firme voluntad de sacar nuestros proyectos adelante en tiempos en los que el Mal se ha apoderado de los papeles principales y sus valedores no dejan de solicitar su presencia dificultando y amargando nuestra existencia. De hecho, sin ánimo de destripar esta segunda temporada de la serie, el Mal encarnado en Sauron, su más fiel exponente, no se perderá esta relevante cita.

Tolkien supo perfectamente lo que ese Mal representaba en oposición al Bien, como antes había proclamado el poeta William Blake con sus contrarios esenciales para lograr el progreso: atracción y repulsión, orden y caos, amor y odio, humildad y orgullo, razón y energía que constituían elementos antagónicos entre sí gestando conceptos válidos, los dos ya aludidos, para las religiones. El Bien es la pasión, la fuerza que obedece a la razón, mientras que su rival, el Mal, es sinónimo de la actividad generada por la energía; de ahí, el contraste y la eterna dualidad establecida entre cielo e infierno.

Indudablemente, ni el propio Blake ni Tolkien iban mal encaminados de acuerdo con los acontecimientos que la historia nos ha deparado a lo largo de los tres últimos siglos. Es evidente, pues, que nuestro crecimiento no está reñido con la adversidad, con diablos o demonios que intentan acosarnos con múltiples y variadas irrupciones en nuestra vida camuflados en la temida oscuridad de su presencia.

Los tiempos, las circunstancias, cambian y mandan; el Mal, también. Y ataviado con distintos disfraces, altivo y soberbio, no parece desfallecer en la atalaya desde la que divisa y ejerce su maligno control. Es como el malvado Sauron, horripilante y aborrecido, guerrero negro, nigromante, maligno viento u ojo al acecho de cualquier tentativa en la que el Bien se posicione con alguna que otra opción de triunfo ante las pérfidas propuestas de la maldad.

El gran Tolkien conocía todos esos síntomas, los indicios, y podía hablar en primera persona debido, en gran parte, a las tristes vicisitudes socio-familiares de las primeras décadas de su vida hasta su definitivo adiós al Royal Army tras la Gran Guerra que vilmente había propiciado el ocaso de una generación europea. Su mundo literario está repleto de mitos e historias originadas bajo la exclusividad y excepcionalidad de una privilegiada cabeza. Huérfano de padre a una muy corta edad y de madre al cumplir los ocho años, cuando ya residía en Inglaterra tras sus primeros años en Sudáfrica, su evolución personal, espiritual y académica iba a estar estrechamente ligada a las orientaciones del padre Morgan, sacerdote católico de origen español. A pesar de la estigmatización de los católicos ingleses, los papists, en aquellas primeras décadas del siglo XX; Mabel, la madre del escritor, tuvo arrestos para mantenerse en sus trece y, con profundas convicciones, erigirse en el baluarte familiar de la fe católica que legaría a sus dos varones. Por desgracia, una inesperada enfermedad cortaría sus alas en la tierra para, desde el cielo, seguir volando con ellos entre los pasillos celestiales de la nueva religión que habían abrazado.

Así, ese germen espiritual y católico brotó en Tolkien con una serie de aliados añadidos a su justa causa literaria. Entre ellos, una ingente imaginación, el estilete de las puertas del escapismo, esa alternativa de evasión que permitía su desafección respecto al mundo que le rodeaba. Y esa peculiar huida se vio acelerada por los combates, la adversa climatología, la incierta vida del soldado, la fiebre de las trincheras, la guerra de desgaste, la tierra de nadie y el prematuro adiós de miles de jóvenes en aquel dantesco escenario de dolor, muerte y sufrimiento.

Hoy, males endémicos como la incertidumbre, la mentira, el relativismo, el materialismo o la inmediatez andan cursando invitaciones en nombre del Mal ante un Bien resignado que anhela el fulgor de una llamada victoriosa, la de la luz en un camino que nos guíe a la derrota de nuestros enemigos.