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El hombre de Vitrubio, de Leonardo da Vinci

El hombre de Vitrubio, de Leonardo da Vinci

El Debate de las Ideas

El triunfo de la mojigatocracia

¿Hay manera hoy de librarse de este monumental pringue de la mermelada sentimental? La hay. Basta con que tanto en la familia, como en la escuela y en la sociedad, alguien se resigne a hacer de adulto.

¡Si será pesada la mojigatocracia que hasta don Ramón de Campoamor se quejaba de ella! Lo que nuestro calígrafo del ripio no podía sospechar es que iría a más y que finalmente ha encontrado en nuestros días su idónea ecología cultural, hasta el punto que como recientemente me decía Valentí Puig, «si hoy hay un incendio, llegan antes los psicólogos que los bomberos».

El emotivismo ha triunfado. Los teóricos finos hablan de «emotional turn», yo prefiero hablar de mojigatocracia o, siguiendo a Pla, de la «mermelada sentimental que lo pringa todo».

En su formulación más elemental, la mermelada sentimental se alimenta de la convicción de que los problemas del mundo se solucionarían si nos esforzáramos por empatizar más entre nosotros. Los conflictos entre los negros y los policías norteamericanos son fáciles de resolver, bastaría con que los segundos simplemente se imaginaran qué significa ser negro; los problemas de la emigración en Europa se desvanecerían inmediatamente si los europeos nos pusiéramos en la piel de un emigrante. El conflicto enquistado entre judíos y palestinos se podría acabar hoy mismo si ambos se comportasen como buenos cristianos.

II

Vivo desde 1987 en un pueblo de la costa catalana, El Masnou, que se encuentra entre Barcelona y Mataró. Es un pueblo tranquilo y generalmente bien avenido en el que hasta hace poco confiábamos en nuestra experiencia del mundo para orientarnos con seguridad por sus calles. Sabíamos cómo ir de un sitio a otro e identificábamos sin sorpresas los sitios por los que pasábamos porque habíamos pasados por ellos miles de veces. Sin embargo…

A mediados de agosto pasé, camino del mercado, por una calle peatonal y habitualmente tranquila y acogedora, la Calle Esperanza, que tiene unos bancos acogedores a la sombra de unos grandes plátanos. Aquí solía venir con mis hijos por las tardes cuando eran pequeños. Todo seguía aparentemente igual. Los plátanos han dado un buen estirón y uno de ellos se ha secado. Todo era lo mismo hasta que descubrí que el muy diligente ayuntamiento de esta villa tranquila ha declarado, tal como reza el cartel que lo anuncia, que la Calle Esperanza pasa a ser un «refugio climático».

Sin apenas tiempo para asimilar la sorpresa, crucé después la plaza Jaume Bertran. Es una plaza tranquila, bien sombreada, sin otra circulación que la de una brisilla refrescante Durante unos años viví cerca de allí y guardo un muy buen recuerdo de los vecinos. Es uno de los rincones más pintados y fotografiados del pueblo. También nos la han metamorfoseado en «refugio climático».

Detesto esta neolengua pedante, cursi, excesiva, inútil, pedagogista, engolada y tremendista, que, sin embargo, permite a nuestros políticos considerarse nuestros salvadores. Hasta ahora cuando hacía calor y pasábamos por la calle Esperanza o por la plaza Jaume Bertrán, disfrutábamos de la sombra de los árboles, sin más pretensiones que las de disfrutar. Pero allí donde nosotros, pobres ciudadanos de a pie veíamos sombra, árboles y bancos, resulta que es un refugio climático. Hemos tenido que esperar a que en el ayuntamiento nos lo dijesen para saberlo. Ahora ni los árboles son solo árboles ni la sombra es solo sombra ni la brisa es solo brisa. Todo es otra cosa, más dramática y solemne, gracias a que nuestro ayuntamiento vela por nosotros.

Me temo que esta cursilería ha venido para quedarse y que lo hará con el beneplácito de una ciudadanía que ve como la cosa más normal que los medios de comunicación y el Ministerio de Sanidad nos revelen al unísono, en verano que es bueno beber líquidos y llevar ropa ligera.

¿Cómo demonios pudieron sobrellevar nuestros abuelos unos veranos sin instrucciones de uso?

Nada de esto es anecdótico o inocente. Es la expresión de la moderna sociedad terapéutica en la que el hombre político está en retirada para permitir la ascensión vertical del nuevo bárbaro, el hombre psico-terapéutico.

III

Fue el sociólogo estadounidense Philip Rieff (1922-2006) el que acuñó la expresión «sociedad terapéutica» en su libro The Triumph of the Therapeutic: Uses of Faith After Freud (1966). En él sostiene que la disolución de la cultura cristiana ha permitido la emergencia de un nuevo tipo de hombre que quiere afirmarse moralmente sin someterse a ninguna disciplina externa o institucional. No se relaciona con la sociedad para asumir y hacer suyas las tradiciones de la moralidad común, sino para dejar constancia de su presencia narcisista y de sus emociones. Pero queriendo ser genuino, autónomo y crítico, muerde todo anzuelo que se le presente con sabor terapéutico.

En este pujante psicosocialismo está teniendo lugar una mutación emotivista de las relaciones públicas que conduce al triunfo de la ideología de la intimidad. «Esta ideología -escribe Sennett- define el espíritu humanitario de una sociedad carente de dioses: el calor es nuestro dios». En lugar de someternos a un ideal de virtud para desarrollar lo que somos en la dirección de lo que queremos ser, abrimos las escotillas de nuestra interioridad convencidos de que cuanto más venteemos nuestras emociones y sentimientos, más auténticos somos. El calor que buscamos, por lo tanto, se alimenta de la combustión pública constante de nuestros sentimientos.

La religión ya no puede salvar al individuo de la formación de su neurosis privada, pues el individuo se ha convertido en su propia religión: cuidar de sí mismo es ahora su ritual, y la salud es el dogma supremo. Por eso acoge con los brazos abiertos a quienes cuidan de su interés por cuidarse amplificándolo de tal manera que lo tratan como un menor de edad.

En el psicosocialismo una emoción es mucho más convincente que un silogismo y un abrazo tiene más categoría que el principio de no contradicción. Las emociones son tan democráticas que para ellas todo el mundo vale.

IV

Podemos datar simbólicamente la escisión entre el hombre psicológico y el hombre político (o sea, el nacimiento del ciudadano psicoterapéutico) en el Frankenstein o el Moderno Prometeo de Mary Shelley. Pienso, en concreto en la famosa excursión a Chamonix del capítulo X. En el Montanvert el doctor Frankenstein se encuentra con su criatura, a quien desprecia como si fuera una alimaña. Frente al desprecio del creador, la criatura ruega: «Yo era afectuoso y bueno: la desdicha me convirtió en un malvado. ¡Hacedme feliz y volveré a ser virtuoso» No pretende que su creador le muestre el camino de la virtud que conduce hasta la felicidad posible, como habría hecho un antiguo, porque no concibe la virtud como la conquista laboriosa de la felicidad, sino que ve la felicidad como la condición imprescindible para llegar a ser virtuoso. Sólo el hombre feliz sería un hombre moral. El infeliz, por lo tanto, tiene justificada en su infelicidad su amoralidad.

¿Y quién es el infeliz? Pues alguien a quien no nos hemos parado a darle un abrazo cuando lo necesitaba. Si lo hubiéramos hecho, si nos hubiésemos detenido a su lado a empatizar con sus problemas, lo hubiéramos entendido y ya no sería una amenaza para nadie. La responsabilidad cae siempre del lado del feliz que, si tiene conciencia, está condenado a ser el mayor infeliz, dado que el mundo está plagado de los males que él ha ocasionado con su distancia afectiva con los otros.

En esta dirección, Robert Musil nos presenta en El hombre sin atributos a un ser patibulario (pero no menos patibulario que la criatura de Frankenstein) que no sabe muy bien cuáles son sus derechos, pero sí sabe que son «aquello de que se le había privado o escatimado durante toda su vida». Son los demás los que están en deuda con él. Él no tiene deudas, porque es infeliz.

V

Permítanme presentarles algunas pruebas aparentemente menores de la actual deriva terapéutica del antiguo hombre político. Las recojo de las instrucciones de uso que aparecen en algunos productos. Ustedes juzgarán si están dirigidas o no a personas adultas y si se trata de meras anécdotas o de graves categorías:

En una pastilla de jabón: «Utilizar como jabón normal.»

En una percha de colgar ropa: «Precaución: No te la tragues.»

En la parte inferior de un envase de papel que contiene una tarta: «No dar la vuelta al envase».

En una prenda de ropa: «Puede ser lavada tanto por hombres como por mujeres».

En otra prenda: «Lavar cuando esté sucia».

En la cremallera de unos tejanos: «Esta cremallera te puede pillar el pene. Ciérrala con cuidado».

VI

¿Hay manera hoy de librarse de este monumental pringue de la mermelada sentimental?

La hay. Basta con que tanto en la familia, como en la escuela y en la sociedad, alguien se resigne a hacer de adulto.

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