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El dióxido de titanio estaba presente en muchas golosinas

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El Debate de las Ideas

El doble rostro de la paciencia

El test de la golosina sirvió para establecer el grado de autocontrol de los niños ante una tesitura en la que del aplazamiento de una satisfacción inmediata se derivaba un premio seguro. El inveterado pragmatismo anglosajón no tardó en trasladar los resultados del experimento a la esfera de las finanzas

Lo llamaron «El test de la golosina». Se trató de un experimento que el psicólogo Walter Mischel realizó durante la década de los sesenta en la Universidad de Stanford. La prueba era sencilla: niños de entre cuatro y seis años pasaban por turnos a una habitación y allí se sentaban ante una mesa sobre la que se hallaba dispuesta una golosina. Antes de dejarlos solos, un adulto explicaba a lo niños que podían comerse la golosina, pero que si al cabo de un tiempo, cuando el adulto regresara, la golosina seguía allí, tendrían otra igual como recompensa. En Internet pueden encontrarse grabaciones de niños de la actualidad enfrentados a una situación idéntica. Los niños no saben que están siendo grabados y algunas de las estrategias que utilizan mientras se debaten internamente tratando de vencer la tentación de dar rienda suelta a sus impulsos arrojan imágenes de una comicidad entrañable.

En primera instancia, el test de la golosina sirvió para establecer el grado de autocontrol de los niños ante una tesitura en la que del aplazamiento de una satisfacción inmediata se derivaba un premio seguro. Aun así, solo un tercio de los niños fue capaz de aguardar el tiempo de espera exigido sin arrojarse vorazmente sobre el dulce. El aporte científico más revelador, sin embargo, se produjo treinta años depués. Al cabo de ese lapso, Mischel volvió a encontrarse con los sujetos que habían tomado parte en su experimento y los entrevistó para averiguar cómo les había ido en la vida. Las conclusiones fueron esclarecedoras: la mayor parte de quienes habían obtenido el premio de la segunda golosina habían logrado mejores calificaciones en sus estudios que aquellos que solo se habían comido una, y, al contrario que estos últimos, tenían trabajos bien remunerados y llevaban unas vidas familiares estables.

El inveterado pragmatismo anglosajón no tardó en trasladar los resultados del experimento a la esfera de las finanzas. A raíz de la difusión de los datos extraídos de la prueba, en las escuelas de negocios se tendió a resaltar la importancia de un ordenado manejo de los impulsos como cualidad indisociable del inversor exitoso. Pero, dadas las implicaciones que pone al descubierto, no cabe duda de que el test de la golosina trasciende el árido mundo de la especulación monetaria.

Surge entonces una inquietud: la sospecha de que una decisiva porción de nuestras vidas pueda hallarse decidida de antemano. De acuerdo a dicha hipótesis, quien nace bendecido por una personalidad propensa al autocontrol de sus reacciones estaría en posesión de las cualidades necesarias para emprender el camino hacia el éxito. En cambio, a quienes una tendencia innata les empuja a dejarse dominar por sus pulsiones les aguardaría un futuro de insatisfacción emocional y penurias materiales. Pues bien, ¿es esto así? ¿Debemos resignarnos al determinismo que se deduce de una concepción de la existencia según la cual las cartas se hallan repartidas desde el instante mismo de nuestra concepción? ¿Acaso el margen para que la persona se sobreponga a las limitaciones inscritas en su genética resulta tan exigua que no merece la pena el esfuerzo necesario para modificarlas? No lo creo. Creo más bien que lo que el experimento de la golosina nos enseña es que debemos tomarnos muy en serio la educación en ciertas virtudes que son determinantes para la óptima configuración de la personalidad. La prueba ideada por Mischel aspiraba a poner en relación la capacidad de autocontrol humano con la expectativa de una vida repleta de logros personales. En lugar de autocontrol, yo prefiero esta otra palabra: paciencia.

La paciencia, a día de hoy, es una cualidad a contrapelo del espíritu de la época. La época nos insta a la compulsión. Un temperamento impaciente responde al estereotipo del consumidor idóneo que manejan con astucia tanto los estrategas de la propaganda como los brujos de la mercadotecnia. La impaciencia logra que la maquinaria que mueve el mundo gire a un ritmo cada vez más desenfrenado. La impaciencia exacerba nuestros apetitos: nos empuja a desear más, a consumir más, y, como consecuencia, al desarrollo patológico de un inconformismo banal y epidérmico. El individuo impaciente pasa de un reclamo a otro, se atiborra de productos, experiencias y eslóganes, sin tiempo para asimilarlos, sin posibilidad de discernimiento crítico. Habita en el vértigo de una temporalidad desencajada. Acostumbrado a moverse al dictado de sus caprichos, no hay nada que llegue a sedimentarse en su interior. Su atención, modelada en el ultraveloz universo de lo tecnológico, apenas alcanza el nivel de intensidad necesario para arañar la superficie de las cosas.

Llegamos, a través de este perfil íntimo, a la configuración de una psicología manipulable. El individuo impaciente no es solo un consumidor idóneo de bienes materiales, de relaciones efímeras. También es, en el terreno de la acción colectiva, alguien incapaz de entender que un problema dado no encuentre una solución inmediata. Esta peculiaridad lo arroja en los brazos del primer demagogo que le prometa un billete en clase preferente al paraíso soñado, lo que determina que buena parte de la política actual degenere en una retórica tramposa, en una timba de sofistas.

Por el contrario, la paciencia se habitúa a contemplar el largo plazo. Permite que las expectativas maduren. Apuesta por el arraigo, cultiva lealtades firmes, se demora en el perfeccionamiento de una destreza. Es comprensiva con las imperfecciones del prójimo y rara vez cede a los apremios de lo inmediato. Sus frutos se hacen esperar, pero cuando llegan, lo hacen revestidos de esa solidez que caracteriza a aquello que está llamado a perdurar más allá de los embates del tiempo. Cuando se aplica a la consecución de un objetivo concreto, le damos el nombre de perseverancia. En una de sus conferencias, el filósofo Byung-Chul Han relata en los siguientes términos cómo aprendió a tocar el piano: «Cierto día, cuando pasé por delante de una pequeñísima tienda de pianos, vi en el escaparate un hermoso y antiguo piano de cola y entré en el establecimiento. Me enamoré de aquel piano, así que lo compré con la intención de aprender a tocarlo. Sin haber tomado ni una sola clase de piano, intenté tocar el aria de las Variaciones Goldberg. Amaba aquella aria por encima de todo. No me bastaba con escucharla sin más: quería tocarla por mí mismo. Tuve que practicar por lo menos durante dos años. Para algunos movimientos necesité meses, repeticiones sin fin».

Así opera la paciencia. Identifica un bien lejano por el que vale la pena empeñarse en el dominio de la voluntad y transforma los fracasos parciales en necesarias curas de humildad que, una tras otra, nos transportan hasta la culminación de una vida lograda. Sin embargo, hay un aspecto de la paciencia que debe contemplarse con prevención. Se trata del punto en que la paciencia se confunde con la aceptación pasiva de un cierto estado de cosas. Se diría una modalidad de la resignación cristiana o del estoicismo clásico, pero despojada de toda proyección hacia el plano de lo trascendente. Al expandirse, crea sociedades conformadas por individuos que, de manera solo en apariencia paradójica, en la misma medida en que se muestran intransigentes con la satisfacción de sus deseos, se acomodan a un conformismo descomprometido y laxo ante la deriva aciaga de su entorno. Es un sentimiento que arraiga en las naciones en declive, carcome su voluntad de resistencia y corrompe hasta los corazones más íntegros con el veneno letal del fatalismo. Una paciencia de este género —en realidad, una adulteración de la genuina paciencia que he tratado de describir más arriba— será la clase de sentimiento que un poder envilecido fomentará entre sus súbditos. Mediante la adulación, les animará a afrontar la adversidad con ánimo constructivo. Les convencerá de la inutilidad de todo esfuerzo por enmendar su destino. Les hablará de igualdad y de derechos irrenunciables, a la vez que los convierte en sujetos íntegramente dependientes de la arbitrariedad despótica del Estado. Si hay algo que en los próximos años vaya a decidir el destino de Occidente, es la voluntad de contestación de sus ciudadanos frente a la formidable convergencia de fuerzas que los empujan hacia esa trampa. Algo para lo que, por cierto, también será necesaria la paciencia. Una paciencia creativa y que no desespere. La paciencia con la que Byung-Chul Han aprendió a interpretar las Variaciones Goldberg. La paciencia de aquellos niños del experimento de Mischel que acabaron obteniendo una segunda golosina

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