El Debate de las Ideas
Del Apocalipsis y final de los tiempos
Cuando se lee la Biblia, ya sea el Antiguo o el Nuevo Testamento, es fácil percatarse de la similitud de muchos de sus textos escatológicos, es decir, relativos al final de los tiempos, que aún predichos tantos milenios atrás, los vemos cumplirse a poco que nos fijemos en los acontecimientos en nuestro tiempo presente. Como creyentes podemos honradamente invocar que lo referido no debe extrañarnos, tratándose como se trata de la palabra de Dios expresada a través de sus profetas y del propio Jesús y sus apóstoles. Sin embargo, en la práctica, las cosas suelen complicarse, y no solo por las diversas interpretaciones de los textos.
Llama la atención el hecho de que, a pesar de haber sido leídos por tanta gente y, especialmente, por los hombres de la Iglesia, que los utilizan habitualmente en sus celebraciones y actos litúrgicos; o, incluso, de estar ya en la conciencia de la mayoría de las personas que comparten nuestra cultura, sean creyentes o no, sin embargo, apenas se producen reflexiones y acciones acordes con la importancia del asunto, ni tampoco se aprecia un interés significativo por evitar que se cumplan tales predicciones, siguiendo las indicaciones que los propios textos sagrados nos proporcionan. Hay en dicho grupo como un cierto rechazo a aceptar sus contenidos y una fuerte tendencia a ignorarlos muy extendida. Se debe probablemente a las interpretaciones historicistas de los exégetas bíblicos del pasado siglo o la idea de la similitud de los signos anunciados con otros ya conocidos, que no condujeron como se pensaba a ningún fin del mundo, ni a cambio profundo alguno en la sociedad receptora, a pesar de las permanentes llamadas en su tiempo a tenerlos en cuenta. Todavía recordamos el pánico que se desencadenó en Europa en torno al año mil, prevista fecha del fin del mundo y del retorno glorioso de Cristo. O las esperanzas frustradas de los anabaptistas en el siglo XVI sobre un inminente final apocalíptico y la muerte de los impíos. En cualquier caso, ¿cuántas catástrofes naturales o provocadas por el hombre no se han vivido a lo largo de nuestra historia sin resultados apocalípticos?
En lo que respecta a los no creyentes, ni siquiera existe esfuerzo significativo alguno hoy para, al menos, desdecir los escritos bíblicos y demostrar que se trata de una pura invención. Es cierto que entre ellos no solo existen ateos; hay también una corriente agnóstica que se niega a afirmar lo que no se puede saber. Por tanto, existe asimismo silencio ante lo que no deja de ser para muchos sino una mera creencia fijada en una sociedad y cultura temporal concretas.
Volviendo al ámbito de los creyentes y, particularmente, al de las grandes iglesias cristianas, tampoco se percibe, según he apuntado, un interés mucho mayor por tocar el tema. Se proclaman los abundantes textos obligados relativos a las postrimerías, pero suele pasarse por ellos sin ninguna explicación ni reflexión profunda. Parece como si también en esas instituciones eclesiales se hubiera despertado una prudencia exagerada, o muchos de sus miembros no creyeran o no quisieran ver estas manifestaciones del poder, de la justicia de Dios y de su triunfo sobre el Mal. Ciertamente, los escritos bíblicos no son demasiado suaves ni condescendientes con respecto al final de los tiempos. Y la mente del hombre actual no está para noticias fuertes. La frase célebre («¿Cuándo regrese el Hijo del Hombre encontrará fe en la Tierra?») saca a luz, incluso, el tema de que a los terribles signos escatológicos preceda una apostasía generalizada en la Iglesia y en el mundo antes cristiano. Sin embargo, continuamente se hace alusión en el Nuevo Testamento a la necesaria vigilancia de los fieles o al carácter sorpresivo de la Segunda Venida, combinados ambos con una llamada a la esperanza («Levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca»).
Se trata, pues, de una especie de ambivalencia entre el deseo y el olvido, la espera frustrada y el olvido o la ceguera con respecto a la llegada. En una de las muchas homilías que el cardenal Newman pronunció, recordaba lúcidamente lo siguiente: Si es verdad que los cristianos le han esperado (al Señor) cuando no venía, es también muy cierto que cuando venga, el mundo no lo esperará. Si es verdad que los cristianos han creído discernir signos de su venida cuando no los había, es igualmente cierto que el mundo no acertará a ver los signos de su venida cuando los tenga ante sus ojos.
Pero tampoco son muy escuchados los abundantes anuncios proféticos al margen de los textos bíblicos, aunque no opuestos a ellos, puestos en la boca de la Virgen, incluso en apariciones aprobadas por la Iglesia, en lugares muy dispersos del planeta, no obstante que una parte importante de los mismos -pensemos en los conocidos mensajes de Fátima- hayan tenido ya su cumplimiento. No deja de ser chocante que, en estos tiempos, se multipliquen concurrencialmente los mismos mensajes llamando a la conversión, la penitencia y la oración, en evitación de unos daños mayores de los que están por venir. Ciertamente, nadie sabe el día ni la hora; pero la falta de eco eclesial sobre el asunto, tal vez, tenga que ver con el Dios todo bondad, perdón y misericordia en que tanto hincapié hoy se hace, en detrimento de otros atributos presentes en ambos Testamentos y vigentes durante siglos en la Cristiandad.
Pero esta prudencia o rechazo por parte de los propios cristianos, no debiera enmascarar los hechos que vamos viendo sucederse y acumularse, ni la sensación para muchos de que estamos en los tiempos finales y que hemos de asistir aún a acontecimientos insospechados por su fuerza, impensables en otra época. Los avances en las tentativas de establecer un nuevo orden mundial sustitutorio y en la lucha paralela contra las raíces cristianas y la presencia social del cristianismo (o en su sustitución por una especie de religión secularizada y/o sincretista); el impulso desde las instituciones planetarias a una antropología contraria a nuestra visión del ser humano, la crisis profunda dentro de las propias confesiones cristianas, la extensión del relativismo y de la falta de referente ético común, la amenaza de una guerra nuclear, que si bien sirve como elemento disuasorio, deja entrever grandes riesgos para la Humanidad; la simultaneidad de importantes factores naturales catastróficos con las grandes epidemias, los progresos del transhumanismo, la expansión de corrupción que toca a los ámbitos de la política y las instituciones llamadas a ser ejemplares ante sus ciudadanos, el reciente intento de absolución del ejercicio de la pederastia a través de la ONU, etc., son algunos signos con carga suficiente para que, al menos, nos replanteemos si esto puede ser asumido por el ser humano sin gravísimos daños.
Los últimos Juegos Olímpicos han sido, no sé con qué grado de conciencia, como una especie de anuncio universal del advenimiento del Anticristo. Además de la burla llevada a cabo contra la Eucaristía, la presencia de figuras y signos de carácter satánico ha sido proverbial según han acertado a ver expertos, y, por supuesto, no solo los pertenecientes al espacio de los cristianos. Por otro lado, la persecución cada vez más exacerbada de estos y de la fe es muy clara: basta con solo ver las estadísticas y los hechos. La quema de iglesias en Francia y los ataques a los cristianos fuera de Europa cada vez más frecuentes son solo una muestra de lo que hay y de lo que se nos viene encima.
De la misma manera que lo es, en nombre de una laicidad beligerante, la cancelación de contenidos de la fe y de su expresión pública, plástica o hablada. Y, sobre todo, el premeditado olvido de Dios, fuente de nuestra cultura tanto democrática como predemocrática, por un mal entendido programa de inclusión. Es lo que ya conocemos, desde hace años, como la apostasía silenciosa: los bautizados que ya ni creen ni esperan en el Dios, al que, al menos inicialmente, estaban unidos. La propia crisis profunda de la Iglesia Católica con sus diferentes manifestaciones es otro signo, anunciado por algunas importantes revelaciones, algunas relativamente recientes. Y cuando, en Occidente, la fe está en crisis también lo está nuestra sociedad y nuestra cultura a las que había contribuido grandemente a dar forma.
Con independencia de que pudieran ser meras coincidencias en el tiempo, ahondadas por el desarrollo alcanzado por el hombre en este y en el pasado siglo, estos y otros signos debería invitarnos al menos a la reflexión, a una expectativa serena y al afianzamiento de nuestra fe en los testimonios bíblicos y mariológicos.
Así, aunque no parezca existir la convicción plena de su valor apocalíptico, o ni siquiera se crea en ellas, no dejan de ser llamativas determinadas respuestas secularizadas, aunque asimiladas también eclesialmente, como puede ser, entre otras, la insistencia en el cambio climático y sus consecuencias trágicas, en las que continuamente, sin apenas pausa, tanto se insiste. La intuición de que el final de los tiempos ha comenzado no es exclusivamente cristiana; se trata de una sensación bastante generalizada. Aprovechada por la cinematografía, resulta interesante ver en estos tiempos la proliferación de distopías catastróficas (casi siempre de carácter inmanentista) y –lo que resulta más llamativo- el éxito comercial que proporcionan a sus promotores. Recordemos los ejemplos de películas como Matrix, El amanecer de los muertos, El día de mañana, 28 días después, Mad Max, 2012, Hijos de los hombres , Soy leyenda o Doce monos, por solo citar algunos de las más taquilleras. Sin embargo, la literatura, quizás porque hoy se lee mucho menos, después de la resurrección de El señor del mundo de R.H. Benson, ha seguido menos la moda.
En todo caso, a pesar de todas estas muestras fehacientes, rara vez se vuelve la mirada hacia quienes profetizan, desde medios de confianza, lo que ha de ocurrir, y muestran a la vez caminos para amortiguar sus efectos negativos y elevar la esperanza hacia un futuro trascendente feliz. Por supuesto, no solo a través de medios de tipo material y técnico. El salto hacia lo sobrenatural está todavía por dar. Pesan aún mucho la desconfianza, el temor y la autocensura.