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Portada del libro 'Tres monjes rebeldes'

El barbero del rey de Suecia

La cruz y la espada

Por varios frentes me han estado llegando imperiosas recomendaciones del libro Tres monjes rebeldes (Herder, 2022) escrito a principios de los 80 por el monje trapense M. Raymond. Me he sometido a obediencia y, como suele suceder, he recibido el ciento por uno. Porque realmente se habla muchísimo en este libro de la hidalguía, que por eso me empujaban a leerlo desde todos lados; pero el libro ofrece todavía más.

Ya el motivo de Raymond para ponerse a escribir este título, primero de una trilogía trapense, es significativo. Los visitantes a los monasterios querían saber más de su historia, pero se tenía, incluso en el monasterio, un conocimiento muy vago. Profundizar en los fundadores de la orden se convierte en un deber de justicia, en un instrumento apostólico y, sobre todo, en una garantía de fidelidad a un espíritu. Los frutos penden de las raíces.

Aprendemos enseguida que a los tres santos cuyas biografías se entrelazan en esta historia les interesaba mucho la nobleza –a la que pertenecían y que les obligaba también en su trato con Dios y con la Virgen–, pero por un camino especialmente peculiar. Tanto san Roberto de Molesmes como san Alberico como san Esteban Harding tienen un interés obsesivo por cumplir la regla de san Benito. En estos tiempos líquidos en los que, a cuenta del espíritu, se quieren despreciar las normas y las costumbres, el libro adquiere una tajante actualidad de espada de doble filo. Sus lecciones son urgentes: la verdadera aventura es la ortodoxia y, casi siempre, para ser original hay que volver al origen. Se dice, provocadoramente: «Con una sorprendente intrepidez había hecho retroceder seiscientos años a sus hombres».

Ni contemporizaciones (que podían traducirse como aggiornamento) ni lenitivos se permitían los monjes que renovaron el catolicismo medieval y, de paso, el mundo del arte. Teodorico, el padre de Roberto, noble intensamente preocupado por la decadencia del clero y la situación del papado, pidió a su hijo que nunca envainase la espada en defensa de la cruz y de la Iglesia; y éste, desde la vida contemplativa, cumplió con el mandato paterno y con la vocación al pie de la letra.

El libro está escrito con estilo novelado, sencillo, casi desnudo, cistercense. La emoción y la pureza fluyen sin impedimentos. La tensión de la historia y de las almas de sus protagonistas se transmite al lector, que ratos reza. Cuenta casi al final que san Bernardo de Claraval, que será protagonista del segundo tomo de la trilogía, precisó al leer una carta de san Esteban organizando el Císter: «Parecen los versos de un poema lírico, pero es la estrofa inicial de un poema épico». Puede decirse igual de toda esta historia. En estos fragmentos quedará, espero, su vibración de cantar de gesta:

[Se dice el joven Roberto:] Yo nunca seré armado caballero. ¡Yo conozco una caballerosidad más noble! […] Otra forma de hidalguía.
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La terquedad es una bendición. Ningún hombre llegó jamás a parte alguna sin obstinarse en ello.
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Dices que quieres ser galante para con Dios…
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Su alma cantaba jubilosa y su cuerpo recorría el monasterio con la cabeza muy erguida. […] Roberto fue tildado de altivo, de independiente y de orgulloso, cuando en realidad no era más que noble de porte y sincero de palabra.
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Jesucristo había sido un caballero —el más noble de todos— pero era manso y humilde. […] El Cordero de Dios fue también el León de Judá.
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Los grandes talentos impulsan a las grandes almas a la emulación y a las pequeñas a la envidia.
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El gigantesco caballero se sorprendió al hallar un notabilísimo parecido entre la ceremonia de profesión de un monje y la de armar un caballero.
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Algunos se consideran humildes sólo porque piensan en diminutivo.
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El amor sólo podía ser pagado con amor; la nobleza, con nobleza; y la Cruz, con la Regla.
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…Y los hombres distintos siempre son peligrosos.
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Nuestros críticos nos hacen un favor al provocar el interés de las gentes.
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Puedo agradecerle a Dios que nunca haya existido el fracaso… en mi alma.
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La regla es la forma de demostrar la hidalguía hacia Dios. [Lo mismo que dijo, ochocientos años después, García Lorca de la misa tradicional sin haber leído a Raymond: «La solemnidad en lo religioso es cordialidad, porque es una prueba viva, prueba para los sentidos, de la inmediata presencia de Dios. Es como decir: Dios está con nosotros, démosle culto y adoración. (…) Son las formas exquisitas, la hidalguía con Dios».]
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[La nueva espiritualidad] Representaba un reto. La mayoría de los hombres tratamos siempre de hacer lo más difícil, lo más audaz, lo más nuevo. A los jóvenes les encantan las aventuras romancescas. Uno de los mayores atractivos de la juventud es enfrentarse con algo que signifique un reto a lo vulgar.
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En Citeaux por primera vez en la historia se designó a la Virgen María como «Nuestra Señora» (Notre Dame).
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Son demasiados los nobles que miran despectivamente el trabajo manual. Lo tienen por indigno. Dios mío… ¿Es que acaso no han leído el Evangelio? Jesucristo no se limitó a dignificar el trabajo, ¡lo divinizó! Las manos que trazaron las órbitas de los planetas y colocaron una por una las estrellas de la Vía Láctea, ¡se encallecieron manejan el martillo, la sierra y la garlopa!
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—El mundo se está riendo de vos.
—¡No sabéis cuánto me alegra divertirle!
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Por lo mismo que Cristo dijo que en la Casa del Padre hay muchas mansiones, debe haber en la Tierra muchos monasterios.
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Es cierto que Dios es caridad, pero el Hombre-Dios no se definió a sí mismo con esa virtud. Sus palabras fueron: «Yo soy la Verdad». […] De ello se deduce que una verdad captada, por insignificante que sea, es el mejor procedimiento para ir conociendo a Dios de manera firme y segura.
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Son demasiados los que confunden la simplicidad con la estupidez.
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El verdadero superior será el que haga a los inferiores sentirse iguales a él, aunque en el fondo de sus corazones estén convencidos de que no lo son. Esta honrada duplicidad es uno de los recovecos más curiosos de la naturaleza humana.