El Debate de las Ideas
'Wokismo' y religión, una relación turbia y estrecha
El movimiento de los justicieros sociales no solo tiene rasgos propios de una secta protestante, sino que encuentra su humus en las cenizas de la Cristiandad y recupera la herejía gnóstica
Merece la pena analizar las relaciones entre el movimiento woke –el conjunto de ideologías de izquierda de los justicieros sociales– y el mundo de lo religioso, porque su conexión es mayor y más profunda de lo que a primera vista pudiera parecer. Es verdad que no es inhabitual leer que lo woke es una pseudo religión de sustitución, pero suena más a una metáfora, a una forma de hablar, que a una descripción precisa. Y, sin embargo, la relación entre lo woke y la religión es muy estrecha y se produce en varias dimensiones.
A modo de anticipo, avanzaremos que lo woke está directamente conectado con el puritanismo protestante, recupera elementos esenciales de la herejía gnóstica y se apoya en las cenizas de la Cristiandad para expandirse, pues muchos de sus postulados parecen conectar con el humanismo cristiano, e incluso desarrollar su ética.
Vayamos por partes. Sabemos, desde hace mucho, que la realidad tiene aversión al vacío, y que tiende a rellenar los huecos. Y también somos conscientes del derrumbe sociológico de la Cristiandad, como de la influencia del cristianismo, en las sociedades occidentales. Hasta ahora pensábamos que el vacío dejado por la religión cristiana estaba siendo ocupado por nuevas formas de espiritualidad, más o menos dudosas: las filosofías orientales, el reiki… así como por propuestas como el mindfullness y otras. Pero mucho me temo que no estábamos viendo el elefante en la habitación, pues el wokismo es, con gran diferencia sobre las demás, la gran ‘religión’ de sustitución de nuestro tiempo.
El libro del filósofo francés Jean-François Braunstein La religión Woke aporta muchas y acertadas claves para entenderlo. Su primer acierto es entender que lo woke no es una ideología más, sino una visión del mundo que da sentido a la vida de quienes la profesan. Sus adeptos, nos explica Braunstein, son «como mínimo, personas entusiastas y, en la mayoría de los casos, lo que Kant denominaba ‘visionarios». Y nos avanza uno de los peligros de esta ideología radical, asentada en una mirada emotivista e irracional sobre el mundo: no es posible discutir con sus partidarios. La lógica es racista, o patriarcal, según los casos, pero, en ningún caso, un patrón que podamos usar como criterio compartido, de modo que la conversación se convierte en un «estás conmigo o contra mí», sin posibilidad de argumentación o discusión.
El trabajo de Braunstein establece una muy interesante conexión directa entre lo woke y el puritanismo protestante que se refleja directamente en el nombre del movimiento. Ser woke significa ‘estar despierto’ y este término conecta con la tradición de los ‘Despertares’ religiosos protestantes (awakenings) que revolucionaron las colonias americanas y, posteriormente, Estados Unidos, durante los siglos XVIII y XIX. El Dios que describe el predicador Jonathan Edwards, en la primera mitad del siglo XVIII, es un Dios todopoderoso que amenaza a los hombres con el infierno. «Hay que despertar a aquellos que no se han convertido (…) Ese mundo de miseria, ese lago de ardiente azufre, se extiende a vuestros pies. Ahí se encuentra el descomunal abismo de las rojas llamas de la ira de Dios». Es fácil encontrar cierta conexión entre este tipo de retórica y la que es habitual escuchar entre los catastrofistas climáticos, que nos advierten, sin desmayo, de que se avecina la llegada de ‘las rojas llamas de la ira’ de la Tierra en respuesta a los abusos cometidos por el ser humano.
«La visión de estos predicadores puritanos es, en general, muy pesimista y consideran que, sin duda, hay muchos más condenados que elegidos», nos explica Braunstein. «Para los woke ocurre lo mismo. Pareciera que nuestro mundo estuviera dominado por el mal, al que hay que perseguir con ímpetu y sin mucha esperanza de redención». Y como tampoco existe demasiada fe en la posibilidad de construir verdaderamente un futuro mejor, lo que queda es ‘salvarse’ individualmente. Pero no tanto mediante un programa de acción, o de obras, como a través de un compromiso en el señalamiento de los malos, los que se oponen a las convicciones y ‘valores’ que el wokismo defiende. Esto obliga a la acción con otros, y es el modo como el woke supera su raíz individualista para participar en luchas colectivas.
Un buen ejemplo podemos encontrarlo en el capítulo final del ensayo Perdiendo la Tierra, de Nathaniel Rich, quien no sólo defiende la «dimensión moral» de la crisis climática, sino que la lleva al extremo. Rich admite que no siempre es fácil para las personas individuales lograr que sus actos sean consecuentes con su defensa del planeta, lo que genera una inevitable desazón, pero encuentra una solución: siempre podemos salvarnos atacando a los malvados. «Cualquier consideración de la dimensión moral de la crisis climática debe comenzar por los villanos, aquellos que han tratado de hechizar a la gente sencilla con la incertidumbre, las mentiras y las fantasías gratuitas del negacionismo». Frente a ellos «una de nuestras armas más efectivas es la humillación», explica el ensayista. El problema radica en el modo como el propio Rich extiende al abanico de los culpables, que incluye no sólo a los que discuten algún aspecto del problema (por ejemplo, la idoneidad de las respuestas políticas que se están aplicando), sino también al simple moderador de un debate que no saca la cuestión. En este panorama pesimista, sólo el ataque a los villanos nos garantiza estar del lado correcto.
La palabra woke, por sí sola, transmite la idea de que estamos ante alguien que ha accedido a un nuevo estadio de conciencia que le permite ver la realidad como es. El woke es alguien que ha despertado del sueño de la alienación y que ve entramados ocultos en el mundo que le rodea.
Todo ello apunta ya a una dimensión marcadamente religiosa de la existencia, si bien debemos aclarar desde el primer momento que estamos ante una religión laica, sin Dios y sin perdón, que no aspira a ninguna trascendencia. El wokismo es una religión del aquí y del ahora, muy adecuada para el momento de materialismo extremo en el que vivimos. Y, lo que resulta más sorprendente, es una religión sin esperanza y con una visión muy estrecha y fatalista del futuro.
No solo no hay ningún redentor que haya venido a salvarnos, o que pueda venir a hacerlo en el futuro, sino que, en rigor, no existe la posibilidad de redención, pues las culpas mayores no desaparecen nunca. Si uno es blanco y heterosexual, eso no tiene arreglo. Es culpable de todos los males del mundo, que el wokismo resume en el patriarcado, el machismo, la homofobia, el colonialismo y el racismo. Además, como ‘inventor’ del capitalismo, el hombre blanco es culpable también de la ‘emergencia climática’ y de la ‘destrucción’ de la Tierra. Es posible intentar paliar la situación con actos de contrición y ejercicios de autoflagelación -como esas peticiones de perdón, arrodillados, que se generalizaron tras la muerte de George Floyd- pero la sombra de la culpa le acompañará siempre. No existe el perdón en el mundo woke. El pecado original del hombre blanco no se borra jamás.
Hay una segunda conexión religiosa importante del wokismo con la religión y viene de la mano de los gnósticos. Braunstein señala que la ideología de género es la pieza central de este movimiento, y de forma muy destacada, la evolución de esta ideología hacia lo queer y el transgenerismo. Si, desde el principio, la distinción entre sexo (como base biológica) y género (como elaboración cultural) apuntaba a la primacía del segundo sobre el primero, el transgenerismo lleva la cuestión al extremo. El movimiento trans defiende que la autopercepción y la conciencia personal están por encima de la propia realidad biológica, lo que remite inmediatamente a la separación radical entre cuerpo y alma que planteaba la herejía gnóstica en los comienzos del cristianismo. Una herejía que también veía al cuerpo como una cárcel. Hay que aclarar que esta visión no es la del cristianismo, que defiende que cuerpo y alma son dos realidades interconectadas.
La película de Pixar Soul (2020) expresa de forma gráfica esta herejía. En una de sus líneas argumentales somos trasladados a una especie de gran maquinaria celestial, en la que las almas de las personas son lanzadas a sus cuerpos correspondientes, con el inevitable margen de error. Uno de esos ‘errores’ da pie a una de las tramas. Pero lo relevante es que la película, dirigida a niños, aportaba una justificación visual de la posibilidad de ‘nacer en un cuerpo equivocado’.
Hay que añadir que esta primacía de la conciencia sobre el cuerpo, y sobre cualquier límite, encaja bien en el ‘momento neoliberal’ en el que vivimos, según la acertada descripción de Adriano Erriguel. La idolatría absoluta del ego tiene en el transgenerismo el ejemplo supremo de una visión del mundo que no reconoce ni siquiera los límites del propio cuerpo: el activista trans proclama al mundo que es posible elegir sexo y género, o movernos en la indefinición de lo ‘fluido’, mientras que el emergente ‘transhumanismo’ nos invita a mejorar la limitada naturaleza humana con injertos tecnológicos.
Hay una tercera conexión de lo woke con la religión que permite entender por qué sus propuestas radicales han sido tan bien recibidas en las sociedades occidentales. Este tercer enlace nos lleva a descubrir que el wokismo se desarrolla en el humus de las cenizas de la Cristiandad. En un mundo donde el cristianismo es apenas un conjunto de ecos, imágenes y referencias narrativas desconectadas de una visión general, se abre el camino para la distorsión y para una transformación política de una doctrina, la de Jesús de Nazaret, que es, por encima de todo, una predicación ética y orientada hacia la verticalidad trascendente de la fe.
Entre las ruinas del cristianismo, la parte más propicia para el saqueo woke (incluso si es un saqueo inconsciente) es el Sermón de la Montaña. Y muy especialmente esa parte en la que Jesús anuncia que «los últimos serán los primeros», que puede considerarse la piedra angular de la omnipresente ‘cultura de la víctima’ en la que estamos inmersos y que es otra piedra angular del wokismo, a través de la doctrina de la interseccionalidad. Esta doctrina establece una jerarquía de víctimas en función de sexo, raza y orientación sexual.
«La víctima es el héroe de nuestro tiempo», nos explica Daniele Giglioli en Crítica de la víctima. «Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable o responsable de algo?». Prosigue.
Por este camino nos encontramos con la paradoja de una sociedad que valora más lo pasivo, lo que se sufra sin que medie voluntad ni acción personal, de lo activo, lo que construimos con nuestros esfuerzos. De este giro se derivan muchas consecuencias, entre las que no cabe obviar una de especial trascendencia: la cultura de la víctima es paralizante e impide la posibilidad de que surjan protestas significativas -que vayan más allá de lo simbólico, para entendernos. O por decirlo de forma más gráfica: la cultura de la víctima, allí donde impera, desactiva la posibilidad de revuelta.
Nos guste o no, es imposible negar la raíz cristiana de esta reconsideración de la víctima. A fin de cuentas, el mismo Hijo de Dios se encarna como víctima inocente. Pero no sólo eso, sino que podemos encontrar en una de las bienaventuranzas el origen de otro signo de nuestro tiempo: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados». El sufrimiento como instrumento de conexión humana, y el consuelo (que en nuestro tiempo debe extenderse a los ‘cuidados’) como rasgo humanizador. Hay una verdad profunda en todo esto, por descontado, pero al tomarse de forma aislada, al margen de las otras doctrinas de Jesús, propicia una gran distorsión.
El propio Giglioli nos proporciona un ejemplo muy revelador de cómo todo esto afecta a las sociedades occidentales. Un ejemplo, además, muy descriptivo de dónde estamos. Como sólo la víctima es inocente y nuestras pulsiones humanas violentas siguen ahí, no han desaparecido, «hoy sólo se puede perseguir declarando que se está en contra de la persecución». Por tanto, «sólo se puede perseguir a los perseguidores. Uno debe demostrar que tiene por adversario a un perseguidor si quiere satisfacer su propio deseo de persecución». Obviamente, nada de esto tiene que ver con el cristianismo, pero las doctrinas que alimentan este nuevo furor justiciero calan entre nosotros porque no nos resultan ideas marcianas, caídas del cielo, sino que conectan con las ruinas, o los recuerdos, de una cultura religiosa, y de una forma de entender el humanismo, del que ahora sólo quedan ruinas inconexas que aparecen ante la mayoría de las personas como piezas perdidas de un rompecabezas del que se desconoce el sentido general.
El único modo de salir de este atolladero es recuperar la noción de perdón, así como la capacidad de ver al otro, al que no piensa como yo, como un ser humano, y no como un monstruo lastrado por una culpabilidad insuperable. Pero también recuperar, si no a Dios (que no todos podrán), al menos, una versión más humilde del ser humano, menos egocéntrica, que no caiga en ese ensoberbecimiento de negar la realidad biológica del hombre, ni de despreciar la razón. Ni desprecie la sabiduría recibida de quienes nos revelaron que los seres humanos se construyen en relación conflictiva con sus límites, pero nunca negándolos.