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Historias de la músicaCésar Wonenburger

El príncipe que no amaba a las mujeres

El noble Carlo Gesualdo, un compositor que inspiró a Wagner y Stravinski, concitando además el interés de Milton, Cortázar y Bertolucci, es hoy casi más conocido por el crimen que determinó el signo trágico del resto de sus días que por su fascinante obra

El noble compositor Carlo GesualdoWikipedia

De haber vivido hoy, y no en los siglos XVI y posterior, a Carlo Gesualdo seguramente nos lo habríamos encontrado más de una vez en el «Hola». El príncipe de Venosa, pariente de papas, era además sobrino del cardenal Carlo Borromeo, el santo que se convirtió en uno de los paladines de la Contrarreforma, y cuyos descendientes alcanzan hoy hasta la periodista italiana Beatrice Borromeo, artífice de un reciente documental sobre las andanzas de otro aristócrata de gatillo fácil, Victor Manuel de Saboya, y consorte ella misma de uno de los actuales herederos al principado monegasco, Pierre Casiraghi, segundo vástago de Carolina, la aún esposa de Ernesto de Hannover.

Gesualdo compuso mayormente varios libros de fascinantes madrigales, escorados hacia un cierto tono lúgubre, misterioso y desencantado, cuyas frecuentes audacias e inesperados hallazgos sonoros encandilaron lo mismo a escritores como John Milton, el poeta autor de El paraíso perdido, que a Igor Stravinsky. El cromatismo esbozado en varias de sus últimas obras indujo a algunos de sus colegas a pensar que Wagner podía haberse inspirado en él para su «Tristán e Isolda», considerándolo un adelantado. Pero más allá de sus logros, la celebridad fundamental, que traspasa los siglos, se la debe a unos de esos «true crimes» tan de moda en esta época dominada por el contenido audiovisual de las plataformas.

Pariente de la iconoclasta diseñadora Dianne von Fürstenberg

Gesualdo, por cierto, también estaba emparentado, por vía política, con otra de las familias de más rancio abolengo entre las principales europeas: uno de sus descendientes fue el marido de una Fürstenberg, de nombre Polisena. La dinastía alemana cultivó ramificaciones españolas: Ira de Fürstenberg estuvo casada con Alfonso de Hohenlohe, inventor de esa Marbella de la «beautiful» que estos días ha vuelto a estar de actualidad por el fallecimiento de su otrora alcalde y pareja de la tonadillera Isabel Pantoja, el antiguo camarero que nunca abandonaría el servicio, Julián Muñoz.

Entre los Fürstenberg, quizá la pieza más codiciada para los buscadores de celebridades sea Dianne von Fürstenberg, la exquisita diseñadora que heredó el apellido de su consorte Egon, hermano de Ira, también creador de moda, que falleció aún joven en un hospital romano, el Spallanzani, como se llama el «padre» de la muñeca Olympia en Los cuentos de Hoffmann, esa joya del compositor Jacques Offenbach. Tiras de un hilo sin saber nunca hasta donde te puede llevar.

La diseñadora Dianne von FürstenbergWikipedia

Carlo Gesualdo era un hombre no muy divertido, al que su primera esposa, una de las mujeres más bellas de Nápoles, Maria D’Avalos, le ponía los cuernos asiduamente con un duque, Fabrizio Carafa, al que las crónicas retrataban guapo de cara como un Adonis y con parecido cuerpo al del dios Marte. El marido, que conocía del entendimiento entre ambos amantes, les tendió una trampa. Le dijo a Maria que se iba de caza por un par de días, y a ella no se le ocurrió nada mejor que citar sin más demora, en su mismo lecho, al seductor, que a su vez también practicaba el adulterio como una de las bellas artes.

Un crimen planificado con todo detalle

El astuto y humillado Gesualdo volvió sobre sus pasos amparándose en la noche para sorprenderles «in fraganti». Con un par de criados armados hasta los dientes: arcabuces, espadas, dagas, … se presentó en la habitación. «Voy a matar al duque de Andria y a esta puta de doña Maria», cuentan que dijo el esposo burlado de camino al lugar. Entre todos asesinaron a la pareja, que concentrada en plena faena no se había percatado de los últimos ruidos en la casa. La constante profusión de los relatos que suscitó la venganza destapó todo tipo de detalles sórdidos, como el que aseguraba, según el testimonio de alguno de los presentes, que una vez cometidos los homicidios el príncipe había regresado sobre sus pasos para rematar él mismo a la mujer, encinta supuestamente de su querido.

A Gesualdo no le pasó nada, como era habitual en esos casos y días. El virrey de Nápoles le amparó porque había una causa justa que lo explicaba todo: el «flagrante delicto di flagrante peccato», que la legislación italiana mantuvo vivo casi hasta los 80 del siglo pasado. Pero como temía una posible «vendetta» de las familias, sobre todo por parte del duque, marchó a refugiarse en una de sus posesiones campestres. Eso sí, antes tomó la precaución de talar todos los árboles de los alrededores para poder vigilar mejor cualquier movimiento sospechoso en su contra, y permaneció enclaustrado en su fortaleza durante dos años en los que la alquimia, pero sobre todo la música y la religión constituyeron sus principales bastiones.

Cuando quiso casarse por segunda vez, Gesualdo lo hizo con una mujer viuda, perteneciente a una de las familias más acaudaladas y prestigiosas de su patria, los Este de Ferrara, ampliamente conocidos por sus inclinaciones artísticas. A ellos poco les importó el pasado del noble, las alianzas políticas que podrían derivarse de aquel matrimonio alejaban cualquiera sombra del crimen. A su lado, la nueva cónyuge, Leonora, debió haber sido profundamente infeliz, a juzgar por las continuas quejas que transmitía a los suyos acerca de la conducta del marido, cuya tacañería y el desprecio hacia la vida social, más su pésimo humor (y alguna vejación de tipo físico, de acuerdo con esas mismas denuncias a la influyente parantela), le convertían en una pareja poco apetecible. El divorcio flotó varias veces en el ambiente, matizado por alguna separación larga, pero nunca se verificó.

Su nuevo matrimonio amplió su relación con la música

Mediante su proximidad con los Este, Gesualdo pudo profundizar aún más en su primordial interés por la música. Tuvo acceso a esos salones privilegiados donde compartiría experiencias con algunos los mejores compositores de la época, instrumentistas y cantantes, como las tres reconocidas integrantes del «Concerto delle Dame di Ferrara» (Laura Peperara, Lucrezia Bendido y Tarquinia d’Arco), a los que además aprovechaba para invitar a su propia casa.

El estilo que ya había empezado a cultivar a través de sus propias obras, en otro tiempo, se tornó esta vez más hondo, rico y sorprendente, permitiéndole expresar su congoja, el remordimiento que le perseguiría por el resto de sus días, de un modo quizá más personal. El reflejo se encuentra en sus principales obras, las trascendentes, como los Responsorios de tinieblas y el Miserere. Para uno de sus primordiales divulgadores en nuestro tiempo, el musicólogo francés Denis Morrier, en estas últimas partituras, a partir de un dominio férreo de la forma, del contrapunto, Gesualdo «despliega una música hecha de divagaciones y de fulgores, de misticismo ensombrecido por misterios dolorosos y dudas inconfesadas. Ahí, más que en cualquier otro sitio, toda la profundidad del hombre Gesualdo se transparenta con evidencia».

A lo que podría añadirse, además, lo que algún tiempo antes ya había escrito François-Josep Fétis en su Biografía universal de los músicos, publicada en París durante el siglo XIX: «Gesualdo es un genio fuera de toda norma, deudor ante todo de la profundidad compleja y turbia del personaje. El lenguaje musical no es más que un pretexto, un medio privilegiado para la expresión de su personalidad excéntrica, compleja y atormentada».

La polifonía le interesaba más que la ópera

Curiosamente, al innovador compositor, que conocía de sobra las aportaciones de Claudio Monteverdi, y trató desde el primer momento a los miembros de la Camerata Fiorentina, los padres fundadores del género, jamás le interesó la ópera. Pese al tremendo drama que portaba en su interior, frente a los narradores de historias, prefirió refugiarse en la abstracción. A su modo, la polifonía le permitía introducir, aquí y allá, las claves de su pensamiento más íntimo, servido por una elocuencia envuelta en breves, pero reiterativos mensajes, hechos de palabras aisladas, expuestas al aire insistentemente para evocar sombríos destellos de muerte, culpa, dolor y una leve esperanza de redención.

Los últimos días de Gesualdo, que en el pasado había cultivado la complicidad momentánea de varias amantes, no debieron resultar muy felices. Concentrado en la recóndita expiación de sus faltas, voluntariamente alejado del mundanal ajetreo, vivía recluido en su palacio, donde practicaba la flagelación: se dice que no se conseguía ir al baño sin que antes se hiciera azotar por la servidumbre.

Bertolucci quiso dedicarle una película

Apuntes morbosos que durante los siglos posteriores han servido para enriquecer la leyenda del compositor maldito que nunca concibió un drama musical (si es que acaso sus obras no lo contienen en fragmentos de una extraordinaria lucidez), aunque inspiró un par (Alfred Schnittke y Salvatore Sciarrino le han dedicado sendos en el XX), además de películas (Werner Herzog, cómo no, se inspiró en él para una de sus piezas audiovisuales; Bertolucci pensó en rodar un filme con su vida, pero nunca llegó a hacerla) y relatos como los de Anatole France y Julio Cortázar.

Como sugiere el filósofo Trías, en su música «no corre la acción». Pero en «el abismo de sus disonancias» se experimenta, si no la dulce calma de algunos de sus contemporáneos, una extrema intensidad plena de carga dramática, como el resultado de su azarosa existencia.