Desconocidos y olvidados
Elizabeth Anscombe, una filósofa excéntrica, aguerrida y católica
Elizabeth Anscombe (1919-2001) dejó ver muy pronto los rasgos que caracterizarían toda su vida: una personalidad fuerte e independiente unida a un compromiso radical con la búsqueda de la verdad. La lectura, a los doce años, del libro de Richard Challoner Memorias de los pastores, misioneros y otros católicos de ambos sexos que sufrieron la muerte o el encarcelamiento en Inglaterra por causa de su religión, desde el año 1577 hasta el fin del reinado de Carlos II, fue su primer acercamiento al catolicismo que luego abrazaría. Su familia había asumido la mentalidad dominante anglicana de su tiempo, que consideraba el catolicismo como algo ajeno y extranjero (de hecho, Anscombe nació en Limerick, Irlanda, donde su padre había sido destinado mientras servía en los Royal Welch Fusiliers durante la Guerra de Independencia irlandesa). Cuando su padre, intrigado por las lecturas de su hija Elizabeth, revisó aquel libro de Challoner y descubrió que no todos los católicos habían abandonado Inglaterra o se habían pasado a la iglesia anglicana, exclamó perplejo: «Todos estos nombres son ingleses». Su hija le contestó: «¿Qué te esperabas?».
Pronto salió también a la luz su gusto por la filosofía. Con 15 años, pasó el verano en casa de sus tíos en Normandía, donde devoró un libro de Chesterton tras otro. La lectura de la Teología Natural de Bernard Boedder le abrió las puertas de la reflexión filosófica, que ya no abandonaría nunca. Una idea en concreto no dejaba de darle vueltas a la cabeza: todo lo que sucede ha de tener una causa. Lo que aquella idea produjo en Anscombe lo explica ella misma así: «la demostración presentaba el defecto de provenir de la premisa, apenas disimulada, de su propia conclusión. Pensé que era el resultado de cierta dejadez por parte del autor y que sólo había que adecentarla. De modo que me puse a escribir versiones mejoradas, y cada una de ellas me satisfacía por un tiempo, hasta que, tras reflexionar, caía en la cuenta de que había cometido el mismo error […]. Las rompía en pedazos cuando descubría que no valían; iba por ahí preguntándole a la gente, cuando pasaba algo, por qué estaban seguros de que había una causa. Nadie tenía respuesta. Escribí cinco versiones de una posible demostración a lo largo de dos o tres años de esfuerzos». Más adelante, recordaba: «durante años me pasaba el rato, en los cafés, por ejemplo, mirando fijamente un objeto y diciéndome: “Veo una cajetilla. Pero ¿qué veo realmente? ¿Cómo puedo decir que veo aquí algo más que una extensión amarilla?».
Su llegada en 1937 a St. Hughs College, en Oxford, con la ayuda de una beca, fue acompañada de la advertencia de que si intentaba hacerse católica perdería el apoyo económico familiar necesario para complementar aquella beca. Lo primero que hizo Anscombe en Oxford fue dirigirse a Blackfriars, el convento de los dominicos, y pedir ser admitida en la Iglesia católica (finalmente sus padres no cumplieron su amenaza). El 28 de abril de 1938, la primera semana del último trimestre de aquel su primer curso en Oxford, Elizabeth recibió la comunión en el Oratorio de Oxford.
Casada con el también filósofo y también católico Peter Geach, con quien formó una familia de siete hijos, la vida de Elizabeth Anscombe quedó muy marcada por su cercanía a Ludwig Wittgenstein, que la eligió como traductora de su obra y, a su muerte, como una de sus albaceas. Junto a Wittgenstein, sus grandes referentes fueron Aristóteles y santo Tomás de Aquino. Su vida académica se caracterizó por una generosa entrega a sus alumnos, a quienes dedicaba numerosas horas de tutoría, a menudo en la propia casa familiar, absorta en su tarea en medio de los gritos de su alborotadora prole. Precisamente el singular ambiente de su casa, no precisamente un dechado de orden, llamó la atención a un periodista del Manchester Guardian que la entrevistó para publicar una semblanza de la entonces ya célebre pensadora. A la pregunta de cómo se las apañaba para compaginar su vida académica y su vida doméstica, Anscombe respondió: «sólo hay que entender que la suciedad no importa». Como ha escrito Benjamin Lipscomb en El cuarteto de Oxford, «esto es la clave para comprender todas las historias, de lo más pintorescas, que circulan sobre Anscombe: trazaba una férrea distinción entre lo que importaba y lo que no. Y a continuación, se consagraba sin reservas a lo que importaba y dedicaba la mínima energía posible a lo que no».
Entre las cosas que no importaban Anscombe incluía las apariencias externas. Ataviada con pantalones y sandalias (una de sus anécdotas más célebres es la ocurrida al entrar en un elegante restaurante donde le dijeron que no eran admitidas las mujeres con pantalones. Acto seguido se los quitó… provocando que la norma cayera, ipso facto, en desuso), disimulando su estrabismo con un monóculo y fumando como un carretero (prometió a Dios dejar los cigarrillos si un hijo sanaba; ocurrió así y Anscombe abandonó los cigarrillos para, poco tiempo después, aficionarse a los puros), su aspecto era, sin lugar a dudas, poco convencional.
Entre las cosas que sí importaban, además de su familia, sus alumnos y la filosofía, Anscombe no dudaba en incluir cuestiones que sabía que iban en contra de la opinión dominante del momento. Como la concesión del doctorado honoris causa por la Universidad de Oxford al ex presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, responsable del lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, una matanza deliberada de civiles inocentes que Anscombe denunciaba como un asesinato injustificable a la luz de los criterios de una guerra justa. Fue entonces, a finales de la primavera de 1956, cuando Anscombe ocupó las portadas de los periódicos: el 1 de mayo alzó su voz ante la asamblea de la Universidad de Oxford encargada de estas cuestiones para oponerse firmemente al homenaje a Truman. Fue entonces cuando retó a que alguien demostrara que las acciones de Truman se ajustaban a las leyes internacionales. La recompensa ofrecida, 100 libras de entonces, no fue a nadie, pero Anscombe perdió la votación por goleada: sólo ella y tres amigos más votaron «non placet». No le preocupó mucho: el mundo había tenido que oírla y había cumplido con su conciencia.
Así pues, una de las cuestiones que sí importaban era el asesinato, «la muerte intencionada de un ser humano inocente», sin importar si se perpetraba en Hiroshima o en el vientre de una madre. En consecuencia, no tuvo reparos en romper el consenso entre los biempensantes y oponerse radicalmente al aborto, algo que le alejaría de muchos colegas y por lo que la detuvieron en dos ocasiones frente a una clínica abortista. No es de extrañar que Anscombe dedicara también atención a la cuestión de los anticonceptivos, en la estela de aquella encíclica Humanae Vitae de Pablo VI que fue recibida en 1968 por el matrimonio Geach Anscombe organizando una fiesta.
Hoy en día es difícil acceder a traducciones de los libros de Elizabeth Anscombe al español, pero precisamente varios de sus escritos en torno a la Humanae Vitae fueron recogidos, traducidos y publicados por Editorial Didaskalos no hace mucho en un librito titulado Una profecía para nuestro tiempo. Allí encontramos estos afilados comentarios en los que podemos vislumbrar el tipo de persona que era Anscombe y su manera de razonar:
La batalla es mucho mayor entre el cristianismo y la moral pagana post-cristiana de hoy en día que ha resurgido como consecuencia de la anticoncepción. En una palabra: el cristianismo enseñó que los hombres deberían ser tan castos como los paganos pensaban que deberían serlo las mujeres honestas; la moralidad anticonceptiva enseña que las mujeres necesitan ser tan poco castas como los paganos pensaban que los hombres necesitaban serlo.
Con el trasfondo de una sociedad con esa moralidad anticonceptiva, cada vez más personas tendrán relaciones sexuales con poco sentido de responsabilidad, poca moderación y, sin embargo, no serán tan cuidadosos con el uso de anticonceptivos. Y el uso generalizado de anticonceptivos conducirá naturalmente a más y más abortos, en lugar de a menos. De hecho, el aborto ahora se recomienda como una medida de control de la población, una segunda línea de defensa.
La razón por la cual las personas están confundidas acerca de la intención, y por la que a veces piensan que no hay diferencia entre las relaciones sexuales anticonceptivas y el uso de las épocas infértiles para evitar la concepción, es esta: no ven la diferencia entre «intención» cuando significa la intencionalidad de lo que estás haciendo –que estás haciendo esto a propósito– y cuando significa una intención ulterior o de acompañamiento con la que haces la cosa. Por ejemplo, fabrico una mesa: es un acto intencional, porque estoy haciendo precisamente esto a propósito. Tengo la intención ulterior, digamos, de ganarme la vida, de realizar mi trabajo por medio de la fabricación de la mesa. La relaciones sexuales anticonceptivas y las relaciones que utilizan tiempos infértiles pueden ser similares en cuanto a la intención ulterior, y estas intenciones ulteriores pueden ser buenas, justificadas, excelentes… Pero la relación sexual anticonceptiva es reprobable no por causa de esta ulterior intención, sino debido al tipo de acto intencional que se realiza. La acción ya no es el tipo de acto a través del cual se transmite la vida. Al contrario, esta acción se hace deliberadamente infecunda, y por tanto se transforma en un tipo de acto completamente diferente.
No nos hemos inventado el matrimonio, así como uno podría inventarse los términos de una asociación o de un club, igual que no nos hemos inventado el lenguaje humano. Forma parte de la creación de la humanidad y, si tenemos suerte, lo encontramos disponible para nosotros y podemos entrar en él. Si tenemos muy mala suerte, podemos vivir en una sociedad que ha destruido o deformado este hecho humano.
La enseñanza que he presentado va ciertamente contra el mundo, contra la corriente de nuestro tiempo. Pero eso, después de todo, es por lo que la iglesia es maestra. Las verdades que son consideradas aceptables en una época serán proclamadas no solo por la Iglesia; la Iglesia enseña además aquellas verdades que son odiosas al espíritu de una época.
Despejemos una fuente de confusión. Alguien puede pensar: «Si está bien conseguir un efecto significativo, qué más da cómo lo hagas». Bien, esta idea no se sostiene. Podría estar bien ejecutar a un criminal que haya sido atrapado, que haya tenido un juicio justo y haya sido encontrado culpable. De ello no se seguiría que estuviera bien matarlo de hambre o torturarlo hasta la muerte, o dejar una sugerente soga colgando de un clavo en su celda. O puede estar bien tratar de evitar que una persona aburrida o molesta venga a una reunión a la que tenga derecho a asistir: este objetivo en sí mismo puede estar bien. Eso no quiere decir que se pueda hacer mintiéndole o encerrándole, por efectivo que sea este medio. Pero podría ser bastante aceptable fijar astutamente la hora de la reunión para que no le convenga ir. Así pues, este es el primer punto: los medios obviamente pueden ser importantes.