El Debate de las Ideas
La desinformación es mala. Prohibirla es peor
El 19 de febrero de 2020, apenas tres semanas después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara el COVID-19 emergencia de salud pública internacional, un grupo de 27 prominentes científicos publicó una carta en la revista The Lancet titulada Declaración de apoyo a los científicos, profesionales de la salud pública y profesionales médicos de China que luchan contra el COVID-19.
«El intercambio rápido, abierto y transparente de datos sobre este brote se ve ahora amenazado por rumores y desinformación sobre sus orígenes», advertía el grupo. «Nos unimos para condenar enérgicamente las teorías de la conspiración que sugieren que el COVID-19 no tiene un origen natural... Esas teorías no hacen más que crear miedo, rumores y prejuicios que ponen en peligro nuestra colaboración mundial en la lucha contra este virus».
La carta, indexada como Calisher et al. 2020, en referencia al microbiólogo Charles Calisher, su autor principal, tenía solamente cuatro párrafos. Sin embargo, durante el primer año de la pandemia, ejerció una enorme influencia entre periodistas, médicos e investigadores en salud pública, a muchos de los cuales les resultaba difícil seguir las complejas pistas que los virólogos estaban investigando para comprender los orígenes del SARS-CoV-2, el virus causante del COVID-19.
Allí estaban dos docenas de científicos de renombre instruyéndonos en The Lancet, una de las revistas médicas más prestigiosas del mundo, de que el debate estaba cerrado: el SARS-CoV-2 se debía a mutaciones genéticas aleatorias y a la propagación zoonótica, no a una filtración de un laboratorio de microbiología chino. Sugerir lo contrario era traficar con «desinformación» sinófoba. Caso cerrado.
Excepto que no lo estaba. En mayo de 2021, quince meses después, el Presidente de EE.UU. Joe Biden ordenó a los servicios de inteligencia que investigaran las pruebas que sugerían que el SARS-CoV-2 podría haberse originado en un laboratorio chino. Ese mismo mes, la revista Science (una de las pocas publicaciones que rivalizan en prestigio con The Lancet) publicó una carta de 18 científicos en la que se argumentaba que ambas teorías, la de la fuga de un laboratorio y la del contagio zoonótico, eran posibles. Señalaban que nada menos que el propio Director General de la OMS había criticado a sus colegas por no analizar adecuadamente la posibilidad de una fuga de laboratorio en un informe del 5 de noviembre de 2020, Global Study of the Origins of SARS-CoV-2.
No pretendemos ahora entrar en el debate sobre los orígenes del COVID. Pero es importante reconocer que científicos muy respetados se han posicionado en bandos opuestos en este debate. El hecho de que voces destacadas de uno de esos bandos hayan sido capaces de estigmatizar a sus oponentes como agentes de «desinformación» (o incluso «conspiranoicos») constituye una importante advertencia. Aunque el diccionario nos dice que «desinformación» significa una información incorrecta (o, al menos, engañosa), muchos de quienes gozan de puestos de liderazgo en nuestra sociedad utilizan a veces ese término como una herramienta retórica universal para menospreciar conclusiones que no son de su gusto o para eludir la tarea de abordar seriamente otros puntos de vista.
Como en la mayoría de los casos en los que se acusa de desinformación, el debate sobre los orígenes del COVID nace en un contexto que ayuda a comprender las motivaciones subyacentes. A principios de 2020, científicos de todo el mundo (incluidos muchos chinos) colaboraban para comprender e intentar detener la incipiente pandemia. Los autores de Calisher et al. 2020 sugirieron que si se promovían las acusaciones de filtración desde un laboratorio se corría el riesgo de alienar a los científicos chinos, poniendo así en peligro aquella urgente empresa internacional.
Algunos comentaristas llegaron a afirmar que la teoría era intrínsecamente racista, ya que en los países occidentales era impulsada con mayor agresividad por voces etiquetadas como de derechas. Y un profesor de pediatría de la Universidad de Yale instó a sus colegas a suprimir referencias «inexactas» a China al hablar de la enfermedad, alegando que tales referencias podían suscitar el odio contra sus colegas asiáticos e incluso poner en peligro su seguridad. No es la primera vez, ni la última, que el estigma de la desinformación se aplica no solo a ideas inexactas, sino también a las que se consideran política o moralmente inadecuadas.
La cuestión de qué constituye y qué no constituye desinformación puede tener importantes ramificaciones legales en Australia, donde tiene su sede nuestra revista. Como declaró recientemente nuestra redactora en jefe Claire Lehmann, el proyecto de ley presentado por la ministra de Comunicaciones, Michelle Rowland, va dirigido contra las plataformas digitales que publican contenidos «razonablemente verificables como falsos, engañosos o equívocos» y «razonablemente susceptibles de causar o contribuir a causar daños graves».
Y no, estas disposiciones no se limitarían a prohibir algo flagrante, como gritar ¡fuego! en un teatro abarrotado: la definición de «daño grave» es tan amplia que incluye el supuesto perjuicio en los procesos electorales, la salud pública, la reputación de grupos identificables dentro de la sociedad e incluso la economía en su conjunto.
Numerosos ejemplos de sociedades autoritarias como Rusia y China demuestran la facilidad con la que pueden aplicarse estas leyes para prohibir cualquier información que moleste al gobierno o contradiga sus políticas, alegando que su difusión podría provocar «disturbios» o manchar la reputación internacional de la nación.
Si bien es cierto que nuestro país no es una autocracia y que el proyecto de ley de la Sra. Rowland contiene mecanismos de control y equilibrio destinados a evitar abusos, la tendencia de los políticos y los burócratas a adaptar los instrumentos de censura a sus fines particulares es universal.
Una vez más, el trasfondo político es importante. En 2023 el gobernante Partido Laborista Australiano esperaba ganar el referéndum constitucional sobre una propuesta para aumentar la influencia política de los aborígenes mediante la creación de un nuevo órgano en el Parlamento conocido como la «Voz Indígena». Como cabía esperar, los progresistas se alinearon en gran medida con el bando del Sí. Y cuando la campaña del No se impuso por un amplio margen, muchos en el bando perdedor sugirieron que el resultado debía achacarse, al menos en parte, a la ignorancia de los votantes, al racismo y a los memes engañosos en Internet.
Por supuesto, la propaganda y las campañas de desprestigio forman parte de todas las contiendas políticas importantes, incluida ésta. Pero también hubo un fenómeno social y de clase en juego, ya que muchos de los funcionarios del gobierno, periodistas y activistas que defendieron con más fuerza el «sí» en el referéndum habitan ecosistemas profesionales en los que el apoyo a «la Voz» (como se llegó a conocer el proyecto) se consideraba de rigor. Esta situación les llevó a presumir que cualquiera que estuviera en el bando contrario tenía que haber sido engañado con mentiras, ser un fanático o ambas cosas, a pesar de que los votantes del No tenían muchas razones perfectamente válidas y argumentadas para oponerse a una innovación constitucional que habría establecido un organismo definido étnicamente.
Se observa un fenómeno similar –y no solo en Australia– cuando se trata de otros debates en torno a derechos grupales, incluidos los relativos a la discriminación positiva, Black Lives Matter, la «descolonización» de los programas escolares, la insistencia en que el sexo biológico es un fantasma que sirve para oprimir a la comunidad transexual y otras cuestiones igualmente delicadas.
En todas estas esferas, la definición de «desinformación» ha hecho metástasis y ahora comprende no solo mentiras incontrovertibles, opiniones delirantes y teorías de la conspiración, sino también hechos y opiniones que son simplemente molestos para la clase culturalmente dominante.
Esta tendencia erosiona aún más la confianza del público en las principales fuentes de noticias que canalizan el conocimiento, un problema que solo se amplificará si dichos sesgos son incorporados a las leyes. En este sentido, podemos mirar a Canadá como ejemplo de cómo una campaña contra la «desinformación» no solo puede ser cooptada por ideólogos progresistas como una forma de censura de facto, sino que puede incluso servir de pretexto para consagrar otras formas de desinformación.
Como ha documentado Quillette, Canadá lleva tres años y medio sumida en el pánico social tras las falsas afirmaciones de que se habían encontrado «tumbas sin nombre» (o, según muchos medios de comunicación escabrosos, «cuerpos» o «restos») de 215 niños indígenas (presuntamente asesinados) en los terrenos de un antiguo internado de la Columbia Británica. Luego se ha sabido que, en realidad, no se hizo ningún descubrimiento, sino que un grupo indígena local había revisado los datos de un radar que podían indicar, o no, la presencia de tumbas.
Desde 2021, cuando apareció por primera vez la noticia, no se ha identificado ninguna tumba real ni tampoco se han realizado excavaciones, y ahora parece altamente probable que la mayoría o incluso la totalidad de esas supuestas tumbas nunca hayan existido. Y sin embargo, la ola de febril autoflagelación nacional que surgió de la histeria inicial fue tan fuerte que silenció a los escépticos. Docenas de iglesias fueron arrasadas por canadienses a los que les habían contado historias de terror sobre homicidios de niños cometidos por sacerdotes en internados: un ejemplo clásico de cómo las noticias falsas pueden provocar daños reales.
Aún hoy, en algunos círculos se sigue considerando tabú criticar abiertamente la desinformación –porque esa es la palabra correcta– que sufrieron los canadienses en 2021.
Recientemente una política de centro-izquierda llamada Leah Gazan ha presentado en Canadá un proyecto de ley para criminalizar lo que ella describe de manera bastante vaga como «negacionismo» de los internados escolares (un término que parece que busca convertir cualquier conversación sobre el escándalo de las «tumbas sin nombre» en algo moralmente equivalente a la negación del Holocausto). Al igual que con el proyecto de ley de Michelle Rowland para combatir la desinformación, esta propuesta de ley canadiense se ha justificado haciendo referencia a los supuestos daños que se producirían si se permitiera que el «negacionismo» (del tipo del de este mismo artículo) se divulgara abiertamente. En concreto, Leah Gazan afirma que causaría daños psíquicos insoportables a la población indígena.
Aunque este proyecto de ley tiene pocas posibilidades de ser aprobado, demuestra las enormes contorsiones de la verdad que los políticos están dispuestos a realizar para censurar la disidencia o proteger sus más queridos mitos. La supuesta campaña de Leah Gazan contra la desinformación es, de hecho, un intento de consagrarla. Y el hecho de que haya recibido un trato ampliamente favorable por parte de los medios de comunicación mientras se embarcaba en un ejercicio tan orwelliano demuestra que no es un caso aislado.
Para terminar, cabe señalar que Quillette ha sido objeto de ataques tanto por parte de activistas antivacunas de derechas, que difunden afirmaciones falsas sobre el COVID-19, como de extremistas de izquierdas, que nos tachan de transfóbicos porque reconocemos la realidad del dimorfismo sexual en los mamíferos. Reconocemos que este tipo de desinformación puede ser exasperante y, a menudo, distorsionar el debate público. Entendemos que el impulso de prohibirlo es a menudo sincero y bienintencionado.
Admitimos igualmente que, en algunos casos concretos, la difusión de desinformación (real) puede tener graves consecuencias en el mundo real que van más allá de cuestiones políticas e ideológicas abstractas, como en el caso de las iglesias quemadas de Canadá. Y cuando esto se hace de forma malintencionada podemos entender que existan mecanismos de investigación y, en casos raros y extremos, de intervención. Pero las leyes destinadas a restringir la «desinformación», como la que se está proponiendo en Australia o las que se anuncian en otros países occidentales, son demasiado genéricas para conseguir ese objetivo y no tienen cabida en una sociedad libre.