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Andrés Amorós

Valera, un perpetuo enamorado

Se cumplen doscientos años del nacimiento de don Juan Valera, un personaje único con una imagen «rosa», «para señoritas». Nada más falso

Retrato de Juan ValeraGTRES

Este 18 de octubre se cumplen los doscientos años del nacimiento, en Cabra (Córdoba), de don Juan Valera: un gran escritor, aunque hoy esté injustamente olvidado, como casi todos los novelistas españoles del XIX, y un personaje singularísimo.

En aquella España –y en la actual– podemos llamar a Valera, en términos coloquiales, «un bicho raro». Uno de sus mejores estudiosos, don José Fernández Montesinos, lo califica como «una anomalía literaria»; su obra, una «novela en libertad». También le apasionó a Manuel Azaña, el primero que lo estudió, antes de que la política le llevara por otros caminos.

Suele tenerse de Valera una imagen «rosa», «para señoritas». Nada más falso. Ya advirtió el inteligentísimo Clarín que Valera, «en el fondo, es más revolucionario que Galdós», a pesar de las polémicas que suscitaron las novelas de tesis de don Benito. Explicaba su juicio Leopoldo Alas con un elogio muy matizado:

«Ha hablado de cosas de las que jamás se había hablado en castellano y ha hecho pensar y leer entre líneas lo que jamás autor español había sugerido al lector atento, perspicaz y reflexivo».

Ese lector es el que necesitan casi todos los grandes autores… Más allá de los gustos personales, don Juan Valera se aleja radicalmente de lo que era habitual en la literatura española de su tiempo. Es fácil enumerar alguna de sus singularidades:

1- No escribió novelas de tesis, como era habitual en España, después de la revolución de 1868. No quería demostrar nada: ni clerical ni anticlerical; ni de derechas ni de izquierdas; ni monárquico ni republicano… Lo suyo era algo mucho más interesante y más moderno: el análisis psicológico, las sutilezas y complejidades de los sentimientos.

2- Al escribir, lo único que de verdad le interesaba era lograr una obra hermosa: «Yo soy más que nadie partidario del arte por el arte».

3- Tenía una formación clásica, greco-latina, insólita entre los novelistas españoles de su tiempo (y de cualquier tiempo). Con autoironía, le escribía a Menéndez y Pelayo: «Usted y yo somos grecolatinos y clasicotes hasta los tuétanos».

4- Por su profesión de diplomático y por su amplitud de espíritu, era cosmopolita. Vivió en Nápoles, San Petersburgo, Viena, Lisboa, Río de Janeiro, Frankfurt, Dresde, Washington, Bruselas… Escribía sobre Cabra o Doña Mencía como si fueran escenarios bucólicos de la antigua Grecia. De hecho, localizaba allí sus novelas, pero no las escribía allí, sino desde lejos, idealizando ese campo andaluz. Cuando volvía allí, el encanto le duraba poco tiempo.

5- No faltan en la literatura española algunos grandes epistolarios: los de Santa Teresa, Lope de Vega, Moratín… Por calidad y cantidad, a todos los supera ampliamente el de Valera. De acuerdo con la tradición de la epístola renacentista, muchas cartas suyas se leían en público, como si fueran ensayos.

Un adorador de las mujeres

Este don Juan consideraba que las mujeres eran muy superiores a los hombres. Los lectores de Valera recuerdan siempre el encanto de Pepita Jiménez, Juanita la larga, Rafaela... Son mujeres libres, inteligentes, que manejan a los varones a su antojo.

El mejor ejemplo de esto sería Asclepigenia, la protagonista de un singular drama filosófico, que Azaña consideraba la clave de su obra y que yo he reeditado. Es una cortesana de Alejandría, tan superior a los hombres que no le basta con uno, sino que necesita tres: el guapo, el rico y el filósofo…

Gracias a su Epistolario, conocemos algunas de las relaciones sentimentales que forjaron su carácter. Recuerdo cuatro.

Un jovencillo Juanito Valera fue destinado al consulado español en Nápoles. Allí, trabó relación sentimental con una mujer mayor que él, Lucía Palladi, a la que llamaban «la Griega» (o «la Muerta», por su delgadez). Además de enseñarle otras cosas, ella se empeñó en que el joven escritor estudiara latín y griego.

En Viena, Valera se enamoró de una guapa actriz de la Ópera, Madeleine Broham. Después de un cierto tiempo, logró que ella le invitara a su casa: allí, se sucedieron las ternezas y caricias…, hasta que, antes de llegar al final feliz, ella cortó todo y lo despidió.

Varios días estuvo Valera echando sapos y culebras, hasta que ella lo invitó de nuevo a ir a su casa: acudió él, de nuevo ilusionado; se repitieron los favores, sentimentales y físicos… hasta que ella volvió a echarlo de su casa. Toda la vida recordó el escritor este doloroso episodio, como muestra del poder de la mujer, que te puede conducir al paraíso o al infierno:

«En un abrazo de la mujer querida está el cielo. Lo demás, no vale un pitoche (…). Los hombres descreídos que tenemos el corazón amoroso solemos amar entrañablemente cuando amamos, poniendo en la mujer un afecto desmedido, que para Dios debiera consagrarse».

Destinado en Brasil, le cuenta a Serafín Estébanez Calderón, su mentor, las maravillas que allí ha encontrado: poder comprar barato primeras ediciones de los escritores renacentistas italianos y, sin transición, en el mismo párrafo, le comenta ciertas peculiaridades anatómicas de las mulatas que causan un enorme placer…

Con sesenta años (en aquella época, siendo ya viejo), casado y con hijos, le nombran embajador en Washington. Allí, vive una relación platónica con una joven de menos de treinta, Katherine Bayard, hija del Secretario de Estado norteamericano. Cuando se enteran en el Ministerio, le obligan a romper la relación y volver a España. Al enterarse, la joven se suicida.

Así de enamoradizo fue toda la vida don Juan Valera. Lo reconocía, en broma: «Esta afición mía a las faldas es terrible». Y en serio: «En suma, todavía persisto en creer que el precio más alto de la vida, su objeto, su fin, su todo, es el amor».

La mujer educadora

Elevó esta creencia a doctrina, lo que él llamaba «cadijeismo». Cuenta que Mahoma, en su madurez, tenía un harén de mujeres jóvenes y guapas, pero mostraba especial respeto por una mujer arrugada y fea, llamada Cadijea. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, contestó: «Ella me reveló, en mi juventud, lo que yo podía llegar a ser».

Es una creencia firme de Valera, que aplica a muchos personajes: la mujer inteligente no sólo educa al hombre, sino que le muestra las posibilidades que él tiene, sin ser consciente de ello, y le impulsa a alcanzarlas. Por eso, merece el mayor agradecimiento.

Es lo mismo que, años después, Pedro Salinas señalará como propio del amor lúcido:

«Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar de ti tu mejor tú:
Ése que tú no ves y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo…».

Ironía, vitalismo

Puede compararse a Valera, igual que a Cervantes, con una cebolla: hay que quitar muchas capas para llegar al centro, a lo que de verdad importa. Por eso, sólo lo aprecia un lector atento, inteligente.

La ironía va unida a su inteligencia. También, a sus cautelas (de nuevo coincide en esto con Cervantes):

«¿Cómo quieres tú que en España, sin inutilizarme en todo y para siempre, hubiera podido yo decir tales cosas sin velarlas con reticencias e ironías?».

Por debajo de esa ironía, lo que hay en Valera es algo que aprendió en los clásicos, el amor a la vida. Se lo explica en una carta a Laverde:

«Yo soy en esto como el Aquiles de Homero, que amaba la vida por encima de todo, y, allá en el Orco, le dijo a Ulises que daría todo por volver a vivir, aunque fuera un perro sarnoso. En fin, viva la vida y amémosla, a pesar de todos los males. Sin este amor de la vida, ni los individuos ni los pueblos suelen hacer nada bueno».

Un español excepcional, el sabio don Juan Valera.