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El Debate de las Ideas

Modernidad y escatología en el conservatismo de Jaime Balmes

Si algo debiera seguir caracterizando no sólo el pensamiento conservador sino, previamente, la actitud misma del conservatismo –por usar la expresión que ha contribuido a poner en circulación una de las anteriores jornadas de CEFAS– es el respeto y el cultivo honorable de usos y costumbres; es decir, practicar con una naturalidad, que hoy en día parecería extemporánea, el agradecimiento. El conservadurismo o «conservatismo» no parte de la premisa de «porque yo lo valgo», sino de la constatación de que lo que se recibe es «porque otros lo valieron».

La renovación del conservadurismo español también pasa no solamente por acudir a la obra de Jaime Balmes como si se tratase de un baúl del que rescatar ideas, intuiciones o hábitos, tan necesarios y fecundos por otra parte, sino por atreverse a medir las exigencias de nuestro tiempo con la libertad con que él ensayó las medidas del suyo.

Aunque la valoración de su figura haya sufrido vaivenes entre las propias filas conservadoras, debería reconocerse que su obra no es ambigua, sino más bien, caleidoscópica. En el corto periodo en que se desarrolló, su propia dinámica interior da pie a pensarla en términos de una evolución. Es indudable, aunque me gustaría resaltar que incluso en esta última podría advertirse una tensión soberana, es decir, fundadora de su espacio político y metafísico. Atravesada por una inquietud que podríamos denominar romántica, está profundamente arraigada en la tradición española (que es tomista en la medida en que no lo es uniformemente). Balmes es un profeta que se resiste al embrujo orgiástico que los vahos de la Revolución filtran en los espíritus exaltados, progresistas y tradicionalistas, de su momento histórico.

Me atrevería a extrapolar a Balmes el calificativo del gran antimoderno español del siglo XIX, con una peculiaridad propia. Por una parte, podría discutirse hasta qué punto encaja la figura de Balmes en la definición de reaccionario como históricamente «republicano» e idealmente «legitimista» (en su propuesta de unir las dos ramas dinásticas para salir del conflicto vertebral del siglo XIX español); por otra, no cabe duda de su tendencia reformista, es decir, la de un monárquico moderado, pragmático. La intersección de unos y otros elementos quizás contribuyen a definir la personalidad humana su capital intelectual.

Si consideramos que la Revolución de 1789 es el fenómeno histórico y político determinante de la Modernidad, de la que acaban surgiendo, para oponerse o para contenerla, las fuerzas conservadoras, tengo para mí, como he intentado argumentar en otros sitios, que estamos asistiendo a la fase final, acelerada, de todo aquel proyecto revolucionario. En sentido estricto, la Revolución no puede dejar sin transformar hasta el último rincón de la vida, porque su objetivo no es sólo moral, por más importancia que se le quiera dar a esta dimensión, sino en último término ontológico y hasta (anti)metafísico. Lo que en su primera fase comenzó siendo una transformación política, social y económica, desde bien pronto y, sobre todo a partir de la Revolución Rusa, se propone alcanzar los últimos núcleos antropológicos: vida, familia, muerte.

Revolución y Nihilismo no son dos facetas paralelas o complementarias, sino las dos caras de un mismo proceso totalitario. A fin de alcanzar sus objetivos, el uso de las palabras no es indistinto. Y no es una cuestión meramente nominalista, sino de un realismo luciferino. La ideología se apodera de ellas para lograr que, mediante ellas, se construya una nueva realidad: el superhombre, el Hombre Nuevo o, bandera también de la ideología de género, el transhumano, por definición no binario. En la lucha por la palabra «familia» o «matrimonio» se juega una de las batallas decisivas.

Pero no nos alejemos de Balmes. En una de las entregas de su serie sobre el conservatismo aparecida en El Debate, Elio Gallego resaltaba la aportación de Balmes a la hora de distinguir entre conservadores, moderados e interesados. Lo que separaría al conservadurismo contrarrevolucionario del moderado sería la aceptación o no del liberalismo como cristalización histórica de la Revolución.

¿En qué se basaría esta distinción? Según el profesor Gallego no cabe duda: en la verdad, pues, como dijo Balmes, «la verdad es la vida de las sociedades». El conservadurismo contrarrevolucionario sería una fuerza auténticamente popular («populista» se diría hoy), mientras que el moderantismo respondería a los intereses de una élite que, en nombre de la legalidad y el orden, prefiere mantener sus ventajas personales o al menos no perjudicarlas. Balmes se convertiría en una referencia indiscutible para desmontar las debilidades argumentales de un «situacionismo» que acaba comprometiendo el edificio entero de una sociedad auténticamente tradicional.

Por su parte, en La imaginación conservadora Gregorio Luri también ha reivindicado la figura de Balmes y ha citado Pio IX (1847), la obra que tantas críticas atrajeron contra su autor. No por casualidad acababa una de sus secciones citando: «¿Queréis evitar revoluciones? Haced evoluciones», pues para influir en política hay que «aceptar las condiciones y medios de lucha establecidos por las ideas y las costumbres de la sociedad moderna». «En definitiva -dice Luri-: quien quiera evitar desplomes y ruinas, que haga reparaciones y reformas».

Permítanme introducir una digresión sobre esa percepción apocalíptica que tantas veces nos puede atenazar, pero también aliviarnos. En un conservatismo político y social es preciso incluir, en una dirección de ida y vuelta, el elemento religioso.

En uno de sus sermones, «El tiempo del Anticristo» (1835), John Henry Newman, siendo todavía pastor anglicano, realizaba una exégesis muy cuidada del famoso pasaje paulino que habla del espíritu de la iniquidad que se revelará antes del Juicio final: «Ahora sabéis qué lo retiene, para que él [el Anticristo] sea revelado a su tiempo» (2 Tes 2,7). Concluía Newman que «la presente organización de la sociedad y del gobierno, mientras sea representativa del poder romano, es aquello que lo retiene, y que el Anticristo es aquel que surgirá cuando este obstáculo desfallezca».

¿Qué quiere decir para Newman su remoción? Entre otras cosas, reducir la religión a la conciencia individual, cuando no verla combatida abiertamente, «o lo que es lo mismo, decir que podemos dejar que la Verdad desaparezca de la faz de la Tierra sin que hagamos nada por evitarlo». En este sentido, el conservatismo contrarrevolucionario se autodescribe, más o menos conscientemente, en los términos de un poderoso auxiliar del katekhon.

Más allá de las previsiones acertadas o desacertadas de Balmes sobre el futuro de los Estados Pontificios, la lectura de Pío IX invita a reflexionar sobre una mirada preocupadamente optimista sobre la articulación política de una época marcada por unos cambios irreversibles cuyas consecuencias, sin embargo, no las concibe como inevitables.

El leit motif que guía las primeras páginas de Pío IX insisten en la característica esencial del pensamiento político tradicional católico: «la unión de la supremacía espiritual con la soberanía temporal» es la que permite que «esta libertad de la Iglesia sea uno de los pensamientos que dominan por decirlo así al Pontífice». Sobre esa autonomía también temporal salvaguarda para sí la potestas de su auctoritas garantizando para los poderes de este mundo el ejercicio de su legítima autoridad.

En función de esta aparente paradoja debe entenderse que Balmes pueda exhortar en la conclusión de su opúsculo a que «Guardemos intactas las verdades eternas» y «Respetemos lo pasado, pero no creamos que, con nuestro estéril deseo, lo podamos restaurar; y al interesarnos por los restos de lo que fue, no llevemos la exageración hasta tal punto de maldecir todo lo presente y venidero».

He ahí que, para Balmes, hasta en las concesiones, debe operar la virtud de la prudencia, no para ceder por obligación, sino para avanzar sin quedar paralizado. Por ello, Balmes ofrece una lección escatológica de política humana. No acaba cediendo al vendaval de la historia, esforzándose por retrasar o gestionar una pérdida irreparable y definitiva. Su conservatismo no es reactivo ni contemporizador. Toma pie en el presente para que pueda perdurar más allá de él la energía inagotable de su pasado:

«El mundo marcha; quien se quiera parar será aplastado, y el mundo continuará marchando. La Religión y la moral son eternas; ellas no perecerán: cuando los hombres crean haber pulverizado los cimientos del magnífico edificio, verán que el edificio no se desploma, porque está pendiente del cielo; la corriente de los siglos arrebatará lo terreno, pero lo celeste durará».

Para alcanzar esta esperanza, como sentencia Balmes, «Lo que debemos buscar y amar, siempre y en todo, es la verdad y el bien». La apelación a la verdad y el bien, en política, no son una justificación dogmática. Tampoco en Balmes. Conservador de pura cepa, nos invita a volver a la realidad: a trazar sus contornos y a cultivar sus posibilidades de humanización.

  • Este texto es una versión resumida del publicado en el Cuaderno CEU-CEFAS 09 (otoño de 2024), Una visión actual del pensamiento de Jaime Balmes