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Portada del libro 'Víctimas de lo trans'

El Debate de las Ideas

Las desconocidas víctimas de la ‘moda trans’ y su contagio

Mujeres adolescentes con dificultades de sociabilidad o trastornos de personalidad mal diagnosticados encuentran en la condición trans una explicación, y una salida, a problemas reales que en realidad tienen poco que ver con la disforia de género

Hay que valorar como se merece la reciente llegada a las librerías del libro de Quico Alsedo Víctimas de lo trans (Deusto), la primera aproximación española a la geografía de los estragos causados por esta perniciosa moda en nuestro país. Moda, sí, no uso la palabra frívolamente, porque más allá de los casos de persistente y consistente disforia de género (que merecen respeto y apoyo), en la última década proliferan las confusiones, los diagnósticos precipitados y el efecto contagio. Especialmente entre los adolescentes con problemas de sociabilización, que buscan una salida, más que una solución, en la condición ‘trans’. Una salida que, a veces, puede resultar satisfactoria al principio, pero que conduce a una senda peligrosa, de efectos irreversibles.

El libro de Alsedo nos confronta con el testimonio de tres jóvenes mujeres que han regresado del espejismo en el que un día cayeron, aunque en ningún caso han vuelto indemnes. El testimonio de Susana Domínguez es especialmente estremecedor. Una joven con problemas de sociabilización, a la que nadie identificó como persona con trastornos del espectro autista hasta que regresó del engaño trans, cuando ya se había hecho casi todo el daño posible: cambiarse el nombre, quitarse los pechos y someterse a una histerectomía para extirparse el útero y sus ovarios. Cada nuevo salto adelante lo daba con la esperanza de encontrar la ansiada paz, ese bienestar que anuncian los propagandistas de la causa en las redes sociales: «Cuando des el salto por fin te encontrarás a ti mismo y te sentirás bien». Ella, como tantos otros, sólo buscaba bienestar, y se lanzó sin paracaídas hasta destruirse y descubrir que todo había sido en vano.

La historia de Susana Domínguez es especialmente aterradora, aunque también esperanzadora, pues ha iniciado el primer procedimiento judicial contra una administración, la gallega, por el modo negligente con el que actuó en su caso. Y que es muy similar al modo negligente con el que se actúa en demasiados casos, como ‘Víctimas de lo trans’ acredita.

Sin embargo, las tres jóvenes no son las únicas víctimas que recoge el libro. Por sus páginas pasan también madres que intentan rescatar a sus hijas de procesos de ‘transición’ más que dudosos, y profesionales (psicólogos, educadores…) impotentes ante a una ley que les impide hacer su trabajo adecuadamente y que desprotege por ello a los menores.

El libro de Quico Alsedo no es un libro que alimente ninguna euforia. Más bien es el retrato de una derrota (por ahora la sensatez va perdiendo), de una tragedia, y de un modus operandi irresponsable, insensato y frívolo, que las leyes LGTBIQ++ han instalado entre nosotros con escasa resistencia por parte de la clase política y la sociedad.

Hay atisbos de esperanza, sin embargo. La propia lucha de las madres lo es. Una lucha que nos permite recorrer los distintos estadios de la insensatez administrativa, y de la contaminación ideológica, que envenena este problema. Pero todavía más esperanzador es el hecho de que se hayan creado, al menos, tres asociaciones de resistencia, las tres ligadas al entorno feminista: ‘Amanda’, que agrupa a 400 familias que intentan revertir la transición iniciada por sus hijos; ‘Casandra’, un colectivo de psicólogas que desafían, desde la clandestinidad y el anonimato, las imposiciones de una ley que les impone decir amén a la voluntad de los adolescentes, y no realizar su trabajo; y ‘DoFemCo’ (Docentes Feministas por la Coeducación), que intentan frenar en los colegios algunas de las decisiones, o imposiciones, más dañinas. Los tres colectivos dan cuenta de la magnitud de un problema social que en España está fundamentalmente oculto, en la sombra, por el peso de la corrección política, la ignorancia y el miedo. Miedo a ser denunciado en los tribunales, en unos casos, por ‘no ser afirmativo’, o a ser linchado públicamente como transfóbico, en otros muchos.

Pero ¿cuál es el origen de semejante alarma? Hace menos de diez años, la transexualidad estaba normalizada, las leyes facilitaban cada vez más las cosas a quienes padecían disforia de género y creían vivir en un cuerpo equivocado y las redes sanitarias autonómicas incluían la gratuidad de los tratamientos por cambio de sexo sin que ello despertara especial escándalo. Había acuerdo en que la transexualidad era cosa de adultos, responsables de su vida, por tanto, y de personas que habían llegado a esa estación de destino tras una peripecia vital en la que habían intentado otras salidas. Se impuso en la sociedad española la idea de que eran personas necesitadas de ayuda y comprensión. Por entonces la transexualidad era un problema aceptado, en vías de solución, y que no generaba división, ni controversia grave.

En el caso español, todo cambia en 2017. Ese año, una asociación LGTBIQ++ inunda las marquesinas de Pamplona con una campaña polémica en la que se muestran los dibujos, en un estilo infantil y esquematizado, de varios niños y niñas desnudos, y debajo los lemas: «Hay niñas con vulva y niñas con pene», y «Hay niños con pene y niños con vulva». La campaña generó la reacción de la asociación conservadora Hazte Oír, que fletó su célebre autobús naranja con el lema: «Los niños tienen pene, las niñas tienen vulva. Que no te engañen». Por sorprendente que pueda parecer, la disruptiva campaña original fue aceptada con naturalidad y la polémica se centró en la reacción de Hazte Oír. Fue la primera señal de alarma de un problema que pronto iba a estallar: los movimientos LGTBIQ++ habían decidido poner el foco en la infancia. La transexualidad dejaba de ser un asunto de adultos hechos y derechos para centrarse en los menores de edad. Por esas fechas, la revista internacional National Geographic dedicaba su portada a ‘La revolución trans’ (The gender revolution’) y la ilustraba con la foto de un niño. Un niño, por cierto, del que hoy sabemos que se replantea su condición trans. Todas las cautelas, y las líneas rojas, se habían desbordado. Empezaban la moda, la euforia y la idealización trans. El trans se convertía por entonces en el nuevo héroe de las sociedades occidentales: aquel que había tenido el valor de enfrentarse a su cuerpo para cumplir el ideal supremo de nuestro tiempo: ser uno mismo.

Hay una explicación para ese salto. Los colectivos LGTBIQ++ aseguran que todas las personas trans empiezan a dar señales de disforia de género desde muy pronto, desde la infancia. Según su perspectiva, es necesario realizar una detección precoz del problema para evitarles a esos niños trans sufrimientos innecesarios, pues una vez culminada la pubertad cualquier cambio es más penoso y doloroso. Hay una verdad ahí, pero sólo una parte de la verdad. Existen abundantes estudios que acreditan que, de entre la minoría de niños que presentan episodios de confusión sexual, sólo una pequeña parte persisten en su disforia: uno de cada ocho, o uno de cada trece, según el estudio de que se trate. No habría ningún problema en ello si los procedimientos permitieran valorar cada caso con detenimiento, realizar pruebas y vigilar con mirada profesional lo que ocurre para separar el grano de la paja. Sin embargo, eso no es posible en la España de hoy (ni en buena parte del mundo occidental) porque las leyes aprobadas por aquellas fechas (en los años siguientes a ese año clave de 2017) impiden en la práctica cualquier valoración que no sea ‘afirmativa’ con el argumento de que lo contrario sería criminalizar a la persona, o al menor.

No está claro qué lleva a una persona a la transexualidad, ni siquiera siempre coinciden las formas de expresión de la disforia, pero para los legisladores es un dogma que si un menor aparenta identificarse con el género contrario hay que meterle en el carril que conduce hacia la transición de género. Y para valorar esa aparente identificación valen rasgos que hasta ese momento se habían considerado meros clichés, como que a un niño le gusten las muñecas o el color rosa, y que a una niña le gusten los camiones o el fútbol.

A todo ello hay que añadir otro problema. La palabra trans cobija dos realidades bien diferentes: la transexualidad (vivo en un cuerpo equivocado contra mi voluntad) y el transgenerismo, que reivindica el derecho a elegir la propia expresión sexual sin acatar ningún modelo. La cantante Conchita Wurst, que ganó Eurovisión en 2014, sería ejemplo de esta segunda opción. Como lo es también el filósofo Paul B. Preciado (antes Beatriz Preciado) que cuenta en Testo Yonqui y otros libros cómo ha construido su nueva identidad.

La gran paradoja del movimiento trans es que se basa en el dogma principal del feminismo de género -de ese mismo feminismo de género que ahora lo combate- que no es otro sino la idea de que en la dicotomía sexo (dimensión biológica) y género (elaboración cultural de la diferencia biológica), lo verdaderamente relevante es el género. Es verdad que las feministas radicales (rad fem) creen en la realidad del sexo y en la existencia de diferencias entre hombres y mujeres, pero las reducen al mínimo y, por descontado, niegan que quepa derivar de ello ninguna diferencia psicológica. Esto supone una flagrante negación de las leyes de la evolución natural de las especies -un negacionismo de Darwin, si se quiere-, pues la naturaleza no crea un hardware biológico sin acompañarlo de un software adecuado, que en los humanos adquiere la forma de predisposiciones psicológicas. El movimiento queer no hace otra cosa que llevar la idea de la hegemonía del género sobre el sexo hasta la siguiente frontera: la disolución de la biología. Y, en última instancia, hasta la disolución de los géneros mismos, que se vuelven fluidos y bizarros.

En Estados Unidos la polémica trans había estallado un poco antes que en España, en el tramo final de la legislatura de Barack Obama, en el año 2016, cuando el presidente norteamericano aprobó una ley federal que permitía a los alumnos trans escoger el baño al que quieran acudir. Es la polémica de los baños trans. Si una serie como ‘Sucesor designado’ (Netflix) nos la ilustra con una escena en la que una mujer se escandaliza de compartir el lavabo de las manos con una mujer trans de apariencia absolutamente femenina, es tentador pensar que estamos ante un rechazo histérico y prejuicioso. La cosa cambia si nos imaginamos a la mujer trans (con sus genitales masculinos) compartiendo una de las habituales duchas comunes de los gimnasios. La polémica de los baños y el asalto a la infancia son mojones que marcan la frontera de la problematización de lo trans.

El libro ‘Víctimas de lo trans’, sin embargo, amplía la perspectiva y nos sitúa en el núcleo duro del problema: la adolescencia. Si en el imaginario conservador el problema trans se materializa en los hombres que se hacen pasar por mujeres para obtener beneficios penitenciarios, o deportivos, al jugar con ventaja en las categorías femeninas, el libro de Quico Alsedo nos coloca ante la realidad: la mayoría de las víctimas de lo trans son chicas que quieren ser varones porque ven en esa transición una solución a sus problemas.

En algunos casos, se intuye que la masculinización es una forma de escapar a una presión sexual que algunas adolescentes no saben gestionar. Les incomoda que sus compañeros les miren los pechos, o intenten acercamientos sexuales, y ven que vestirse y hablar como un chico es un buen antídoto que les libera de esas molestas demandas. Si, además, sus inclinaciones sexuales se dirigen hacia su propio sexo, hacia otras mujeres, todo parece encajar.

Pero, sobre todo, estamos ante jóvenes procedentes de entornos familiares con una evidente carencia de figura paterna (ya sea por ausencia o porque el padre presente no ejerce como tal), con todo tipo de problemas personales o mentales, habitualmente no diagnosticados ni tratados adecuadamente, que encuentran sentido, y salida, a su malestar en reconocerse como ‘trans’. ‘Claro, todo esto que me pasaba es porque soy trans y ahora van a desaparecer los problemas que me han estado amargando la existencia’, se dice el adolescente abrumado. El problema es que, en la mayoría de los casos, los problemas psicológicos se habían manifestado independientemente de cualquier indicio de disforia de género, por lo que lo más sensato es pensar que son dos realidades independientes que sólo la necesidad de buscar un sentido a la existencia pone en conexión. Todo ello se agrava en entornos familiares ‘de izquierdas’ que asumen dócilmente y por convicción ideológica el dogma de que si un joven dice que es trans lo único que cabe es decir amén.

En el caso de las mujeres que transicionan hacia hombres la confusión puede reafirmarse durante un tiempo por los efectos euforizantes de la testosterona que les facilitan las administraciones públicas. La aplicación de hormona masculina (normalmente mediante absorción por la piel, mediante cremas) resulta ser un auténtico bálsamo milagroso para mujeres adolescentes con problemas de baja autoestima, depresión o bajo tono vital. Sin embargo, ese estímulo no sale gratis. Incluso si no van más allá en su transición (si no llegan a la mutilación de sus genitales), la mera ingesta regular de hormonas durante años provocará daños orgánicos acreditados médicamente, aunque las asociaciones LGTBIQ++ intenten quitarles importancia. Por no hablar de que convertirá a personas jóvenes sanas en individuos médicamente dependientes de por vida, con el negocio que ello supone para la industria farmacéutica.

El otro aspecto relevante que nos desvela el libro de Quico Alsedo, a través del recorrido de sus distintos testimonios (madres, psicólogos, educadores, jóvenes…) es la existencia del ‘contagio’ trans y el modo como se produce. A menudo todo comienza con la visita de alguna asociación pro trans al colegio, o al instituto, en el marco de las políticas de promoción de la diversidad sexual, que desde hace unos años están amparadas por la legislación. En esas charlas los activistas suelen explicar a los estudiantes, a veces niños de 9 o 10 años, que los sexos no existen como una realidad inmutable y que pueden elegir lo que quieran ser. Del impacto de las charlas da cuenta el hecho de que no es infrecuente que en una misma clase varios alumnos empiecen a interesarse por lo trans, en proporciones que rompen cualquier lógica estadística normal. Obviamente, busca quien no se encuentra bien, pero hay edades en las que la insatisfacción es la realidad más habitual de la existencia.

A partir de ahí llega el refuerzo de las redes sociales, como TikTok, y los testimonios de otros chicos y chicas trans, a menudo a través de YouTube, donde le cuentan al mundo las maravillas de su transición. En los fotos trans los chavales encuentran, además, el argumentario que necesitan para defender su posición y para imponerla socialmente, lo que explica que las expresiones, las frases y las fórmulas se repitan en cada caso de forma prácticamente mimética.

Nada de ello despierta, sin embargo, las alertas de unos profesionales médicos, o de salud mental, que tienen más miedo de ser sancionados por transfóbicos que de proteger a sus pacientes. ‘Víctimas de lo trans’ relata abundantes ejemplos de actuaciones irresponsables que ponen los pelos de punta y que nos obligan a preguntarnos en manos de quién estamos. El miedo a las sanciones legales es el único atenuante, pero ni aún así se justifica un seguidismo tan cerril de una ideología dogmática que se protege de la realidad prohibiendo que se tenga en cuenta. Al parecer, lo único que debe considerarse es la voluntad del menor, incluso si esa voluntad resulta repentina, inconsistente y se expresa con frases y argumentos tipo sacados de un foro web.

Por si no está claro, el efecto contagio genera un problema nuevo en torno a la transexualidad: la necesidad de diferenciar entre la disforia de género real y la inducida. Pero como, hoy en día, las leyes impiden discernir entre una y otra, porque niegan de principio que exista la segunda de ellas, estamos desarmados ante una tragedia creciente. Sólo la desobediencia civil y el ingenio frenan hoy en España una deriva peligrosa que muchos países de nuestro entorno ya han empezado a encarar para intentar ponerle freno.

El problema de fondo es que esos jóvenes, a los que las leyes otorgan una autoridad indiscutible para decidir algo que va a marcar el rumbo de su vida, cuando se dan cuenta de que se han equivocado, de que su problema era otro, miran hacia sus padres, y hacia la administración, y no pueden menos que preguntarles: ¿Por qué no impedisteis que cometiera esta locura? Y entonces, a madres como la de Susana Domínguez, que siguieron a pies juntillas el dogma de apoyar a su hija en todas sus decisiones, les estalla la cabeza al pensar que no sólo no ayudaron a su hija a no cometer tan grave error, sino que lo fomentaron y lo hicieron posible. También esas madres y padres son víctimas de una ideología que les exige que sean meros comparsas, que no piensen y que, en última instancia, no ejerzan su verdadera labor de padres. Incluso bajo amenaza de perder la patria potestad.