Treinta años del 'Unplugged' de Nirvana, cuando Kurt Cobain alcanzó el cielo artístico en medio del infierno
Todo parecía abocado al desastre. La banda y, sobre todo, el propio Cobain, no parecían preparados para mostrarse en una forma que descubre todas las costuras
Los «Unplugged» («desenchufado», acústico) de la MTV fueron un gran invento de la gran cadena de televisión musical estadounidense, por donde entonces pasaban los destinos de todas las bandas del mundo. Salir en la MTV era tocar el cielo para un artista y hacer un «Unplugged» era pasar a la posteridad. Probablemente, el más famoso de todos, y hubo muchos, de muchas bandas y artistas, fue el de Nirvana, aparte de por su especialidad y por su casi imposible de imaginar aclimatación a tan desusado escenario de los de Seattle, porque fue grabado menos de cinco meses antes de que Kurt Cobain, en la cresta de la ola de su popularidad y de su tristeza, se disparara con una escopeta de caza.
El concierto fue grabado el 18 de noviembre de 1993 y publicado después de la muerte del cantante como un testamento pasmoso. Fue la actuación donde Cobain se despidió de la música y del mundo y en las imágenes y en la interpretación se puede ver su dolor íntimo y una representación nunca antes vista del autor e intérpretes de Smells Like Teen Spirit, la canción generacional que Kurt se negó a tocar. Todo parecía que aquello iba a ser un desastre. La banda y, sobre todo, el propio Cobain, no parecían preparados para mostrarse en una forma que descubre todas las costuras. Era un primer plano, sin artificios, ni maquillajes, ni el ruido de los conciertos, donde se enmascaran tantas cosas, donde no todo el mundo sale bien.
Ellos estaban destinados a salir mal. Nadie imaginaba (incluso ellos mismos lo creían) que pudieran salir vivos de aquel trance donde iban a quedar retratados para siempre. Todo el mundo pensaba que finalmente se echarían atrás. Algunos ensayos previos habían sido terribles. Pero contra pronóstico siguieron adelante. Cobain sabía algunas cosas, quizá hasta su final próximo, y tenía guardada la sustancia de su talento secreto para expulsarlo allí, en aquella sala de la MTV, que él mismo se encargó de pedir que decoraran como un funeral. Eso es lo que le dijo el productor cuando aquel le pidió velas y lirios. «Así es, como un funeral», respondió Cobain.
Ni sus canciones señeras, ni su puesta en escena habitual. Cobain se propuso tocar lo que quiso, casi todo introspectivo, oscuro y triste, incluidas versiones como The Man Who Sold The World de David Bowie. Lo que nadie sabía es que iba a ser inolvidable. Los temas famosos que sí interpretó aparecieron tan puros como si los cantara un ángel con la voz ronca que, sin embargo, no lo pareció. Nunca estuvo más templado, vestido con una rebeca raída, con el pelo grasiento, encogido, escondido en su cubículo con paredes de silla y de guitarra de las que no se separó, como un vagabundo de sus más preciadas pertenencias. Los ojos los mantuvo cerrados casi todo el tiempo y el milagro ocurrió.
Hubo poesía y arte e impresión en el desmoronamiento sereno de Cobain, que caminó al filo de la catástrofe, poniendo los pelos de punta a los asistentes y responsables porque en todo momento pareció que efectivamente todo se caería y porque, mientras se temía esto, todo iba sucediendo sin que nada se rompiera, sosteniéndose en un hilo titilante y amenazador. Pennyroyal Tea pareció uno de esos momentos. Kurt Cobain desgarrándose como una sábana, al mismo tiempo que no se sabía si eso era horrible o maravilloso, tras ese ínterin, siempre acababa venciendo lo segundo, canción tras canción. Entre toda esa insoportable aflicción, se colaron algunos momentos de alegría, efímeros, brevísimos, pero vivificantes en medio del luto. En ese equilibrio precario todo terminó resultando perfecto.
Cobain dijo que había sido un espanto, pero alguien replicó que había estado viendo tocar a Dios a menos de un metro y medio. Ver tocar a Dios y ver escribirse una página de la historia del rock en lo incomprensible, en lo imprevisible, en el tiempo detenido, como recobrado (como escribió Proust) en lo nunca visto. Nirvana iba a caer aquel noviembre de hace tres décadas y, sin embargo, se elevó para siempre.