El Debate de las Ideas
Clint Eastwood y la verdad
La última película del veterano realizador demuestra su habilidad para confrontarnos con los aspectos más complejos, insobornables e incómodos de la realidad
A sus 94 años, Clint Eastwood vuelve a regalarnos una nueva lección de cine con Jurado 2, su última, oportuna y muy sólida película. Pero, sobre todo, vuelve a confrontarnos con una visión de la realidad compleja, certera e incómoda. Y lo hace con el soporte de un drama judicial insólito, en el que uno de los miembros del jurado descubre, inesperadamente, que quizás cometiera él mismo, de forma accidental, y sin ser consciente de ello, el crimen por el que otro hombre está siendo juzgado en el proceso del que forma parte. Sobre este conflicto, que se expone desde los primeros compases de la historia, gira todo la trama dramática de Jurado 2.
¿Qué hacer? Lo más fácil sería dejar que el acusado fuera condenado, pues el resto de los miembros del jurado le creen culpable; él es el único que manifiesta dudas. Esa condena impediría que otra investigación pudiera descubrir la posible culpabilidad del protagonista. Pero Justin (un convincente Nicholas Hoult) tiene remordimientos. Es una buena persona, religiosa, que no quiere arruinar su vida confesando lo que ocurrió, pero que tampoco quiere que otro cargue con una culpa falsa. Durante toda la película intentará negociar con su conciencia y con la verdad, en busca de una salida que no dañe a nadie.
Este conflicto moral es la piedra angular del drama. Pero no es el único. La fiscal del caso (sobria y contundente Toni Collette) está convencida de que una condena impulsará sus aspiraciones políticas, pero se ve confrontada por descubrimientos que parecen indicar que las pruebas que creía contundentes quizás no lo sean tanto. Ella, que considera a la justicia como «la verdad en acción», tiene que lidiar con la duda inesperada de si verdaderamente se está juzgado a la persona correcta o si puede condenarse a un inocente.
Con estos mimbres, de apariencia modesta, mucho talento y una inmensa capacidad para bucear en la interioridad de los personajes a través de sus rostros, Eastwood construye una pequeña bomba de relojería de apariencia inocente. De una tacada, reivindica la importancia de la verdad, evidencia los puntos ciegos de la Justicia y de sus procedimientos, y aboga, una vez más, por el respeto escrupuloso de la presunción de inocencia como piedra angular del Estado de derecho. Pero también muestra su confianza en que, a pesar de todos los errores y limitaciones humanas, existe una posibilidad para la Justicia si las personas honestas no renuncian a la justicia.
Lo hace, además, evitando cualquier referencia explícita a la política, y con un plantel de personajes ‘normales’, en el que llama la atención la ausencia de malvados. Todos ellos son buenos ejemplos de los claroscuros de la moral cotidiana con los que, en mayor o menor medida, podemos sentirnos identificados. A través de sus ojos vemos, por ejemplo, cómo las ganas de terminar cuanto antes su trabajo como jurados, para poder volver a casa con los propios, animan a dar por sentada la tesis del fiscal. Pero veremos también cómo la responsabilidad aparece cuando alguien siembra dudas razonables sobre la culpabilidad del acusado. La justicia es un fino alambre por el que caminan hombres corrientes y cuyo desempeño determina el desenlace. Más que los procedimientos son las personas, la existencia de un puñado de personas honradas y comprometidas con la verdad, las que pueden garantizar que, a la postre, la verdad y la justicia logren abrirse paso.
Jurado 2 es una película de ciudadanos comunes, algunos de los cuales ejercen ese pequeño heroísmo cotidiano del que cumple con su deber, tan afín a los gustos y convicciones de Eastwood. Hacer lo correcto, ser honesto, no tomar atajos y respetar la verdad: he ahí las claves de este heroísmo de la gente común que el cineasta de Gran Torino reivindica, también en esta obra. Y muy especialmente en su impactante y sobria escena final, que obviamente no desvelaremos.
Se trata de un tipo de heroísmo que él mismo ejerce como cineasta, empeñado en desvelar, de forma limpia y clara, sin artificios narrativos, los entresijos de una realidad con muchas caras, que rara vez es tan simple como parece.
Jurado 2 habla de la justicia, de la democracia y de la conciencia. Pero, por encima de todo, habla de la verdad. Y lo hace justo en un momento en el que muchos, pero muy especialmente en la izquierda, han decidido convertirla en campo de batalla utilizando como ariete la denuncia de la «desinformación». Mientras algunos dicen luchar contra la manipulación y la simplificación, y lo hacen con argumentos simplistas y sesgados, demostrando hasta qué punto son parte del problema, y no su solución, Eastwood confronta al espectador con la condición desafiante, incómoda, corrosiva e insobornable de la verdad. Rasgos estos, por cierto, que han animado a muchos en el pasado a dejar descansar su conciencia crítica en el descansado relajo del relativismo y el escepticismo, menos exigentes y más tranquilizadores.
¿Es posible negociar con la verdad? ¿Es legítimo intentar domesticarla para que se acomode a nuestras necesidades? ¿Hay distintas verdades? ¿Puede ser justa una condena basada en una falsedad? Todos esos asuntos discurren por la trama de Jurado 2 de forma natural y convincente, confrontando al espectador con su propia conciencia y sin ofrecerle salidas fáciles. A lo largo de su metraje (casi dos horas) vemos cómo no hace falta mala intención para ser cómplice de una mentira. Y cómo no hace falta mala fe para ‘fabricarla’, sino que, a menudo, la visión incorrecta surge sola, o en todo caso como resultado de un trabajo de investigación no suficientemente exigente. Y vemos también, por descontado, cómo las peores falsedades, y las que tienen peores consecuencias, son las que emanan del Estado.
Eastwood desbarata el mundo de estereotipos propio de las narrativas convencionales (mayormente progresistas) casi sin poner intención en ello. El caso más claro es el de la fiscal, a la que inicialmente encorsetamos, como espectadores, en el cliché de la implacable jurista que busca una condena a toda costa, para su propio beneficio, pero que, a medida que avanza el relato, nos va ofreciendo otros matices. Con cierto ánimo provocador, el miembro del jurado que es más implacable con el acusado, el que rechaza tajantemente la posibilidad de que las personas puedan cambiar y redimirse, es un afroamericano emocionalmente condicionado por un episodio trágico de su historia personal.
Algunos comentaristas han acusado a la película de déficit de verosimilitud. El único reproche que se me ocurre es que, en el mundo real, muchos de los jurados habrían sido seguramente descartados en el escrutinio previo. O quizás no, vaya usted a saber. En todo caso, sería ésta una concesión mínima que el espectador realiza con gusto a cambio de que el relato se abra y sus conflictos morales florezcan de forma orgánica. Hace falta mucho talento para desplegar conflictos complejos a partir de historias de apariencia sencilla.
Jurado 2 habla de la verdad, desde luego, y parece haber anticipado, o detectado, lo que hoy es una tendencia: el manoseo de la verdad, y el abuso de la denuncia de las fake news y la desinformación, como recurso para limitar la libertad de expresión. Quienes, desde las universidades, nos predicaban ayer que no hay una verdad en la Historia, sino que hay una por cada colectivo implicado, hoy nos hablan de sesgos y de parcialidad. Son los mismos que sometieron la preocupación por la verdad y el rigor de los hechos, a menudo tan difícil de apresar, al poder del relato. En el trasfondo latía una visión perversa que proclamaba que la democracia, la opinión de la mayoría, también tenía la capacidad para decidir sobre lo cierto: si un relato triunfaba es porque la ciudadanía lo consideraba más cierto que sus alternativas, y, por tanto, estaba bien. O al menos lo estuvo hasta que empezaron a triunfar los relatos de los otros, de los fachas, y entonces resultó que la democracia podía equivocarse. Ahora se rasgan las vestiduras y parecen clamar, como el Capitán Renault, de Casablanca: ¡Qué escándalo, aquí se juega! Pero es sólo porque contemplan con alarma y preocupación cómo relatos distintos a los suyos se abren paso y calan en la gente.
Ahora, de repente, los desinformadores profesionales; los maestros en la creación de cortinas de humo; los manipuladores de las emociones en contra de la verdad; los fabricantes de bulos, no desde cuentas anónimas, sino desde las instituciones, han decidido que la desinformación es un problema. La democracia está bien si triunfan nuestras ideas, pero no es verdadera democracia cuando triunfan las de los demás, que, por descontado, son perversas y peligrosas.
Franco hubiera estado de acuerdo: su justificación de la censura no era tan distinta de la que se esgrime ahora. Según el punto de vista de todos los dictadores –punto de vista que en tanto coincide con el de la izquierda actual– no se debe permitir el libre flujo de información y opiniones, porque entonces seremos víctimas del engaño, la desinformación y la distorsión. O permitiremos que circulen ‘discursos de odio’, que curiosamente siempre son los discursos de los demás. Cosas todas ellas muy peligrosas y nocivas para el bienestar de la sociedad. No podemos confundir la libertad con el libertinaje, se nos decía entonces, y se nos repite ahora con otras palabras que, en el fondo, vienen a decir lo mismo.
El debate no es de hoy. Se planteó ya durante nuestra Transición. Pero, por entonces, casi todos estábamos de acuerdo en que los excesos debían ser corregidos por el ejercicio de la ley, no mediante ningún tipo de censura previa, y con confianza en las personas. Era el espíritu ‘Libertad sin ira’. Y, sin embargo, no otra cosa más que la censura previa es lo que realizó el Twitter previo a Elon Musk, ese que hoy tantos idealizan. Es el Twitter que cerró la cuenta al presidente de Estados Unidos antes incluso de que fuera relevado, el que ocultó en campaña electoral las acusaciones contra el hijo de Joe Biden, que recientemente han llegado hasta los tribunales. Es el mismo Twitter que cerraba voces, mayormente conservadoras o de derechas, por un quítame esas pajas, mientras toleraba la impunidad de los suyos. Ese es el saludable ecosistema que hoy muchos periodistas dicen añorar. Los que asistíamos con estupor, cada mes, al cierre de una o varias cuentas afines de forma arbitraria y por causas injustificables, cuando no directamente incomprensibles, no tenemos ninguna añoranza de ese falso paraíso. Nuevamente quieren protegernos de nosotros mismos los que insultan a nuestra inteligencia todos los días.
Su verdad no es la verdad que le preocupa a Clint Eastwood. La del veterano director no es un espantajo, sino que es un desafío que incomoda nuestra existencia y que nos hace cuestionarnos casi todo. Empezando por la posibilidad de que una sentencia judicial pueda ser injusta y equivocada.