El Debate de las Ideas
Crisis del liberalismo y secularización
Aunque parezca algo trasnochado, el papel de la religión en el espacio público es esencial para la libertad política
Solo quienes no hayan prestado atención a los últimos movimientos políticos pensarán que el debate acerca de la secularización está agotado. Tan simplista es decir hoy que la religión no cuenta como sugerir que el poder público se encargue del proselitismo. En el marco de nuestro identitarismo galopante, es legítimo preguntarse por qué razón puede alguien presentarse en la esfera pública blandiendo sus gustos sexuales y, sin embargo, ha de guardar, en lo más profundo del armario, sus convicciones religiosas.
Además, en la medida en que la fe ha perdido su aguijón y se distrae la fuente religiosa de la cultura o los valores, podemos decir que nos dirigimos a un tiempo poscristiano, sin que esto último sea, per se, malo. Si se mira con esperanza, los momentos venideros ofrecerán oportunidades para el Evangelio, cuya difusión, ciertamente, dependerá del compromiso personal, pero se verá facilitada por el analfabetismo religioso y, por tanto, la ausencia de prejuicios.
Pensándolo bien, sin embargo, la desaparición de la religión, sobre todo en el espacio público, no fue cosa de un día, sino un proceso paulatino, como un viaje con incontables y extrañas paradas. Constituyó más una decisión de intelectuales que fruto de la voluntad popular, lo cual sirve para poner de manifiesto que la filosofía es tan perturbadora y efectiva como un partido o incluso un líder sindical. Nadie reclama hoy la fe como lazo de unión entre los ciudadanos y pocos alocados se atreven a reclamar ese papel para la nación. Desde este punto de vista, la posmodernidad política se ha presentado como un pensamiento posfundacional: no es que rechace preguntarse por los fundamentos de nuestra convivencia; es que constata y busca, paradójicamente, un fundamento ausente.
Las bases de la política
No pregunten qué quieren decir con ello los Badiou, Nancy o Laclau de turno, aunque se alcanza a entender que, para ellos, pocas cosas tenemos en común. En este sentido, El surgimiento del Estado como proceso de secularización, un opúsculo escrito por Böckenförde, discípulo de Schmitt y magistrado del Tribunal Constitucional alemán en los ochenta -así pues, cuando las instituciones no habían perdido aún su lustro-, arroja bastante claridad sobre el camino recorrido por la política desde el ocaso de la Edad Media hasta ahora. El texto fue publicado originalmente en 1967 y ve la luz ahora por primera vez en español gracias a la labor -exquisita y rigurosa- de Trotta.
En este caso, decir que no ha perdido actualidad no es únicamente una licencia retórica, sino una obviedad a la luz de la crisis del liberalismo, las repercusiones dejadas por la cultura laicista y la necesidad de responder con urgencia al interrogante acerca de los resortes de nuestra existencia colectiva.
Una curiosidad mostrará, asimismo, la relevancia de este denso artículo, merecedor de estudio y relecturas. La tesis principal de Böckenförde, su Diktum -a saber, que el Estado liberal, radicalmente secularizado, vive de presupuestos que no puede garantizar- fue el punto de discusión entre Ratzinger y Habermas cuando se encontraron en Baviera, allá por 2004. Quien fuera Benedicto XVI interpretaba la afirmación como si revelara el fracaso palpable del secularismo ilustrado y el motivo que desnorta a las sociedades políticas. Habermas no disentía; es más, como al cardenal, le inquietaba la erosión de la solidaridad, moderando, sorprendentemente, su laicismo y reconociendo el papel de las religiones a la hora de regenerar el espacio público.
Que la religión tenga presencia pública o quede relegada al trastero de la memoria, como un mueble carcomido e inservible, ya no es importante hoy, según señalamos. O no lo es tanto. A lo que no paramos de dar vueltas es a la crisis de la cultura liberal, cuyos logros se cuestionan tanto desde el flanco izquierdo como del derecho, que ve en sus inconsistencias la semilla principal de lo woke.
En realidad, sin embargo, el jurista alemán, fallecido en 2019, no buscaba detallar las fallas o sinsentidos de la política moderna, sino la improcedencia de ahondar en las bases últimas de un sistema que, históricamente, queda inaugurado en el momento exacto en que aquellas se hacen innecesarias. El fundamento es el individuo, su libertad, sus derechos más básicos, explica Böckenförde, hasta el punto de que cualquier otra forma de pensar -todo intento, en fin, por hallar vínculos materiales que nos congreguen- resultaría contraproducente. De ahí surge el deber cívico -incluyendo, por supuesto, el de los creyentes- de defender la libertad de un modo absoluto, también, claro está, la libertad -sagrada- de no creer.
La disolución de lo común
La modernidad es una empresa que excomulga, por razones de principio, al que anhelar descansar la política, nuevamente, bajo la sombra de lo absoluto. No cabe ocultar la manera en que el propio Böckenförde lee los signos de los tiempos, pues casi proféticamente avanza el dilema principal en que nos hallamos. El Estado liberal es, supuestamente, una maquinaria neutralizadora e imparcial, pero esa lejanía pone en jaque la convivencia.
Una forma de pensar que dinamita, a la larga, la experiencia de lo común -y no otro es el rompecabezas del individualismo liberal- disuelve nuestra naturaleza social. La crisis viene de lejos y tiene tres paradas. En primer lugar, el retroceso del poder religioso -es decir, en términos estrictos, la auténtica secularización del poder-. Segundo, la división confesional, tras la Reforma, que obliga a sustituir la uniformidad de valores anterior por un objetivo social menos ambicioso, como es la paz. Por último, la Revolución Francesa, momento en el cual el Estado reaparece como garante de la autodeterminación del ciudadano.
Un buen libro, como un buen filósofo, es aquel que da que pensar. Y este ensayito es un ejemplo de ello, sin que se deba asumir al completo lo que dice. Todo lo contrario. Es verdad que la confusión de lo espiritual y lo religioso en la Edad Media concluyó con el retroceso del poder eclesiástico y su deslinde frente a lo profano, pero supuso asimismo la divinización de la autoridad civil. ¿No es el absolutismo resultado patente de la secularización política? Si algo ha mostrado el laicismo mal entendido -desbocado- es que sin cortapisas -y la Iglesia ha sido siempre una muy eficaz- no hay salvación posible frente al totalitarismo.
No atajaremos nuestra crisis política sin reflexionar sobre las diferencias que existen entre diversas formas de agrupación humana; a este fin, nos puede ayudar Edith Stein quien, con su finura habitual, distinguía entre la masa -una camarilla superficial-, la sociedad -donde el prójimo aparece a lo sumo como un objeto- y la comunidad, que integra con armonía lo común y lo propio.
Aunque a nadie se le escapan los éxitos de la modernidad liberal -las instituciones, los derechos, los valores-, la pregunta es si este caudal define en exclusiva el ADN de un modelo o forma parte del bagaje de una cultura política auténticamente humana, o sea, propicia para el desarrollo de todos. Y si el cristianismo evitaba -según indican desde Eric Voegelin a Marcel Gauchet- la sacralización del poder civil, su olvido nos deja inermes frente a la tentación de una soberanía omnímoda y equivalga, a fin de cuentas, a abrir de par en par las puertas a la arbitrariedad. Tal y como están las cosas, ¿acaso podemos permitirnos obviar hoy su relevancia?