El barbero del rey de Suecia
Nuevo, nueva y siempre clásico
Cada libro de Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, 1964) merece la atención de los lectores de poesía
Cada libro de Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, 1964) merece la atención de los lectores de poesía, aunque él no esté nada interesado en hacer malabarismos originales ni tenga pretensiones rupturistas. Tampoco el título de la última entrega: Nuevo en la ciudad nueva (Visor, 2024) es por provocar, sino por ser fiel al curso de los acontecimientos. Se trata de la crónica poética de su estancia en Nápoles, que fue la «Neo-polis» para los griegos, y lo ha sido también para él (obsérvese la constante comunión con los clásicos) porque narra su primera vez allí y porque esa visita le renueva.
González Iglesias es el más clásico de nuestros poetas actuales. De Aurora Luque se ha escrito que es la más griega, y lo es. El clasicismo de González Iglesias es un arquetipo platónico, menos instalado en una geografía. Ni en un tiempo pasado. Es un clasicista que entronca de inmediato con lo contemporáneo. Sostiene que lo clásico no es una fase cultural, sino una manera de estar en el mundo; y quizá sea la cultura misma, sin límites ni compartimentos. Catedrático de Filología Latina en la Universidad de Salamanca, también su investigación trasciende lo puramente académico, explorando el manantial inagotable de la tradición clásica, que aún fluye, menos mal, en el mundo contemporáneo. Lo demuestra su estudio sobre el Arte Poética de Horacio, donde examina cómo los principios clásicos pueden iluminar la creatividad contemporánea. En su poesía lo pone en práctica.
La piedra angular de su arco es que no hay estética sin ética. Escribe una poesía de resistencia moral e insiste en la alegría y la firmeza de su posición en el mundo. Cita unos versos de Sophia de Mello Breyner Andresen («Pois convém tornar claro o coração do homem/ E erguer a negra exactidão da cruz/ Na luz branca de Creta»), que explican el nervio de estos poemas: la fusión de la exactitud de la cruz cristiana con la luz blanca griega, lo que coincide –poca broma– con las raíces de Occidente. La mezcla entre contemporaneidad y mundo clásico, pero también entre cristianismo y hedonismo y estoicismo, acaba dando una mezcla bien católica. Sazonada con cierta desesperanza política, que otorga un retrogusto melancólico, también clásico. Desde luego, realista.
La libertad de espíritu que transmiten estos versos se basa en la indiferencia de su autor al éxito mundano. Un ángulo me basta, se tituló una entrega anterior, con referencia a la Epístola moral del capitán Andrés Fernández de Andrada. En este libro reconoce que se contenta con los lectores a los que ha dedicado los poemas: «En cuanto a los dedicatarios de los poemas: son los destinatarios ideales de su lectura y sus mejores compañeros». Resuena aquí el orgulloso poema de Ezra Pound: «I join these words for four people, / Some others may overhear them, / O world, I am sorry for you, / You do not know these four people». («Yo reuní estas palabras para cuatro personas / y algunas más tal vez podrán oírlas. / Oh, mundo, lo siento por ti, / porque tú no conoces a esas cuatro personas»). Más chulería imposible, pero más soberanía, tampoco. Y nosotros a lo que nos interesa: oigamos estos poemas, nos estén dedicados o no. De ellos se sale más claro, más exacto, más firme, más nuevo, más clásico.
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Resucitamos muchas veces a lo largo de nuestros muchos días, pero, para ello, necesitamos la convicción de quienes nos precedieron en el mundo.
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¿Qué será la poesía, sino una delicada obstinación?
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El Vesubio, que lo ha olvidado todo.
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La belleza / trae la justicia al mundo. Es como el sol. / Nos vuelve a todos bienaventurados.
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…¿Será / posible que me haya enamorado / de una palabra? [No sería muy extraño porque es la palabra «magnánimo», nada menos.]
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No cedamos.
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Aquí tangibles / naranjas franciscanas, tibios soles / que caben en la mano.
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[La neblina al caer muy lenta la tarde] y con finísimo papel de seda / envuelve las naranjas, una a una.
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Pero antes y después de la belleza / suceden muchas cosas, todas forman / parte de su balance, porque nunca / se nos da exenta.
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… se enunció la perfecta equivalencia / entre el lenguaje y la poesía, entre / la inteligencia y la libertad. [Fue Benedetto Croce quien la enunció.]
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Patricia Highsmith: «Y como dice mi maestro Kierkegaard, uno siempre debe amor, tanto si recibe amor a cambio como si no. Así pues, uno siempre debe ser, inevitablemente, feliz de verdad»
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Ahora sé que debo / —no queda otro remedio— transigir / con el absurdo. El caos de la época. / La negligencia de los gobernantes. / No puedo nada contra ellos. Tengo / que seguir. El silencio y el amor / son lo mío.
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…pero siempre / prevalece el destello.
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… descanso de esta / época oscura que nos ha tocado. / … / Las hojas cantan en dialecto jonio.
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De pronto he olvidado / todo el desgaste del lenguaje. Hoy / esa es mi parte del milagro. Poco / es mucho. Todos se han puesto de pie. / Alguien ha dicho: in alto i nostri cuori.
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Anima quodammodo omnia [Dijo Aristóteles, glosó Tomás de Aquino y González Iglesias convierte en un lema vital.]
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Sé / que no debo poner mi corazón / en nada transitorio, pero aquí / todo se muestra suavemente eterno.
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Esperamos / nuestra resurrección con nuestro cuerpo. […] Esperamos / con Virgilio la vida para siempre.
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Cuántos siglos / faltan para decirlo y tú lo cantas. /… / En ti / vemos la antelación de la belleza. [Un emocionante poema al dogma de la resurrección de los cuerpos, sin el cual sería vana nuestra fe y —tal vez también— sería vana la poesía hímnica.]