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Bebé no nacido en la mano de su mamá

Bebé no nacido en la mano de su mamáLu Tolstova

Sin consentimiento paterno, pero con la palmadita constitucional

El espíritu constitucional consagra un concepto de dignidad humana liberal que nace de una burda comprensión de la «autodeterminación» y de la «autonomía de la voluntad»

Fiel a las expectativas, el Tribunal Constitucional blindó este verano la 'Ley Montero' determinando que abortar a los dieciséis años sin consentimiento paterno es plenamente acorde con el espíritu y el texto de la Carta Magna. Más allá de que últimamente con más frecuencia de la que nos gustaría podamos adivinar el sentido de las sentencias del Tribunal y de los votos particulares de sus magistrados, en esta ocasión el pleno de la corte de garantías ha hecho un encomiable alarde de coherencia constitucional. Esta sentencia es la consecuencia lógica e ineludible del concepto de «dignidad humana» liberal que encierra nuestra Constitución y que ha sido desarrollado por la doctrina sentada en la jurisprudencia constitucional (véase, por ejemplo, la STC 53/1985 de 11 de abril).

El espíritu constitucional consagra un concepto de dignidad humana liberal que nace de una burda comprensión de la «autodeterminación» y de la «autonomía de la voluntad». Entiende que nuestra dignidad como personas se realiza en el mero hecho de tener capacidad de elegir, sin atender necesariamente a la naturaleza de aquello que elegimos. Dimite de la racionalidad ética, esto es, suspende el juicio sobre lo elegido para que la licitud o ilicitud de la elección dependa del «consentimiento» de aquellos que se ven implicados en la misma. El «consentimiento» queda convertido así en un agente transformador de la naturaleza de lo elegido y, en sí mismo, dignificador de la persona.

El desenlace natural de lo anterior es que el Constitucional reconozca que el aborto en las menores de dieciséis años sin autorización paterna se fundamenta en dicha «libertad de decidir» y en la devolución que el Estado hace a la niña de su «autonomía reproductiva» que hasta entonces se encontraba conculcada por sus progenitores. Una libertad corrompida y una autonomía prometeica que el Estado establece como pilares de la dignidad de la menor. Después de esta sentencia, nuestro buen Estado se erige como el garante de la «dignidad» de las niñas protegiéndolas frente a la opresora patria potestad de sus padres.

Ni que decir tiene que esto supone una preocupante corrupción del sentido virtuoso de la libertad de la que la dignidad humana emana. Para que una decisión sea verdaderamente libre, requiere de la capacidad de discernimiento sobre la naturaleza -buena o mala- de aquello que elegimos. Pero, además, la única libertad que dignifica -y que hace, por tanto, más plenamente humana a la persona- es aquella que, previo discernimiento, permite al ser adherirse voluntariamente a aquello que es bueno y rechazar lo que es malo. Esta libertad que dignifica al hombre está intrínsecamente unida a la verdad de las cosas. El libertinaje que consagra la Constitución hace que lo importante no sea ya la naturaleza del acto elegido sino el consentimiento que sobre él exista y así, lejos de dignificar a la persona, la corrompe.

En respuesta a esta sentencia, diferentes medios y partidos «conservadores» sistémicos nos instan a librar una irónica clase de «batalla cultural por la vida». Y digo irónica porque se nos anima a darla dentro de un estado de cosas edificado sobre premisas fundantes antagónicas a las nuestras. Cuando Otto von Bismarck estableció el término Kulturkampf (batalla cultural) lo que pretendía designar era el enfrentamiento que el imperio alemán del siglo XlX debía librar contra la cosmovisión católica. Se trataba de confrontar al sistema cristiano desde su concepción antropológica hasta su idea fundamental de las instituciones y del derecho. Se rechazaban las premisas fundantes de la civilización católica para proponer un sistema alternativo de diferencias insalvables.

Es curioso que hoy se nos anima a dar una «batalla cultural» en un campo de juego y con unas reglas primarias que hacen de la victoria un hecho imposible. Planteada de esta manera, la batalla cultural se convierte en una gresca estéril sobre cuestiones accidentales que está de antemano perdida. Podremos extinguirnos en el esfuerzo de pelear si el aborto es o no constitucional, o si lo es hacerlo con o sin el consentimiento paterno, cuando de antemano ya existe un concreto concepto fundante de «dignidad humana» que hacen del aborto en un hecho incuestionable en nuestro sistema.

Donoso Cortés aseguraba que todo proceso político es en el fondo un proceso religioso y que sin atender a ese substratum teológico de los procesos políticos, no se entiende nada. Cuando hablaba de «religioso» se refería a que detrás de toda transformación política existe una concepción concreta de la existencia que se traduce a todos los niveles de la res publica. Y es que, hasta que no descubramos que la alternativa pasa por plantar una batalla que confronte, desde sus más básicos fundamentos, concepciones de la persona, de su dignidad y de la libertad en ocasiones antagónicas, las niñas de dieciséis años podrán seguir dignificándose a través de su «libertad para elegir». Pues, aunque se trate de una elección criminal y sin el consentimiento de sus padres, será fruto de la «autodeterminación» y contará, por tanto, con la palmadita en la espalda constitucional.

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