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Historias de la músicaCésar Wonenburger

Pavarotti acude a la Scala en bañador

Las audiciones suelen representar para los artistas las inevitables pruebas de acceso a los principales teatros internacionales. Ningún imprevisto debería representar un obstáculo suficiente para impedir una primera cita con el purgatorio, antes de alcanzar la gloria…

Pavarotti de joven en el centro de la foto

Estoy seguro de que si a mis amigos milaneses les preguntara algún día, puestos en la improbable disyuntiva de tener que elegir entre salvar uno solo de los dos magnos edificios ante una eventual catástrofe, la respuesta sería evidente: sacrificarían, no sin pesar, el Duomo si ello implicase salvar a la Scala, esa otra catedral consagrada al belcanto.

En 1943, el más célebre entre los teatros de ópera del mundo sufrió un severo bombardeo de las tropas aliadas que dañó gran parte de su estructura. Solo tres años después, la Scala ya volvería a abrir las puertas con un concierto que dirigió Arturo Toscanini. Lo logró en un tiempo asombroso; primero que otros edificios públicos, mucho antes que algunas escuelas, hospitales y viviendas de protección oficial. Los símbolos son los símbolos, y el más claro mensaje que Italia podía enviarle al mundo, en ese momento, para señalar que había conseguido mantenerse en pie, bien dispuesta a encarar el futuro con su dignidad intacta, consistía en la ejemplar restauración de uno de sus principales emblemas culturales.

Maria Callas ya era una soprano importante antes de haber debutado en el templo lírico de la capital lombarda, pero su leyenda no adquirió su definitiva prestancia hasta que no triunfó allí, desplazando a sus colegas, como la soprano Renata Tebaldi, para convertirse en la reina indiscutible del teatro con su dieta milagrosa y los consejos de Visconti, que la convirtió en una actriz mejor que la Garbo y pulió las armas que luego le permitirían brillar como mujer, también, en esos salones de sociedad donde a veces acechan ávidos chacales a la caza de los más codiciados trofeos.

La meca deseada de todos los cantantes líricos

Hasta hoy mismo los artistas estarían dispuestos a apuñalar a quien se terciase, desde un amigo de la infancia a la abuela enferma, si fuese necesario, por poner un pie en el escenario que se inauguró en 1778 con una ópera encargada para la magna ocasión. Antonio Salieri, al que aquella película, Amadeus, sacó del desván donde permanecía oculto compuso L’Europa riconosciuta. Después la obra siguió sepultada en el olvido (como casi todo lo de este autor, salvo sus presuntas maldades fruto de la corrosiva envidia), hasta que Riccardo Muti la recuperó brevemente cuando la Scala volvió a abrir sus puertas, hace ahora justamente dos décadas, tras un breve lavado de cara que duró apenas dos años, para modernizar la capacidad de su dotación escénica y ampliar las oficinas.

El tenor norteamericano Brian Jadge, que ayer mismo cantó allí, en la ópera La Forza del destino con la que se acaba de inaugurar su nueva temporada, un par de semanas antes, no dudó en burlar al público del Liceo de Barcelona para participar en el gran evento internacional de la lírica, el estreno fijado siempre para el día de san Ambrosio. Comunicó una inoportuna lesión en la espalda para cancelar su compromiso con el público catalán y, de ese modo, incorporarse (a la vez que debía cantar en la Rambla), a los ensayos de la ópera de Verdi con el resto de sus compañeros del reparto milanés, en sustitución del esquivo Jonas Kauffmann. La jugada de Jadge expresa a la perfección las preferencias de los artistas.

A la Scala nunca se le dice que no. Por eso cuando te ofrece una oportunidad, mejor que estés preparado. Lo sabían bien otros dos tenores, estos ciertamente dotados de auténtico estatus mitológico, poseedores ambos de las voces masculinas más bellas entre las que se han escuchado desde la posguerra. Conseguir que esa casa te conceda una audición no suele ser fácil. Y si la obtienes, más vale que decidas afrontar la privilegiada cita como si en el empeño te fuese la vida.

Giuseppe di Stefano se estrella en el casino, pero logra su meta

Giuseppe di Stefano, un siciliano simpático, tan buen fraseador como amante de la buena vida, pretendía como todos hacerse oír en el teatro de los sueños. Con la seguridad y el magnetismo que desprendía, no dudaba que en cuanto se le abrieran las puertas de aquel coliseo se convertiría en una de sus principales estrellas, como después le ocurrió al formar pareja artística con la Callas (y no solo, pero aquella combinación resultó irresistible para una discográfica, la EMI, que pudo basar gran parte de sus futuros beneficios en explotar la asociación de ambos talentos).

Giuseppe Di Stefano con Maria Callas en su gira de despedida el 9 de diciembre de 1973

La oportuna llamada de Gino Marinuzzi, uno de los más grandes directores de ópera de todos los tiempos (su magistral versión, precisamente de La Forza del destino, representa uno de los mayores aciertos de toda la historia del disco), hizo que Di Stefano decidiera permanecer en Milán como si su vida fuese a depender de aquella única convocatoria. El maestro le había prometido una audición, sin especificar el instante justo, por lo que debía mantenerse listo en su hostal, a la espera de un gesto que podía producirse en cualquier momento, sin salir de la ciudad.

Los días fueron pasando y ya había transcurrido casi una semana sin que las aguardadas noticias de Marinuzzi se produjesen. Así que el joven e impetuoso tenor, al ver que ya era sábado y nadie le comunicaba la fecha definitiva para el decisivo encuentro, decidió correrse una juerga con unos amigos. Acudieron todos al casino y entre naipe y bola se fundieron las magras ganancias, y lo que fuese menester, en el bar. A la mañana siguiente, día del Señor, cuando los más inquietos aprovechan para restañar las heridas de la última escaramuza noctámbula, Marinuzzi llamó a Di Stefano. «Preséntese cuanto antes en el teatro, la audición se hará hoy», le comunicó.

Pippo, como le conocían sus amistades, se recompuso entre vapores como pudo y a duras penas consiguió llegar al lugar señalado para la prueba. Pero como «lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible», que proclamaba el torero Joselito, con enorme dificultad llegó a afinar un par de notas, nada más. Desesperado por su mala cabeza, no le quedó otra que confesarle al maestro sus más recientes andanzas. Marinuzzi, hombre sabio, templado y justo, se mostró magnánimo en palermitano: Va a casa, figghiu. Riposati. ¡Torna domani! («Vete a casa, hijo. Descansa. ¡Vuelve mañana!»).

Pavarotti, sustituto de su ídolo en busca de una oportunidad

El otro protagonista de esta historia, Luciano Pavarotti, comenzó a labrarse su propio camino hacia la fama en cierta ocasión, cuando sustituyó a su ídolo, Giuseppe Di Stefano, que se sintió indispuesto (la noche solía confundirle como a aquel preclaro cubano), durante unas funciones de La Bohème, en Covent Garden. Pero ni por esas había logrado despertar el interés de la orgullosa Scala. Tendría que jugársela a la única posibilidad incierta de la audición.

Luciano Pavarotti con Joan Sutherland en I Puritani, 1976

En su caso, el aviso del destino se produjo un día de verano, mientras había acudido a darse un chapuzón en un río, cerca de Módena, donde estaba su casa. Costó localizarle, pero quien le hacía las veces de agente, manager o lo que se fuera en ese momento de la incipiente carrera, se las ingenió para convencerle sobre la necesidad urgente de desplazarse ya mismo, en aquel preciso instante, hasta Milán. La audición se llevaría a cabo en un par de horas.

Parece que Pavarotti protestó, pero no lo suficiente para que casi le obligaran a desplazarese hasta el teatro apenas con lo puesto. Como mucho, por encima del ligero bañador pudo alcanzar a vestirse unos pantalones cortos. Y de esa guisa se presentó ante la misma puerta del venerable templo mundial de la lírica, para someterse obediente al criterio de sus jueces. Al llegar, se encontró con varios músicos de la orquesta de la Scala, que debían abandonar el lugar después de un ensayo, mientras observaban sorprendidos a aquel tipo alto y atlético, ataviado con unas bermudas (eran otros tiempos, otras formalidades: hoy, para la circunstancia, si surge en agosto, hay quien se permite hasta acudir a un funeral con los también llamados «shorts», y en pareo, como se ha visto).

El portero de la venerable institución no quería dejarle pasar

Pavarotti libraba un fiero pleito con el bedel encargado de la puerta, que se resistía a dejarle penetrar como un desclasado en el sacrosanto recinto donde, en aquellas otras calurosas jornadas estivales en las que unos años antes se grabó una histórica Tosca (la célebre de Callas y Di Stefano), el director de aquel registro, un caballero llamado Victor de Sabata, había llegado a sentir vergüenza por tener que hacer uso, por primera y seguramente única vez en su vida, de una camisa de manga corta para combatir las inexplicables temperaturas africanas, incluso para la tantas veces tórrida canícula milanesa.

Finalmente tuvo que mediar Francesco Siciliani, el más culto e inteligente de todos los directores artísticos, licenciado en derecho y ciencias políticas, compositor a tiempo parcial y hombre de modales exquisitos, infatigable rastreador de tesoros ocultos y avalista de voces bendecidas para suscitar genuinas emociones que, en su calidad de responsable de la Scala, durante aquella época, intercedió para que aquel aún imberbe tenor no se perdiera su relevante compromiso.

Algo azorado por el incidente, pero con la segura determinación de no dejar escapar su oportunidad, Pavarotti llegó, cantó… y por supuesto venció. Lo de menos fue la impresión que pudo causar su peculiar atuendo. El advenimiento inesperado de aquel instrumento solar, capaz de iluminar por sí solo una plaza entera, no admitía reparos ni observaciones puntillosas. De allí salió con una propuesta para protagonizar el Guillermo Tell de Rossini, un título que solo llegó a grabar en disco con el hoy director musical de la Scala, Riccardo Chailly. Tras el rechazo de aquel primer contrato, el edificio del arquitecto Piermarini aceptaría olvidar el desplante para acogerle más tarde en uno de sus títulos fetiche, La Bohème, por insistencia de un tal Herbert von Karajan.