El Debate de las Ideas
Síntomas de nuestra aguda enfermedad de costumbres
Cuando era adolescente, a veces pasábamos parte de la noche en la arena de la playa, junto a la orilla. Una fiesta en bañador y camisetas, con toallas y esterillas de paja. Una fogata que habíamos prendido con maderos de algún palé abandonado y con cañas. Por aquella zona había mucho cañaveral y una fábrica de azúcar que en ocasiones impregnaba nuestra atmósfera con olores tostados y aromas de melaza. En esas fiestas playeras, comeríamos algunos sándwiches, patatas fritas, gominolas y dulces poco variados. Escuchábamos música gracias a los altavoces y pletina de un aparato que funcionaba mediante pilas gruesas y cassettes de cinta magnética. Fumábamos un poco; algunas caladas y solo dos o tres sabían tragar el humo, aunque intentábamos que nuestros padres no estuviesen muy al tanto. Bebíamos algo de cerveza rebajada con gaseosa de limón.
Una noche invité a salir a una chica —rubia, de ojos claros y belleza algo insolente— de la otra pandilla. Me contó que ellos habían montado su fiesta playera no enfrente de nuestros apartamentos, como nosotros, sino bien lejos. En su fiesta había refrescos —como en la nuestra— y varias botellas de ginebra, vodka y whisky. Alguno acabó en coma etílico y en el hospital comarcal. Para intentar impresionar a esa chica, pedí en el primer pub al que la llevé un litro —para compartir con ella— de cerveza —entonces demasiado amarga para mí— y luego, en una discoteca, una ginebra con coca-cola —para mí, era como beber colonia. Aquel verano cumplí catorce años y en ningún momento tuve la sensación de violar ninguna ley, ninguna normativa, ninguna directiva comunitaria. Aunque en algún que otro un momento entendí que no estaba haciendo lo correcto; no siempre me comportaba según aquello de lo que mi madre se sentiría orgullosa.
Hoy gran parte de lo que entonces me parecía normal —normal para mi edad— está prohibido. Los adolescentes siguen fumando, pero ya no pueden comprar tabaco. Siguen bebiendo, pero ya no pueden comprar alcohol, ya no pueden pedirse cerveza o cubata en un bar. Ni, pasadas las diez de la noche, puede nadie en un supermercado. No se puede encender fuego en la playa. Tampoco hay fábrica de azúcar; toda la parcela se ha transformado en una suma de urbanizaciones de tercera línea de playa con piscinas y garajes de plazas anchas. Únicamente perviven aquellas altísimas chimeneas de ladrillo. También está prohibida la pesca según el modo como entonces se practicaba. Se prohibió pescar chanquete y a veces se ve alguna lancha que trae un atún mediano capturado de manera furtiva. Puede que varias de estas leyes nos impidan ser peores de lo que ya éramos. Quién sabe. En la playa ya no hay rastros de cañas chamuscadas, ni deshechos de melaza, ni caballitos de mar, ni cangrejos, ni estrellas de mar. Ahora todo es más civilizado y la abundancia de luz artificial nos impide de noche gozarnos con las estrellas que antes lucían en la obscuridad. Ya no se ven murciélagos, pero sí oímos a lo largo del día la insoportable estridencia de unas aves invasoras y verdes conocidas como «cotorras argentinas».
Pregunto por qué hoy en muchos hoteles no hay persianas. O por qué ahora los nuevos edificios se construyen con placas que impiden ver el ladrillo, y con paredes de pladur en su interior. Me dicen que es lo que establece la normativa. Todo lo que hacemos se ajusta a normativa. Cada paso que damos requiere de un permiso del ministerio y de una petición con firma digital y código QR. Nos vigilan mil cámaras que cuidan de que no usemos coches viejos. En mi barrio, el ayuntamiento se está dedicando a ensanchar aceras sin motivo y quitar carriles de circulación; Martínez-Almeida —que, a pesar de alcalde, es un tipo simpático— ya ha convertido dos calles que eran de doble sentido en calles de único carril. No sé si se trata de perjudicar la circulación y obligarnos a dar la vuelta entera al barrio, o es que cumplen con una normativa europea diseñada por un tenebroso finlandés que vive feliz en su utopía huxleyana de departamento universitario.
Doy una vuelta por El Pardo y veo que el ayuntamiento levanta aceras que más o menos se hallan en buen estado, para sustituirlas por otras. Placas modernas, pero que se desgastan fácil. Adoquines de baja calidad que suplen a un asfalto eficiente. Losetas pensadas para ciegos. Normativa. Da igual el uso, la costumbre, las necesidades del lugar. Se trata de ahormarnos a las normativas. Las normativas europeas están por encima del uso mediterráneo. La ley por encima de la vida; la ley como troquel de nuestras existencias. No somos más que masas informes y fofas que han de amoldarse a lo que nos obligue la normativa expelida por ese Castillo —Schloss— de Kafka que llamamos «Unión Europea».
Me pregunto si, con tanta normativa, con tanto protocolo, con tantas administraciones y tantos reglamentos, no hemos podido construir un nuevo embalse en Valencia para aliviar los efectos de la reiterada «gota fría». Si no hemos sido capaces de evitar que se sigan construyendo casas en lugares donde hay riesgo serio de inundación. Si todas estas leyes no han sido de ayuda para limpiar barrancos, cauces, torrenteras. Si incluso queremos aprobar nuevas leyes para «devolver los ríos a su estado natural».
Y voy a la farmacia, para comprarme un algidol, que es lo único que me sirve cuando me acatarro. Los termalgines o gelocatiles me hacen poco efecto, o me suponen más días cansado, moqueando, flojo. El problema del algidol es que se ha de dispensar con receta médica. ¿Por qué? Porque cada dosis —nunca mejor dicho— contiene —aparte de 650 mg de paracetamol y 500 mg de ácido ascórbico (vulgo, vitamina C)— 10 mg de «codeína fosfato hemihidrato». Y resulta que el fosfato de codeína es un opioide. De modo que nada de venta libre. Al menos desde hace unos años —antes no me ponían pegas en la farmacias—; quizá desde el día en que, caminando con una amiga por el campo, vimos varias adormideras que crecían felices y silvestres.
Me comentan algunos farmacéuticos que se han reportado casos de ingesta abundante de algidol como narcótico. Y que eso ha llevado a imponer la obligación de la receta. La farmacia es un ambulatorio de nuestra salud moral. Otro me dice que lo que más vende en las noches de los fines de semana es colutorio bucal —clientela femenina y bastante joven. Otro boticario me asegura que hay problemas de desabastecimiento de ciertos fármacos en España, debido a que algunos grupos de población «extracomunitaria» los compran aquí baratos y luego van a sus países a venderlos a precios desorbitados. Y, mientras me dicen todo esto, recuerdo que antes, en un restaurante o en un bar, podías pedir una aspirina, y ahora está prohibido. Nos estamos acostumbrando a vivir —como diría san Pablo— cada vez más sometidos a más leyes y menos guiados por buenas costumbres. Por eso, varios dependientes de farmacia sólo me han dispensado un: «Sin receta, no». Ni se han molestado en preguntarme qué tal estoy y plantearme un producto alternativo.
Quizá eso explique que ya no seamos capaces de recordar desde cuándo nos hemos acostumbrado a que San José (19 de marzo) no sea un día festivo nacional. No es sólo el Día del Padre. Es el día de ese hombre callado y obediente que la Cristiandad ha tenido como modelo de varón. El único evangelista que le presta atención es Mateo, un recaudador de impuestos —el único de los apóstoles que trabajaba como funcionario, que hacía cumplir una severa regulación imperial y que, sin dudarlo, renunció a ese puesto oficial cuando escuchó: «Sígueme». Mateo, que era publicano y «comía con pecadores», nos habla de José, el santo varón. No nos traslada ni una sola palabra de José; se limita a contarnos lo que hace, tras meditarlo y dejarse guiar por Dios. José va de un lugar a otro —Belén, Egipto, Nazaret— con una sola norma: cuidar de María y de Jesús. No tiene otra ley, ni otro protocolo, ni otra directiva. No estaba preocupado por el cambio climático, ni por las corridas de toros, ni por la islamofobia, ni la elegetebefobia, ni la xenofobia, ni el auge de la extrema derecha, ni necesitaba pedir permiso a un funcionario para arreglar una puerta o para colocar una pérgola en el patio de alguno de sus vecinos. Habernos olvidado del ejemplo de José y, en su lugar, atenernos a regulaciones, instrucciones autorizadas y cumplimientos de ISO-9000, ¿nos ha hecho mejores de lo que éramos? Que Juan José Imbroda anuncie ufano que el día de San José no es ni este año, ni el pasado —ni hace años—, festivo en la Melilla que él preside, y que prefiere incluir en el calendario una fiesta muslim, es secundario. Un síntoma secundario.
Síntoma secundario de una transmutación a la que, sin querer, alude —y aplaude— la ministra de Igualdad cuando dice: «Ser patriota, ser demócrata, es pagar impuestos». Cuando el Estado se adueña de la patria, se olvida el mos maiorum, y la pietas desaparece sustituida por la servidumbre ante la Agencia Tributaria. Ya no hay obligaciones morales y ante Dios, sino meras imposiciones legales. Y entonces veo que alguien retuitea —perdón, «repostea»— una serie de anotaciones sobre J. D. Unwin (1895–1936), un antropólogo que trabajó en las universidades de Oxford y Cambridge y que publicó su quizá principal aportación investigadora en el libro Sex and culture (1934). Según Unwin —y conforme a lo que había estudiado en 80 tribus primitivas y seis civilizaciones cuyas existencias eran rastreables a lo largo de los últimos milenios—, las costumbre sexuales determinan el devenir de una sociedad.
Tal como se recoge en el libro El dogma woke, de Noelle Mering —que el año pasado traduje y publiqué en Rialp—, «Unwin descubrió que el factor aislado más influyente, a la hora de determinar el florecimiento de una sociedad, era si la castidad prenupcial suponía una norma social estricta o no; cuando esto se combinaba con la monogamia absoluta, la sociedad florecía aún más». Continúa Mering: «Unwin averiguó que, si había un cambio social en las normas relativas a la restricción sexual —ya fuese hacia una mayor libertad sexual o hacia una mayor constricción sexual—, el pleno efecto de este cambio no se concretaría hasta la tercera generación. El cambio arraiga poco a poco durante la primera generación, adquiere mayor normalidad durante la segunda y, en la tercera, se lleva a cabo su pleno efecto en la sociedad». Y concluye Mering: «Con arreglo a los hallazgos de Unwin, y a falta de un giro dramático, nos estamos adentrando en el comienzo del colapso social».