Angelina Jolie no es la Callas, pero tampoco se le aproxima
Maria, la esperada película del realizador chileno Pablo Larraín, que aún tardará varias semanas en estrenarse en España, indaga, pero no logra transmitir del todo, en los orígenes de la desaparición de la legendaria soprano Maria Callas, a los 53 años
Como su antepasado Orfeo, el músico y poeta más famoso de todos tiempos, Maria Callas debió firmar algún pacto, quizá en su caso con la diosa Euterpe. Al hijo del rey tracio Eagro, gracias al poder persuasivo de su canto, Hades le devolvió a su esposa muerta, Eurídice, tras un angustioso paso por el mundo inferior.
A la soprano más célebre del siglo XX, quizá mediante otro acuerdo, establecido no lejos del monte Parnaso, le concedieron una vida bien distinta a aquella para la que parecía naturalmente predestinada: sin fortuna familiar, bajo la sombra alargada de una madre mezquina, que solo se había interesado por ella cuando se dio cuenta de su particular don, y las posibilidades materiales que este le podía aportar, nada bueno podía augurarle.
Pero como Orfeo que, tras desobedecer la única condición que le impusieron los dioses para recuperar la dicha perdida tuvo un final terrible, cruelmente despedazado por las Ménades de Deyo, la Callas también se desvió del camino previamente apalabrado y pagó otro alto precio por ello.
Para la artista, llegó un momento en el que prefirió saborear el fruto prohibido, la vida más allá de los estrechos límites del teatro, el templo donde se había forjado su gloriosa segunda existencia. Y sucumbió. A la hora de cobrarse sus deudas, los dioses implacables del Olimpo poseen auténtica alma de sicarios.
La llama de una voz que se fue apagando demasiado pronto
El fuego sagrado de su voz privilegiada se fue apagando mientras perseguía ese sueño vano de la felicidad, casi en una década. Ella, que había logrado hacer comer de su mano, muchas veces, al más voluble y caprichoso de los amantes, el público, quiso domesticar a un dragón, y el bicho casi se la tragó entera.
Aún sobreviviría unos cuantos años más al encuentro con aquel compatriota suyo, omnívoro mercader del Egeo, cuya limitada estatura era inversamente proporcional a su audacia, solo para asistir al declive irreversible de su talento.
Pablo Larraín, el realizador chileno de un par de vistosos filmes antes de abandonar su país, se ha convertido después en una suerte de biógrafo cinematográfico de mujeres interesantes del siglo XX (iba a sugerir apasionantes, pero al menos a mí no me lo parecen ni Jacqueline Bouvier ni Diana Spencer, por más que cautivaran a muchos a través de sus personalidades intuidas y esas desgracias que tanto unen en los folletines).
A sus bien recibidos retratos anteriores de Jackie Kennedy-Onassis y Lady Di, en los que algunos han creído ver cautivadores ensayos fílmicos, plenos de profundos apuntes psicológicos, se le ha unido ahora el de otra fémina ilustre, la mencionada Maria Callas, a la que interpreta Angelina Jolie en Maria, el filme que acaba de estrenarse en Estados Unidos y llegará aquí en unas semanas.
Los «viudos de la Callas» nunca le concederán interés
Quienes hemos crecido seducidos por el magnetismo de la diva nacida en Nueva York (aunque por edad solo fuese a través de sonidos grabados y algunas imágenes), capaz de trasladarnos a ese espacio inefable en el que son imprescindibles algo más que las palabras, ese reino ignoto de las emociones que no precisan de explicación porque no la tienen, se nos plantea un dilema cada vez que algún director (y el último había sido Franco Zeffirelli, que llegó a tratarla bastante) emprende la tarea de resucitar a la Callas.
Ningún apunte biográfico (chismes de todo género incluido) ha quedado sin escudriñar. Todas sus grabaciones están disponibles a través de innumerables reediciones empeñadas en el inútil propósito de hacer más real el sonido de su voz…
Entonces, ¿qué podrían ofrecernos de novedoso, distinto o interesante esta nueva aproximación? Evidentemente, a través de un medio de masas(¿todavía?) como el cine, Larraín se dirige ahora a una audiencia mucho más amplia que la mera legión que integran los tradicionalmente denominados «viudos de la Callas», como se conoce a los defensores a ultranza de las esencias de un mito que les parece de su única propiedad.
Por eso, el filme incluye bastantes detalles de su vida, junto a la recreación de algunas de sus más célebres actuaciones en los años dorados de sus hitos en La Scala, apoyados por las tomas sonoras que en su día se preservaron de óperas como Medea y Anna Bolena.
El episodio controvertido de su prostitución en Grecia
En esta faceta de la cinta, hay que decir que el retrato resulta demasiado incompleto, por cuanto quedan excluidos tantos detalles relevantes de la infancia (la relación con el padre, que tanto la marcó) así como el posterior ascenso a la fama, la forja del mito.
En cambio, me parece que por primera vez se aborda en imágenes el tema espinoso de la prostitución, en los días de la Guerra, en Grecia. Su traslado resulta algo novelesco: aquellos oficiales del Ejército nazi que podían volver del «trabajo», la programada eliminación física de judíos, para escuchar tranquilamente una sinfonía de Beethoven dirigida por Furtwängler, también preferirían dejarse cautivar por el sonido de la voz de aquella adolescente, antes que yacer con ella (la sensibilidad doblega al deseo en una situación límite).
A Larraín se ve que las cuestiones del guion referidas a momentos como los encuentros con Onassis o la relación de la intérprete con su familia le tocan menos, por lo que parecen rodados sin tanta ambición estética como resulta, por contra, en otros, aquellos más cuidados que atañen directamente a sus verdaderas intenciones: mostrar los últimos días de la artista, teñidos del inevitable sabor de la derrota, como el resultado de un descenso inexorable hasta el fondo de su propio infierno personal, el del reconocimiento de la pérdida definitiva de aquello que le había otorgado auténtico significado a su vida: la voz.
Una y otra vez se insiste en la tragedia que debió suponer para aquella mujer el deterioro constante e inapelable del instrumento que le había permitió encontrar su propio lugar en el mundo («fuera del teatro no hay vida», llega a afirmar; una gran verdad si lo que se persigue es la cita con la historia, más allá del empeño profesional).
Aquella tarea mística le había proporcionado una identidad sustentada en el contacto con otros grandes artistas de su tiempo (Tullio Serafin, Leonard Bernstein, Visconti, Pasolini, Zeffirelli…), hasta conferirle ese grado de sofisticación que se traduce en otros apuntes no menos importantes que su cabal comprensión de la ópera: la manera de vestir, los gestos y hasta esa afectación en el habla que traslucían sus entrevistas, donde a veces adoptaba el tono impostado y hasta el acento de un catedrático de Oxford o Cambridge.
Sin su carrera, jamás hubiera conocido a alguien como Onassis
Hasta su única experiencia con el amor le había llegado de rebote a través del canto. De otra manera, si no hubiera sido una artista célebre, cortejada en todas las reuniones de sociedad por la eterna recua de los aduladores, jamás habría tenido la ocasión de conocer a un prócer de la industria como Onassis, al que le confería atributos intransferibles que lo distinguían del hombre común volviendo más atractiva su personalidad, sin menoscabo de sus modales vulgares, su declarada aversión hacia el género lírico o el físico.
Eliminado su don, ¿Cómo seguir en comunicación con un mundo, como el artístico, tremendamente competitivo, que se sustenta sobre las bases mismas del éxito inmediato?
Cuando asiste con su amante a la célebre actuación de Marilyn Monroe durante el cumpleaños de JFK, Callas no puede dejar de escuchar con sentido crítico, y hasta se permite realizar un comentario poco amable acerca de las deficientes cualidades vocales de la rubia actriz. En ese momento, su acompañante, con su habitual rudeza, le suelta: «A nadie le importa su voz, como a nadie le importa tu cuerpo».
Para mostrar las reflexiones que Callas realiza sobre su nueva vida, alejada de los escenarios, Larraín recurre al personaje de un periodista que la entrevista siguiéndola con cámara y micrófono por las calles de París.
Los encuadres, situaciones y hasta el actor elegido recuerdan a Jean-Pierre Léaud junto a Maria Schneider en algunas parejas localizaciones, e instantes, de la icónica El último tango en París.
En otros momentos callejeros también llegan a percibirse las sombras de La Gran Belleza, aunque alguno, como el instante del Coro a boca cerrada de Madama Butterfly, se asemeje más a esos anuncios de colonia tan recurrentes en esta época navideña.
Entre los actores hay buenos trabajos de Pierrefrancesco Fabiano y Alba Rohrwacher, que incorporan a Ferrucio y Bruna, los leales empleados de servicio doméstico de la diva, que se convierten casi en su única familia.
Ellos son los encargados de descubrir el cadáver de la soprano, en su espléndido piso de la parisina Avenida Georges Mandel. A partir de ahí comienza el desarrollo de un filme desigual, más ambicioso que sorprendente. Como siempre ocurre en este caso particular, cada vez que escuchamos la voz de la Callas, en ocasiones mezclada con la de Angelina Jolie, esta se eleva por encima de la inanidad de algunas escenas, mayormente las biográficas.
Angelina Jolie no posee ni el aura ni las facciones de la soprano
Y al citar a la Jolie, llegamos al asunto clave de su trabajo. La estupenda actriz no es para nada la Callas desde un punto de vista físico, pese al esfuerzo por incorporar parte de su estudiada gestualidad.
A pesar de los hermosos surcos que el paso del tiempo ha dibujado entre los pliegues de su rostro, mantiene su característica fina porcelana. La cantante poseía, en cambio, aparte de la nariz seguramente heredada de sus ancestros helenos, y de la naturaleza flamígera de una mirada de intensa expresividad, unas facciones más duras.
La suya no era una belleza al uso, al menos no como la de la Jolie, que puede resultar una muñeca. Tampoco encarna ese aura trágica que por momentos desprendía la soprano, producto de su compleja existencia, de sus orígenes (familiares y sociales) y de los diferentes reveses acumulados, pese al esfuerzo que hace por mostrarse demasiadas veces presa de la desesperación.
La protagonista de Lara Croft muestra una cierta contención gestual que naturalmente se desborda en los instantes más dramáticos, cuando la mujer se asoma definitivamente al abismo. Hace aquello que mejor conviene a sus posibilidades ante un reto seguramente improbable.
Lo más interesante que Callas transmite no se encuentra en esos monólogos a veces un poco recargados (que seguramente se nutren fielmente de declaraciones en prensa, entrevistas, …). Lo que realmente conmueve, exalta o consuela solo lo percibimos a través de su voz, cuando interpreta a los grandes evangelistas de la lírica. Y eso no puede imitarse ni trasladarse a imágenes ni discursos, porque como ella misma asegura: «Mi vida es la ópera, y en la ópera no hay razón».
Por eso más allá de las anécdotas, de los amores contrariados, del esfuerzo por explorar en sus pensamientos más recónditos, que seguramente nublaron, hasta llenar de un pesar hondo e insoportable, sus últimos días, el filme de Larraín se queda algo corto de vuelo en su ambición por ofrecer un retrato capaz de indagar, hasta el mismo origen, en ese territorio psicológico desconocido, con más sombras que luces, el del deterioro inexorable de las facultades de una artista irrepetible que llegó a cambiar las condiciones de su profesión para el porvenir, y las funestas consecuencias que tuvo para ella misma.