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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

Quevedo (1580-1645) se burla de un narizotas

¿Aporta este soneto alguna reflexión, alguna idea notable? Creo que no, ni lo intenta. Pero el ingenio y el virtuosísimo lingüístico de Quevedo no tienen límite: siguen siendo, para el lector, fuente de permanente regocijo

Actualizada 04:30

Alegoría de la sátira de Quentin Massys

Alegoría de la sátira de Quentin MassysWikipedia

Hemos recordado hace poco la gran calidad de Quevedo como poeta serio, meditativo. En un extraordinario soneto, nos mostraba que el alma que ha amado de veras vencerá a la muerte y al olvido:

«Su cuerpo dejarán, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrán sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado».

Lo asombroso es que Quevedo sea tan extraordinario poeta en lo burlesco como en lo serio. En el eterno tema del amor, por ejemplo, asciende a las alturas del mayor idealismo, como hemos visto, pero se divierte también descendiendo a lo puramente fisiológico.

En los dos terrenos, Quevedo es un genio del lenguaje, que acumula metáforas e inventa nuevas palabras. Lo hace con una libertad y una creatividad que son claros antecedentes de Valle-Inclán y de James Joyce.

El poema que hoy leemos pertenece a un género típico del barroco: la caricatura. Se trata de exagerar hasta el límite algo que no es pura invención del escritor, sino que sí existe, en la realidad. De sobra sabemos que es imposible que este personaje tuviera una nariz tan grande como la que pinta Quevedo, pero no podemos pensar que fuera chato. (Ese es, exactamente, el mismo procedimiento que utiliza el esperpento).

No se puede llamar a esto realismo: también aquí, el poeta idealiza, pero hacia abajo, con ánimo de burla y de crítica social.

Las caricaturas de Quevedo difieren mucho de las suaves ironías de Cervantes. Este último respeta la realidad, mira compasivamente las debilidades humanas. Quevedo, en cambio, descuartiza lo real, con ánimo denigratorio. Los dos son genios españoles, pero su familia estética es distinta: Cervantes pertenece a la de Velázquez, que acerca a la realidad cotidiana a los dioses mitológicos y que nos muestra la dignidad humana de los enanos y bufones; Quevedo, en cambio, pertenece a la familia del Goya de los Caprichos y las Pinturas negras.

En la métrica, A una nariz es un soneto perfectamente clásico, con una estructura llena de simetrías. De los 14 versos, nada menos que 11 se inician con el mismo verbo: «Érase… era…».

Desde el comienzo, el sujeto del poema es la nariz; no el hombre, reducido a puro soporte físico del monstruoso apéndice. No se nos presenta aquí a un ser humano que tenga una nariz grande, sino a una desmesurada nariz, que es la que absorbe toda nuestra atención, como lo único notable de este personaje. (Hemos de llegar al expresionismo contemporáneo para encontrar algo semejante: en la ópera La nariz, de Shostakóvich, basada en un relato de Gógol, el apéndice nasal se independiza de su portador y vive una vida propia).

En el soneto de Quevedo, a partir de ahí, se acumulan las metáforas, cada vez más desaforadas y sorprendentes, como en una exhibición de fuegos de artificio. Se compara la nariz a toda clase de cosas: un pez espada («peje»). El palo o estilete que marca la hora, en un reloj de sol que, en este caso, está mal orientado («encarado»). El largo conducto de cristal que conduce el líquido, en un alambique («alquitara»), para destilar licores. La trompa de un elefante de circo o de juguete infantil («boca arriba»).

Al avanzar el poema, va aumentando el tamaño del objeto con el que se compara a esta nariz: si nos parece enorme «el espolón de una galera», mucho más monumental es, sin duda, «una pirámide de Egipto».

Esta gigantesca nariz evoca también a algunos personajes: al poeta latino Ovidio, apellidado Nasón (es decir, como si fuera un aumentativo, ‘narigudo’). En general, a los judíos, que tienen fama de narizotas: «sayón y escriba» se refiere a los verdugos y jueces de Cristo.

El «Anás» del verso final era el pontífice judío, pero, popularmente, su nombre puede interpretarse también como ‘sin nariz’, porque su «A» inicial nos recuerda el prefijo a-, que tiene valor negativo, en tantas palabras: afónico, anormal, analfabeto, apolítico, asexual… Por eso, en Anás, «fuera delito» una nariz semejante.

El vértigo creciente de las metáforas llega hasta «las doce tribus de narices», como si esta gigantesca nariz incluyera a la totalidad del pueblo judío. Y todo ello desemboca en una visión surrealista, fantasmal, imposible: un «naricísimo infinito».

Curiosamente, este poema, que no es fácil de interpretar, con su acumulación de metáforas, se ha hecho popularísimo: tal es su fuerza expresiva que hace sonreír a cualquiera que lo lee, aunque no comprenda algunas alusiónes.

¿Aporta este soneto alguna reflexión, alguna idea notable? Creo que no, ni lo intenta. Pero el ingenio y el virtuosísimo lingüístico de Quevedo no tienen límite: siguen siendo, para el lector, fuente de permanente regocijo.

A una nariz:

Érase un hombre a una nariz pegado,

érase una nariz superlativa,

érase una nariz sayón y escriba,

érase un peje espada muy barbado.


Era un reloj de sol mal encarado,

érase una alquitara pensativa,

érase un elefante boca arriba,

era Ovidio Nasón más narizado.


Érase un espolón de una galera,

érase una pirámide de Egipto,

las doce tribus de narices era.


Érase un naricísimo infinito,

muchísimo nariz, nariz tan fiera,

que en la cara de Anás fuera delito.

  • Francisco de Quevedo.

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