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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

José Zorrilla (1817-1893): «Don Juan Tenorio»

Don Juan declara su amor a Doña Inés en la popularísima «escena del sofá»

Actualizada 04:30

Escena del sofá de Don Juan Tenorio de Zorrilla

Escena del sofá de Don Juan Tenorio de ZorrillaGTRES

En sentido estricto, éste no es un poema suelto, sino un fragmento de una obra de teatro, escrita en verso, pero posee unidad y se puede separar del resto de la obra sin problemas.

José Zorrilla era, ante todo, poeta. Se dio a conocer de una manera muy efectista. En el entierro de Larra, un joven desconocido se adelantó a declamar teatralmente unos versos, que causaron gran sensación:

  • «Ese vago clamor que rasga el viento
    es la voz funeral de una campana,
    vano remedo del postrer lamento
    de un cadáver sombrío y macilento,
    que en sucio polvo dormirá mañana».

Esta escena retrata adecuadamente, para bien y para mal, la personalidad poética de Zorrilla: son unos versos retóricos, altisonantes, de seguro efecto. Si analizamos fríamente lo que dicen, nos encontraremos con una serie de disparates o de obviedades: la voz de un moribundo suele ser débil; los cadáveres no suelen tener un aspecto muy alegre… Sin embargo, el éxito fue rotundo: el joven Zorrilla quedó ya consagrado públicamente como poeta romántico.

Poesía brillante

Su poesía es siempre brillante, efectista, espectacular. Vivió como un bohemio, como un moderno juglar. A la vez, tenía el prestigio popular de un vate, de un profeta: lo protegió el emperador Maximiliano de México; fue coronado solemnemente como poeta nacional en Granada.

Sigue Zorrilla las líneas habituales del romanticismo: sentimentalismo, exotismo, defensa de los héroes «malditos»… Alcanzaron enorme popularidad sus Leyendas, en las que recrea poéticamente tradiciones de nuestra historia: A buen juez, mejor testigo; Margarita la Tornera; El capitán Montoya…

En la década que va desde 1834 (La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa) hasta 1844 (Don Juan Tenorio, de Zorrilla), varios estrenos teatrales suponen la plena españolización del romanticismo.

Estas obras se subtitulan dramas, no «comedias» ni «tragedias», porque mezclan todo: lo trágico y lo cómico, lo alto y lo bajo, el amor y la política, el lenguaje refinado y el vulgar.

Su protagonista da muchas veces título a la obra: Don Álvaro, El trovador, Don Juan Tenorio… Pueden estar situadas en épocas pretéritas pero manejan la historia con libertad: aunque su protagonista viva en la Edad Media o en el Siglo de Oro, encarna los anhelos de un romántico. Estos dramas suelen estar escritos en verso, con polimetría, y dividirse en «jornadas».

La obra más popular de España

Don Juan Tenorio es, sin duda alguna, la obra más popular de todo el teatro español. Se ha representado muchas más veces que las más conocidas: La vida es sueño, La venganza de don Mendo, El alcalde de Zalamea, La corte del Faraón, Los intereses creados

Durante más de un siglo, Don Juan Tenorio ha sido la única obra de teatro española que se representaba todos los años en fecha fija, en la festividad del Día de los Difuntos. Esa costumbre pasó también a la cultura hispanoamericana.

En el documental Que viva México, del director ruso Eisenstein, el último episodio se refiere a cómo celebra el pueblo mexicano esa fiesta de los muertos: bailan disfrazados de esqueletos, comen calaveras de azúcar… En un momento dado, gira la cámara para enfocar un cartel, en la pared: anuncia que, esa noche, se representará Don Juan Tenorio.

Algunas peculiaridades más. El Tenorio era la única obra teatral que los españoles acudían a verla todos los años, aunque ya la conocieran. Por eso, al comienzo de la segunda parte de La Regenta, el inteligentísimo Clarín se inventa un caso singular: el de Ana Ozores, que, por rara excepción, nunca ha presenciado una representación del Tenorio. Eso le permite ver de verdad la obra por primera vez, sin prejuicios, algo que a los demás les está vedado: un requisito necesario, según Clarín, para valorarla con justicia.

Como conocían tan bien el Tenorio, muchos espectadores españoles eran capaces de valorar, por comparación, cómo representaba ese papel cada uno de los grandes actores (lo mismo que hacen los ingleses con Hamlet): Rafael Calvo, Fernando Díaz de Mendoza, Emilio Thuillier, Morano, Enrique Borrás, Ricardo Calvo…

La popularidad de Zorrilla

Durante muchos años, no ha habido ningún primer actor español que no haya interpretado ese personaje. Incluso se atrevió a encarnarlo Ana Mariscal. En la madrileña Residencia de Estudiantes, montaron el Tenorio nada menos que Luis Buñuel, Federico García Lorca y Américo Castro, defensores de la obra de Zorrilla.

En Madrid y en Barcelona, era habitual que, al llegar noviembre, la cartelera ofreciera a la vez varios Tenorios, para elegir. Un caso singular fue el del catalán Mario Cabré, que toreó en la Plaza de Barcelona, por la tarde, y representó el papel de don Juan en un teatro, por la noche. En una versión cómico-musical, obtuvo gran éxito como Doña Inés la popular Mary Santpere.

Don Juan Tenorio, además, era la única obra de la que muchos españoles se sabían versos de memoria y los aplicaban a la vida cotidiana. Por ejemplo, si un marido, al volver a casa, se encontraba con el barullo que estaba armando la chiquillería, repetía irónicamente la exclamación de Don Juan que abre la obra: «¡Cuál gritan esos malditos!».

La popularidad de la obra de Zorrilla dio lugar también a numerosas parodias, el género teatral que tuvo tanto éxito a fines del XIX y comienzos del XX. Evidentemente, sólo se parodia lo muy conocido; si no, la parodia no nos haría ninguna gracia. La obra de Zorrilla fue parodiada en El Tenorio modernista, Sagasta Tenorio, El Tenorio del toreo, Don Juan Notorio (burdel en cinco actos), Un Tenorio con sotana, Doña Juana Tenorio, Juan el perdío…

Lo que hace Zorrilla, en su obra, es una versión romántica del viejo mito de don Juan, que tiene raíces muy lejanas. En España, ese mito cuajó en la obra de Tirso de Molina, El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Ese título alude ya a los dos elementos fundamentales de la leyenda:

Ante todo, Don Juan es el burlador: «burla» (engaña) a las mujeres. Se ha dicho que aplica el maquiavelismo (el fin justifica los medios) al terreno erótico. Lo expresa Tirso con crudeza: «¡Esta noche he de gozalla!».

Y, de acuerdo con el código del honor, vigente en la España del Siglo de Oro, Don Juan no burla solamente a una mujer; también burla a su marido, a su hermano, a su padre, a toda la sociedad.

Paradójicamente, eso le otorga un gran atractivo, por su individualismo anárquico. Con ironía, comenta Ramiro de Maeztu que este Don Juan encarna el ideal de muchos españoles: no cumplir ninguna ley, hacer lo que nos dé la gana.

Pero el protagonista de la obra de Tirso va todavía más allá, no respeta ni siquiera a los muertos: invita a cenar con él a un difunto. A mitad de la cena, éste aparece, lo coge de la mano y se lo lleva a los infiernos.

'Tan largo me lo fiais'

Nos guste o no, ésta es la conclusión lógica del personaje. (No podemos esperar que Al Capone acabe como un ejemplar ciudadano). Con este ejemplo, Tirso –fraile mercedario, no lo olvidemos– nos da una lección moral, casi un sermón: si retrasamos el arrepentimiento de nuestros pecados para el último momento («tan largo me lo fiais», responde siempre Don Juan), no nos dará tiempo a conseguir el perdón. La obra de Tirso es un drama religioso, casi un auto sacramental.

Zorrilla, en cambio, escribe un drama romántico: convierte al libertino seductor Don Juan en un enamorado. (Decía Marañón que este Don Juan «se enamora como un recluta»). Para el romanticismo, eso implica que debe salvarse. ¿Cómo lo conseguirá? Igual que el Fausto de Goethe, gracias al amor de una mujer: «Salvó el amor a Don Juan / al pie de la sepultura».

Coincide toda la crítica en que la obra de Tirso es más profunda que la de Zorrilla pero ésta es muchísimo más popular. ¿Por qué? Porque es más teatral, funciona mejor en la escena. Según mi amigo Paco Ruiz Ramón, el protagonista de la obra de Zorrilla «es la categoría de lo teatral, hecha personaje».

Además, el final de la obra de Zorrilla gusta mucho más al público que el de la obra de Tirso. Lo aprueban los espectadores masculinos, porque a todos nos consuela pensar que se nos perdonarán nuestros pecados.

También encanta a las espectadoras, porque ese final subraya el papel trascendental de la mujer, al convertir a doña Inés en corredentora: muestra que cualquier chica inocente, si se enamora, es capaz de cautivar al más famoso seductor. (Un siglo después, Julio Iglesias cantará: «Por el amor de una mujer»).

El poema que vamos a leer es el texto de la más famosa escena de todo el teatro español. A causa de la escenografía tradicional, se la ha conocido como «la escena del sofá». En las versiones recientes, este sofá decimonónico ha desaparecido; lo sustituye un columpio, siguiendo lo que hizo Peter Brook, en su famoso montaje de Shakespeare; o ningún mueble, para subrayar la fuerza elemental del instinto erótico.

El seductor ha escrito a la ingenua novicia una engañosa carta de amor, que la ha trastornado: ella se deja conducir a la quinta sevillana del caballero, junto al Guadalquivir. La declaración de amor de Don Juan debe conseguir que caigan los últimos reparos de la timidez y del pudor de la joven.

Zorrilla no confiaba en el éxito

Métricamente, son versos octosílabos (los más populares, en nuestra lengua). Una redondilla (cuatro versos: abba) sirve de pórtico a cinco décimas, absolutamente paralelísticas; las cuatro primeras, plantean una pregunta retórica: «¿no es verdad… que están respirando amor?». La última estrofa aporta la rotunda respuesta: «amor es».

Zorrilla creyó poco en el éxito de esta obra, cuando la escribió. Como estaba necesitado –como siempre– de dinero, vendió al editor Manuel Delgado «la propiedad absoluta, para siempre, del drama original titulado Don Juan Tenorio, por la cantidad de 4.200 reales de vellón, para su impresión y representación».

Luego, cuando el poeta advirtió su equivocación, fue el primero de los críticos, se apresuró a censurar los defectos de su drama. No le sirvió de nada: el gran público ya había adoptado la obra como favorita.

No se libran estos versos de la crítica interesada del poeta:

«No se le ocurre hablar a su amada más que de lo bien que se está allí (…) en aquellas décimas, tan famosas como fuera de lugar (…) De la desatinada ocurrencia mía de colocar en tan dramática situación tan floridas décimas, resulta que no ha habido ni hay actor que haya acertado ni pueda acertar a decirlas bien».

Evidentemente, al escribir esto, respiraba Zorilla por la herida del interés, de la fortuna que podía haber ganado, con su obra… Se equivocaba, al despreciarla. Lo que ha fascinado a tantos espectadores españoles no es la profunda filosofía de unos versos, que no la tienen, sino lo que poseen de sobra: musicalidad y efectismo teatral.

Desde que Don Juan Tenorio vio a Doña Inés, cambió radicalmente: el gran seductor ha caído en las redes del amor. A la vez, sigue necesitando seducir –esta vez, con la verdad– a una jovencilla que acaba de conocerlo y que, lógicamente, desconfía de la sinceridad de sus sentimientos.

En la sucesión de interrogaciones paralelas, Don Juan le dedica a Doña Inés una serie de apelativos metafóricos (en lenguaje coloquial: una serie de piropos). Para él, ella es un «ángel de amor», como la donna angelicata del dolce stil nuevo. Es una blanca «paloma», símbolo de inocencia. Y una «estrella» que le va a guiar, como la que condujo a los Reyes Magos hacia el Niño Dios: «Vimos su estrella», dicen los Evangelios.

También la llama gacela, un apelativo que tiene muy amplia tradición en la literatura árabe. Ante todo, los árabes llamaban «gacela» a un poema de amor breve. Llega eso hasta Federico García Lorca, en su poema «Gacela del amor desesperado», del libro Diván del Tamarit: «La noche no quiere venir / para que tú no vengas / ni yo pueda ir».

Además, la comparación de la mujer amada con la gacela es un tópico árabe, desde Las mil y una noches: la llaman así por su ligereza, por su figura esbelta, por sus ojos… Zorrilla usó está metáfora varias veces: antes del Tenorio, describe a una jovencita: «Gacela del amor dulce, / la llamó un árabe errante». Después del Tenorio, canta a una mujer: «Tienes de la gacela / los ojos francos…».

En la escena de amor que los espectadores contemplamos, tiene importancia decisiva el escenario: todo sucede en una noche andaluza, cálida y sensual. En cada estrofa, menciona Don Juan un par de elementos: «el aura» y «el agua limpia y serena»; «la armonía del viento» y «el acento del ruiseñor»; las «palabras y las ideas»; las «lágrimas» y el «color del semblante»…

Nada de esto es nuevo, todos estos elementos poseen una larga tradición literaria pero conservan su eficacia, si se manejan con habilidad. En un ambiente de gran sensualidad, ayudan al erotismo las sensaciones que transmiten casi todos los sentidos: miradas, olores, sonidos…

El canto del «ruiseñor», que anuncia la llegada del día, es el mismo al que se refiere Shakespeare, en la escena del jardín del Romeo y Julieta: «Era el ruiseñor y no la alondra el que ha herido tu oído temeroso… Créeme, amor mío: era el ruiseñor».

El lejano eco de un pescador «que espera cantando el día» se anticipa a la canción del pastorcillo que anuncia la mañana, al comienzo del acto tercero de la Tosca, de Puccini: «Yo te envío tantos suspiros como hojas mueve el viento… ¡Luz de oro, muero por ti!».

Más allá de los ecos y de las tradiciones literarias, el acierto esencial de esta escena es la creación de un ambiente que empuja al amor. Se basa esto en una idea muy sencilla: no somos siempre los mismos; existen momentos y lugares que nos predisponen, nos impulsan suavemente a enamorarnos.

Podemos relacionar esto con la pintura impresionista: la fachada de la catedral de Rouen, pintada por Monet, cambia radicalmente, según la luz y según las horas del día. Es lo mismo que define bien una bonita canción norteamericana (que ha inspirado también una hermosa película): «I’m in the mood for love». La traducción más sencilla y directa sería: «Estoy a punto de enamorarme; me voy a enamorar». Por muy seductor que antes haya sido, eso es lo mismo que le sucede a Don Juan, en cuanto ve a Doña Inés.

Al final de la escena, con un gesto muy teatral, Don Juan se arrodilla y confiesa su derrota, en eso que los psicólogos llaman «la secreta guerra de los sexos»: el que tiranizó a tantas mujeres no puede ya evitar rendirse a «la esclavitud de tu amor». Al presenciarlo, cualquier espectador mínimamente sensible repetirá, como un eco: «Amor es».

Hoy en día, en tiempos de mayor libertad sexual, algunos espectadores o lectores podrán considerar que todo esto es una cursilería. Si así lo creen, me parece que se equivocan. No nos descubre Zorrilla nada nuevo, no hacía falta; tampoco utiliza palabras rimbombantes. La musicalidad de sus versos nos hace emocionarnos ante ese milagro, siempre que se repite: el nacimiento del amor. En el bellísimo cuadro de Botticelli, surge Venus, desde las olas del mar.

Don Juan Tenorio:

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor

que, en esta apartada orilla,

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Este aura que vaga, llena

de los sencillos olores

de las campesinas flores

que brota esta orilla amena;

ese agua limpia y serena

que atraviesa sin temor

la barca del pescador

que espera cantando el día,

¿no es cierto, paloma mía,

que están respirando amor?

Esa armonía que el viento

recoge entre esos millares

de floridos olivares

que agita con manso aliento;

ese dulcísimo acento

con que trina el ruiseñor,

de sus copas morador,

llamando al cercano día,

¿no es verdad, gacela mía,

que están respirando amor?

Y estas palabras que están

filtrando insensiblemente

tu corazón, ya pendiente

de los labios de Don Juan,

y cuyas ideas van

inflamando en su interior

un fuego germinador

no encendido todavía,

¿no es verdad, estrella mía,

que están respirando amor?

Y esas dos líquidas perlas

que se desprenden tranquilas

de tus radiantes pupilas,

convidándome a beberlas,

evaporarse, a no verlas,

de sí mismas al calor;

y ese encendido color

que en tu semblante no había,

¿no es verdad, hermosa mía,

que están respirando amor?

¡Oh, sí, bellísima Inés,

espejo y luz de mis ojos!

Escucharme sin enojos

como lo haces, amor es.

Mira aquí aquí a tus plantas, pues,

todo el altivo rigor

de este corazón traidor

que rendirse no creía,

adorando, vida mía,

la esclavitud de tu amor.

José Zorrilla

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