El moderno Guggenheim o la apuesta del PNV que se volvió contra sus rancios principios
Las celebraciones por el 25º aniversario, con la presencia de los patronos estadounidenses y las actuaciones de raperos y DJ internacionales, contrastan con la esencia provinciana del nacionalismo
En 1994 Xabier Arzalluz, a quien todo político vasco, incluido el Lehendakari, pedía permiso, dijo: «No soy racista. Yo prefiero a un negro, negro, que hable euskera que a un blanco que lo ignore». La fatua «oximorónica» del histórico líder nacionalista solo fue lanzada tres años antes de que el Museo Guggenheim se inaugurara en Bilbao y en medio del tira y afloja con la Fundación Guggenheim para traer la codiciada franquicia, símbolo de la modernidad y del aperturismo.
Arzalluz fue el muñidor oculto de esa iniciativa tan ajena a la imagen de la cerrazón que refleja el pensamiento nacionalista desde los ecos de Sabino Arana, que sí era racista y lo decía, al contrario que Arzalluz, que lo decía sin decir. El PNV de entonces (y el de ahora), el de Arzalluz, ha sido siempre lo requerido para detentar el poder hasta que dio el paso de autodeterminarse, cuando salió efímeramente de Ajuria Enea.
Desde la socialdemocracia al independentismo ha pasado por todos los estados ideológicos necesarios y la historia del Guggenheim bilbaíno es la muestra, nunca mejor dicho, de la capacidad mutante del nacionalismo vasco bajo esas siglas, siempre amenazantes con la independencia, con el paso final hacia un supuesto destino que después de Ibarretxe nunca se cumplirá, ni falta que les hace, a pesar de intríngulis como «EAJ-PNV recibe su nombre del lema Jaungoikoa eta Lege Zarra [Dios y la ley vieja], expresión que conjuga una concepción trascendente de la existencia con la afirmación de la Nación vasca…», rezan los Estatutos Nacionales del partido.
Tampoco parece muy aperturista este extracto del desconocido, aunque público, Juramento del 19 de julio de 2015: «Juramos, so el Árbol de Gernika, símbolo de nuestros derechos y de nuestro ser nacional, fidelidad a la causa del Pueblo Vasco, sin contraponer ni anteponer jamás el interés particular al de la Patria». Y es cierto que «la Patria» se desmoronaba en esa ría gris donde van a dar al Cantábrico el Nervión y el Ibaizábal.
Tulipanes y titanio
Jorge Oteiza, símbolo del arte (la escultura) vasco, dijo del futuro museo a principios de los noventa que era «un negocio repugnante» con los Guggenheim, casi lo mismo que le parecía el nacionalismo y sus políticas, no solo culturales. El mismo artista que dijo: «HB ha hundido al país y es el verdadero responsable del 23-F y de toda la ruina que nos ha cubierto», terminó sentenciando: «Este es un país acabado», quizá justo cuando Arzalluz ya soñaba en la intimidad con la modernidad que acabaron trayendo (sacando pecho, como ahora) a la ciudad fantasma en la desembocadura por donde se desangraba.
Tulipanes de colores y titanio (eso sí: «Construido íntegramente por personal de la casa, es decir, por toda la memoria industrial de Euzkadi que abordó trabajar el titanio como si lo hiciera con hierro de la Orconera», escribió el patriota Anasagasti hace unos días) y el perrito floreado, Puppy, obra del multimillonario artista estadounidense kitsch Jeff Koons, exmarido de la famosa actriz porno y exdiputada italiana, Cicciolina, que da la bienvenida a millones de visitantes de todo el mundo.
Millones de personas de todas las razas que ignoran el euskera, como los raperos y beatboxers y los bailarines de break dance, o el DJ (DJ Pappy), que han amenizado y van a amenizar los fastos por el cuarto de siglo, también tan lejos de aquel «Han venido de fuera, con el voto y la maletita», que decía Labayen, exalcalde de San Sebastián al que con frecuencia parafraseaba el mismo Arzalluz, director en la oscuridad de todas las negociaciones que hicieron llegar la modernidad del Guggenheim, el mundo entero a «la Patria», mientras, por ejemplo, decía leer las esquelas para ver a los españoles que se iban muriendo.